La renuncia de Benedicto XVI y la Fe de la Iglesia

A un año de la abdicación de Benedicto XVI, presentamos una breve conferencia acerca del «año de la Fe» promulgado por él, un año antes de su abdicación.

La Fe en los tiempos modernos[1] 

JohnBoscoDream5 (1)

La ventana se abre, y un “obispo vestido de blanco” surge levemente ante la multitud apiñada en la plaza San Pedro. Es el jueves 11 de octubre de 2012, día de la inauguración oficial del año de la Fe. ¿El motivo? Los cincuenta años del último Concilio pastoral.

Ante la mirada expectante de la multitud e improvisando unas palabras, el vicario de Cristo en la tierra, decía:

“Buenas noches a todos y gracias por haber venido. Hace cincuenta años, este mismo día, yo también estaba en esta plaza, mirando a esta ventana a la que se asomó el Papa bueno, el beato Juan XXIII (…). Éramos felices y estábamos llenos de entusiasmo. El gran Concilio ecuménico se había inaugurado; estábamos seguros de que llegaba una primavera para la Iglesia… Hoy también tenemos la alegría en nuestro corazón, pero podríamos decir que es una alegría, quizás, más sobria, una alegría humilde (pues) en estos cincuenta años hemos aprendido y experimentado que el pecado original existe y se traduce, siempre de nuevo, en pecados personales, que pueden transformarse en estructuras del pecado. Hemos visto también que en el campo del Señor siempre está la cizaña. Y que en la red de Pedro también hay peces podridos. Hemos visto que la fragilidad humana también está presente en la Iglesia, que la barca de la Iglesia también navega con viento contrario, en medio de tempestades que la acechan y, a veces, hemos pensado: ‘El Señor duerme y se ha olvidado de nosotros’”.

Las duras palabras del Santo Padre, causaron una gran impresión a los fieles; estaban cargadas de pesar y de peso; eran fuertes, pero a la vez profundas y esto no sólo por quién las decía, sino porque el actual vicario de Cristo en la Tierra había vivido los turbulentos años del Concilio y del posconcilio. Era un discurso oral, sin papeles escritos, casi improvisado, con todo lo que ello implica. Con estas palabras casi de entrecasa intentaba llamar a los católicos del mundo a vivir de la Fe; a vivir la Fe en los tiempos modernos.

Meses atrás y para preparar este año el mismo pontífice publicó un documento en forma de “Motu proprio” que ahora querríamos no tanto resumir sino más bien comentar lo que creemos, son sus líneas esenciales.

La Fe, dice el Papa, “empieza con el bautismo (cf. Rm 6, 4)”; pero es el sólo el inicio. La Fe no termina allí, es por esto que hay muchos católicos “bautizados” pero pocos realmente comprometidos y que van más allá de la “Fe del carbonero”, al decir de San Pablo. El sello del bautismo es indeleble, es cierto, pero la Fe necesita de posteriores obras para crecer, como el sembrador que trilla la tierra sembrada: este será el eje central del documento. La Fe sin las obras está muerta.

En Europa, “tierra de misión” como la llamó Juan Pablo II, hoy se ve que casi todos han renegado de Cristo y parece existir, en palabras del Papa una “apostasía silenciosa”. Para dar sólo un ejemplo, en Francia, la que era llamada hasta hace unos 100 años “la hija primogénita de la Iglesia” hoy, según una estadística de 2012 “apenas el uno por ciento de los franceses son católicos practicantes y fieles al Magisterio[2].

¿Y por qué? ¿Qué ha cambiado? ¿Acaso no es la misma la semilla de la Fe que antaño fructificaba las estepas, los desiertos y los montes? La Fe es la misma, pero el terreno donde cae la semilla ha cambiado. Hoy en día, abierta u ocultamente se evidencia un odio a Cristo, un odio a la Iglesia, un odio a Dios; un odio que tiene su origen en la proto-historia, cuando estridentemente se oyó por primera vez el non serviam (“no serviré”) del Enemigo. Un odio que sólo parece comparable al que existió durante la primera venida del Señor.

De ahí que algunos teólogos serios (vgr. P. Alfredo Sáenz), repitan hasta el cansancio que al parecer nos encontraríamos en “el principio del fin de los tiempos”, donde sólo una “pequeña grey” permanecerá fiel y donde la Fe va a ser cosa rara, como enseñaba Cristo: “cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?” (Lc 18,8).

Por esto, nos dice el Papa que ante estos tiempos se vive como “en un desierto”; en un desierto similar al que vivía San Juan Bautista, “la voz que clama en el desierto”[3]. Pero: ¿cuál es el meollo del documento? ¿Cuál es la denuncia del Santo Padre? La más importante, a nuestro entender, es la que los católicos muchas veces no vivimos las consecuencias de la Fe, es decir, no vivimos coherentemente lo que creemos.

Alguien dirá con el poeta que “todo tiempo pasado fue mejor” (Manrique) y que “antes era más fácil creer”, y puede ser. Es verdad que el mundo siempre estuvo en crisis, pero hubo tiempos en que el orden social fue cristiano, por lo tanto, quizás se hacía más “fácil” creer, como lo recordaba León XIII en una inmortal encíclica: “Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad[4].

Pero hoy no lo es y esta profunda crisis que vivimos, como dice el Santo Padre, “afecta (a la Fe) de muchas personas”. ¿Cómo no vernos afectados por la crisis de la sociedad y, digámoslo de una vez, de la Iglesia misma? ¿Cómo sostener las mismas verdades de antaño cuando a veces (y cada vez son más) se escucha decir que “debemos ser pluralistas”, “aceptar todas las creencias” o “permitir todas las opiniones”? ¿Cómo defender nuestra propia Fe si hasta los mismos pastores muchas veces no lo hacen? ¿Acaso no se nos aplicarían las palabras del salmista cuando dice “quando fundamenta evertuntur, iustus quid faciat?” (Salmo 10).

Pero no.

La Fe del cristiano no se apoya en los hombres, o no debe apoyarse en ellos. La obra de Dios es que creamos en Aquél a quien Dios ha enviado (Jn 6,29).

Y para no caer también nosotros en estas crisis, hay que mantenerse en el “semper in idem” (siempre en lo mismo). “Debemos – dice el Papa – descubrir de nuevo el gusto de alimentarnos con la Palabra de Dios, transmitida fielmente por la Iglesia”; debemos saber separar el trigo de la cizaña y mantener como eslabones de una cadena, la Fe de nuestros padres, la Fe de nuestros mártires, la Fe de los primeros cristianos.

 

La primera tarea, entonces, que el Papa señala es mantenerse en la fidelidad a la verdadera Fe.

Para esto, el Papa nos exhorta a ir a las fuentes: al Catecismo de la Iglesia Católica, especialmente el Compendio del catecismo, revisado y resumido por él mismo cuando era encargado de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe. Pero también a descubrir la Fe a partir de la liturgia de la Iglesia, pues uno profesa la Fe según lo que cree, según el viejo adagio latino: “lex orandi, lex credendi” (“así como oras, así crees”). El Papa es modelo en sus Misas del modo en que quiere que se celebre el Santo Sacrificio.

Para ser “fiel a la Fe”, el Papa recomienda volver a la lectura asidua y meditada, rumiada de las Sagradas Escrituras y a rememorar la vida de los santos, al decir: “será decisivo volver a recorrer la historia de nuestra fe, que contempla el misterio insondable del entrecruzarse de la santidad y el pecado”.

Contemplando la Fe hecha carne en los santos, será fácil encontrar la respuesta la pregunta del “qué hacer”, pregunta que los mismos apóstoles le hicieron a Nuestro Señor: “¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?” (Jn 6, 28), a lo que respondió:La obra de Dios es ésta: que creáis en el que Él ha enviado” (Jn 6, 29), porque creyendo en Él se podrían hacer incluso obras mayores.

La Iglesia continuará, sigue diciendo el Papa con San Agustín, “su peregrinación ‘en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios’”, pero deberá seguir dando el buen combate de la Fe.

La fidelidad a la Fe implica la fidelidad a la Iglesia de siempre, a las enseñanzas de siempre, y más aún cuando por momentos se intenta cambiar la Fe por “tradiciones de hombres”. Esto es para tener en cuenta cuando se nos hable de “la Iglesia del Concilio” o la Iglesia de “antes del Concilio”. ¡No hay más que una sola Iglesia!

Y ahora discúlpenme que deba hacer una disquisición, mínima pero necesaria. Hace apenas unos días, se realizó en la ciudad de Posadas un encuentro de mujeres denominado “autoconvocadas”. Allí y con el sólo fin de defender una posible profanación de la catedral, un pequeño grupo de católicos de todo el país (casi la mitad de ellos de San Rafael), se hicieron presentes. Sabemos cómo terminó la cosa; no abundo en detalles. Sólo quería comentarles para que no nos engañemos, cómo se puede ir trocando la Fe; cómo se puede ir cambiando la Fe a fuerza de repetir y repetir.

Ante la insistencia de quienes viajarían a Posadas para defender el templo, el mismo párroco de esa catedral, escribió lo siguiente para pedir que no se fuera allí:

Todos los fanatismos, integrismos y fundamentalismos son deplorables; hemos optado por la no confrontación. Es más, mantenemos un muy buen y respetuoso diálogo con la comisión organizadora del evento. En lo personal he compartido con ellas muchos eventos en defensa de la dignidad humana (…). Hemos coincidido en que nuestra ciudad es una ciudad de paz, con tolerancia y respeto por las diferencias y que podemos acordar en lo común, aún con nuestras disidencias. El lema es que se puede discutir, coincidir y disentir en paz (…). No estamos en la edad media, sino en una sociedad plural. Tampoco nos preocupa ser agredidos, que pintarrajeen la catedral o rompan algo. Tal vez no pase nada y si pasa no nos preocupa, no tenemos miedo, actuaremos desde el evangelio y no desde la ideologización de lo cristiano. Jesús tuvo firmeza pero Él fue el agredido y crucificado. Jesús nunca agredió… a nadie.

Nuestras convicciones son firmes y claras, por eso no tenemos la necesidad de
“defender” las piedras de un templo (…). No vamos a confrontar (…). Defendemos la vida (…) de los pobres y marginados, la de los oprimidos (…) la de nuestros hermanos especiales (…) la de los pecadores (¡¡¡que somos todos!!! )[5].

No sigo con la cita porque la confusión es grande; “defender piedras”, “tolerancia”, “no confrontación”.

Al parecer se le cayeron varias páginas del evangelio a este hombre de Dios.

Para no abundar cito sólo algunas:

“Y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos. Haciendo un látigo con cuerdas, echó a todos fuera del Templo, con las ovejas y los bueyes; desparramó el dinero de los cambistas y les volcó las mesas; y dijo a los que vendían palomas: «Quitad esto de aquí. No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado.» Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará” (Jn 2,7).

Y otra más, para no cansar:

“No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34).

Suficiente.

Podríamos aceptar, cómo no, que por cuestiones contingentes, prudenciales, de conveniencia, se diga que por ahora no hay que hacer tal o cual cosa, pero no podemos aceptar que se nos endilguen principios contrarios a lo que la Iglesia siempre ha enseñado: podemos no aplicar por ahora la legítima defensa, podemos tolerar como un mal menor el error, podemos aguantar, pero los principios no se cambian.

Se puede ser tolerantes en la aplicación, pero hay que ser intolerantes en cuanto a los principios, como decía el gran Garrigou-Lagrange, “la Iglesia es intolerante en los principios porque cree; pero es tolerante en la práctica porque ama. Los enemigos de la Iglesia son tolerantes en los principios porque no creen, pero son intolerantes en la práctica porque no aman”.

No se puede aceptar, como decíamos más arriba, que se nos hable de “la Iglesia de antes” y la “Iglesia de ahora”; de la Iglesia preconciliar o de la posconciliar, de la Fe medieval o de la Fe posmoderna, porque Jesucristo, a quien creemos y en quien esperamos, es el mismo “ayer, hoy y siempre” (Heb 13,8). Y lo que fue verdad antes, no puede ser mentira ahora. “No se edificará – como decía el último Papa santo – la ciudad de una manera diferente a como Dios la ha edificado; (…) No, la civilización no está por inventarse, ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido, existe; es la Civilización Cristiana (…). No se trata más que de instaurarla y restaurarla sin cesar sobre los fundamentos naturales y divinos, sobreponiéndola a los ataques siempre nuevos de la utopía moderna, de la Revolución y de la impiedad. Omnia instaurare in Christo[6].

El mismo Papa Benedicto llama en su documento a amar a la Iglesia, a vivir en la Iglesia de siempre, ese amor que llama a crucificarse con su fundador para dar el todo por el Todo.

La segunda tarea, es pues, mostrar la verdadera Fe con las obras.

Ese amor que exige estar despiertos, que exige no dormir, no descansar, sino militar, como decía Santa Teresa: “todos los que militáis bajo esta bandera, ya no durmáis, ya no durmáis, porque no hay paz en la tierra”.

Por esto el Papa nos insta a que “la adhesión al Evangelio sea más consciente y vigorosa, sobre todo en un momento de profundo cambio como el que la humanidad está viviendo”, para lo que nos llama a profesar “públicamente y no a escondidas la verdades de la Fe”.

Porque “existe una unidad profunda entre las obras con las que se cree y los contenidos que profesamos (…) ya que ‘con el corazón se cree y con los labios se profesa’” (cf. Rm 10, 10). Y hay que confesar a Cristo aunque sea incómodo, “aunque vengan degollando”, como decía Martín Fierro.

Porque, sigue diciendo el Papa, profesar con la boca no es sólo decirse católico: “profesar con la boca indica, a su vez, que la fe implica un testimonio y un compromiso público (ya que) la fe (…) exige también la responsabilidad social de lo que se cree” y esto sin temor, sin titubear, publicándola por los cuatro costados, porque en este mundo en que nos toca vivir, el que no es apóstol termina siendo apóstata. No hay lugar ya para medias tintas; por eso hay que estar dispuestos incluso hasta el martirio, incluso a seguir a aquellos que, a lo largo de la historia, “han confesado a lo largo de los siglos la belleza de seguir al Señor Jesús allí donde se les llamaba a dar testimonio de ser cristianos: en la familia, la profesión y la vida pública”. Porque la Fe sin las obras está muerta (St 2, 14-18).

Hay que dar, como ellos, el “testimonio creíble”, el testimonio; y para esto no debemos tener miedo; no debemos temer ni a las estructuras de poder, ni a los escraches ni a los que hablan con el monopolio del micrófono. Y, como dice el Papa, debemos hasta alegrarnos cuando nos persigan o nos marquen, como nos repite con San Pablo: “alegraos aunque ahora sea preciso padecer un poco en pruebas diversas; así la autenticidad de vuestra fe, más preciosa que el oro, que, aunque es perecedero, se aquilata a fuego, merecerá premio, gloria y honor en la revelación de Jesucristo’” (1 P1, 6-9).

Lo repetimos: la Fe sin las obras está muerta.

Hace pocos días hemos visto esa hermosa película titulada “Cristiada”; nos emocionamos con el testimonio de los mártires; uno de ellos, el beato Anacleto González Flores, pocos meses antes de su muerte, exhortaba a quienes titubeaban si dar o no el buen combate:

Decía Anacleto:

“Hasta ahora nuestro catolicismo ha sido un catolicismo de verdaderos paralíticos (…). Somos herederos de paralíticos, atados a la inercia en todo. Los paralíticos del catolicismo son de dos clases: los que sufren una parálisis total, limitándose a creer en las verdades fundamentales sin jamás pensar en llevarlas a la práctica, y los que se han quedado sumergido en sus devocionarios no haciendo nada para que Cristo vuelva a ser el Señor de todo. Y claro está que cuando una doctrina no tiene más que paralíticos se tiene que estancar, se tiene que batir en retirada delante de las recias batallas de la vida pública y social y a la vuelta de poco tiempo tendrá que quedar reducida a la categoría de momia inerme, muda y derrotada. Nuestras convicciones están encarceladas por la parálisis. Será necesario que vuelva a oírse el grito del Evangelio, comienzo de todas las batallas y preanuncio de todas las victorias. Falta pasión, encendimiento de una pasión inmensa que nos incite a reconquistar las franjas de la vida que han quedado separadas de Cristo”.

Son tiempos de testimonio, son tiempos de dar la vida por la Fe, son tiempos de imitar a los mártires, a los confesores, a los santos. Son tiempos de sacar la cabeza de debajo de la tierra y de mirar al pasado pero no nostálgicamente, sino para imitarlo, para emularlo y para servirlo.

Son tiempos de decisiones, de que dejemos de esconder la luz que hay en nosotros para que “brille en las tinieblas” como un faro que brilla en ultramar.

Hay vidas, hay muertes que atestiguan que esto se puede; esa ha sido la vida de uno de los hombres más grandes que tuvo nuestra Patria en el siglo XX; ese ha sido el testimonio de Jordán Bruno Genta, quien selló con su sangre la Fe que profesaba y, casi proféticamente, poco antes de morir, dijo en una memorable conferencia:

“Esta es la hora de la intransigencia, esta es la hora de hablar, el lenguaje que Cristo nos recomienda en el sermón de la montaña, sí sí, no no; esta es la hora de obstinación invencible, de la constancia persistente, de fidelidad continuada. Es cierto, nosotros no tenemos la fuerza del número, no tenemos la fuerza del dinero, no tenemos la fuerza de las armas, no tenemos la fuerza de las logias y de los poderes ocultos, pero nosotros tenemos la fuerza de Cristo, y en la manera que esa fuerza irradie en nosotros y Cristo viva en nosotros, más que nosotros mismos, en esa misma medida seremos invencibles, aún en la derrota, porque después de todo, éste es un lugar de paso, de prueba y de testimonio, y lo importante es que seamos capaces de ser hasta la muerte, y sobre todo en la hora de la muerte, testigos de la Verdad, de esa Verdad que es Nuestro Señor Jesucristo, la Verdad Crucificada por amor, la Verdad que nos ha creado y que nos ha redimido”.

 

Hay que levantarse para dar el buen combate e imitar a aquellos que han alcanzado la meta, hay que alzar el estandarte para que Cristo vuelva a reinar en nuestra Patria, en nuestras familias y en nuestros corazones, para que, al final de nuestras vidas podamos decir con San Pablo (2 Tim 4,6-7): “estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente. He combatido el buen combate, he llegado a la meta, he conservado la fe”.

 

R.P. Dr. Javier Olivera Ravasi, IVE

16 de Octubre de 2012

[1] Conferencia dictada en el marco de los Cursos de Cultura Católica, Parroquia San Maximiliano Kolbe, San Rafael, Mendoza, 16 de octubre de 2012. Después de la misma hablaron Mario Caponnetto y María Lilia Genta sobre la vida de Jordán Bruno Genta, mártir. El audio de la misma puede oírse aquí: http://www.alexandriae.org/index.php/audio/item/porta-fidei

[3] Homilía en la Misa de inicio de Pontificado (24 abril 2005): AAS 97 (2005), 710.

[4] León XIII, Inmortale Dei, n. 9.

[5] Carta del Padre Alberto Barros, párroco de la Catedral de Posadas, a una feligresa de Bellavista, Bs.As.

[6] San Pío X, Notre charge apostolique.

Un comentario sobre “La renuncia de Benedicto XVI y la Fe de la Iglesia

  • el febrero 26, 2014 a las 7:01 pm
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    impecable
    muchas gracias, no sabia de la existencia de este blog
    los voy a empezar a seguir!!!

Comentarios cerrados.

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