Libertad de expresión (para fabular) de Fray Bartolomé de las Casas

La libertad de expresión de Las Casas

Es preciso que reflexionemos sobre un hecho del que se ataca normalmente a España y es la supuesta “falta de libertad” para criticar los hechos de la Corona o de la Iglesia.

Al analizar este período de la historia resulta extraño cómo este ardiente religioso haya podido atacar impunemente y con expresiones terribles no solo el comportamiento de los particulares, sino el de las autoridades, tanto eclesiásticas como civiles. Por utilizar la idea del norteamericano Maltby, la monarquía inglesa no habría tolerado siquiera críticas menos blandas, sino que habría obligado al imprudente contestatario a guardar silencio. El mismo historiador dice que ello se debió al hecho de que la libertad de expresión era una prerrogativa de los españoles durante el Siglo de Oro, tal como se puede corroborar estudiando los archivos, que registran toda una gama de acusaciones lanzadas en público –y no reprimidas– contra las autoridades.

Por otra parte, se reflexiona muy poco sobre el hecho de que este furibundo contestatario no solo no fuera neutralizado o silenciado, sino que por el contrario el regente Cardenal Cisneros le otorgase en 1516 el título oficial de “Protector general de todos los indios”, designándolo por las propias autoridades para un cargo desde el que intervino en los asuntos de Indias. Desde allí aprovecharía el cargo y su amistad con Carlos V para presentar proyectos de ley que posteriormente serían aprobados.

Es que no solo la Corona no tomó medidas contra Las Casas sino que hasta lo tomó demasiado en serio tratando de poner remedio a sus acusaciones con leyes que tutelasen los derechos indígenas. Con esta finalidad, el fraile dominico surcaría el océano en doce ocasiones para hablar ante el gobierno de la Madre Patria.

Hasta hubo una revisión legislativa para mejorar las condiciones de los indios, publicada bajo el título de las “Leyes Nuevas de Indias para el buen trato y protección de los indios”, publicadas en 1542 (año en que aparecía la Brevísima… de Las Casas), donde se modificaba la legislación de la encomienda a favor de los indios, reafirmando (¡una vez más!) la ilegalidad de la esclavitud. Estas leyes sirvieron como directriz de la política de la Corona en los años siguientes.

Como certeramente señala Rómulo Carbia:

“No es lícito desconocer que lo que Las Casas proclamaba como justo, lo era de verdad. La Conquista no podía consumarse con agravio para aquellos preceptos que la Iglesia, que la amparaba, ha considerado siempre substanciales: el respeto al derecho natural, que dignifica a la criatura humana, y la obligación de la caridad, pareada en la enseñanza evangélica con el mismo amor a Dios. En esto no puede haber discrepancia admisible. Donde la hay y la ha habido en cualquier tiempo es en lo relativo a la manera de campear por la implantación del recto criterio. Las Casas no conoció otro modo que el de la estridencia literaria… no se detuvo a excogitar el instrumento de que debía echar mano y practicó la tesis de que el fin cuando es digno, justifica el empleo hasta de los recursos que distan mucho de serlo… Por afán de lograr impactos no se detiene ante nada, y lo mismo mutila un texto o interpola en pasajes fraudulentos, que agiganta pequeñeces para generalizar, en un sofisma, fenómenos esporádicos de un lugar o de una zona. Con tales recursos y encuadres, nada lógico ofrécenos en la Brevísima una serie de sucesos heterogéneos y absurdos, garantizando que se cumplieron… Ese fue su método y esa también su técnica. Buscó el éxito pronto y rotundo, la impresión conmovedora, el golpe categórico y eficaz… Su preocupación pareció ser siempre una: resultar eficaz, anular al que se le aparecía sin cuidar del cómo, y sin prestar mucha atención, según podrá suponerse, ni a la cronología, ni a la lógica ni a nada. Llegaron a ser tantos sus excesos, en este orden de cosas, que hubo un momento en que algunos hombres cuerdos tuvieron dudas sobre la autenticidad de los escritos que circulaban como suyos… Las Casas presa de sus desenfrenos, no paró mientes ni en la gravedad del falso testimonio. Lo suele concretar en la expresión ‘yo vide’ que, dado su carácter sacerdotal, equivale casi a un juramento… (Pero) habla siempre en vago y en impreciso. No dice cuándo ni dónde se consumaron los horrores, ni se cuida de establecer –admitiendo que fueran ciertas– que solo constituyeron la excepción y resultaron la obra de un delirio transitorio… Se desenvuelve por entero en una imprecisión desoladora, en la que nada se concreta, ni geográfica ni cronológicamente, y en la que falta cuanto es necesario para que el testimonio resulte valedero”[1].

La memoria de Las Casas hubiera quedado en el olvido de los siglos si no hubiese sido rescatada por los enemigos de España, como señala Ramiro de Maeztu:

“Esta es la fuente originaria de nuestra leyenda negra (ya que) de estos testimonios se han valido todos los hombres que han querido hablar mal del sistema colonial de España en América. Todos los acusadores se han basado en este hombre que había visto en Santo Domingo 3.000.000 de almas y después no pasaban de doscientos”[2].

 

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La Leyenda Negra hispanoamericana tuvo una finalidad política clara: debilitar a España y a la Iglesia. Sucede que el liberalismo del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX agitó la bandera antiespañola con intenciones políticas bien marcadas: convenía ser “independientes” para empezar a depender de Inglaterra, Francia o cualquier potencia europea que quisiese hacer pie en estas tierras nuevas.

Así lo explica Antonio Caponnetto:

“El liberalismo del siglo XVIII y primera mitad del XIX agitó la bandera antiespañola con intenciones políticas independistas, pero al mejor estilo del iluminismo, tal independencia implicaba necesaria­mente el desarraigo de toda tradición cristiano-católica. La adultez era el ingreso al mundo de la luz racionalista despojado de cualquier obscurantismo, la autonomía era el regirse por pautas opuestas a las heredadas de la Hispanidad. Mas si España era una rémora preciso de sacarse de encima, el mundo anglosajón veíase como un liviano yu­go al que era necesario someterse sin titubear. El juego dialéctico no podía ser más arbitrario y a la vez más contradictorio y falaz, pero acabó siendo una encerrona, en virtud de la cual, en nombre de la in­dependencia, el liberalismo abjuraba del origen y de la forma patria y proponía una dependencia a las metrópolis anglosajonas, cuya prolija consecución es precisamente su peor culpa. En este esquema simplis­ta, lo español representaba el relegamiento y la postración de estas tierras –su marginación política en sentido amplio– lo extranjero era la garantía del crecimiento y del despegue; y lo autóctono –esto es, lo in­dígena– hacía el papel del buen salvaje rousseauniano que maltratado por la Hispanidad podría al fin completar feliz su primitivismo gra­dual y evolutivo bajo el protectorado benévolo de las naciones del Norte”[3].

Si América se separaba de España implicaría su ingreso a la adultez como nación. Despojada América de todo “obscurantismo español”, la autonomía iba a significar el regirse independientemente por pautas opuestas a las heredadas de la Hispanidad. Así, sería más fácil dominarla. De allí que convenía poner las bases ideológicas y culturales para la dominación física y espiritual. Para ello se usaron los desvaríos lascasianos.

 

Que no te la cuenten…

 


[1] Citado por Antonio Caponnetto, Hispanidad y leyendas negras, Ediciones Cruzamante, Buenos Aires 1989, 76-77.

[2] Ramiro De Maeztu, Discurso pronunciado en el Club Español de Buenos Aires en 1929, cit. por Zacarías De Vizcarra, La vocación de América, Librería de A. García Santos, Buenos Aires 1933, 51.

[3] Ibídem, 81.

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