Curso de Historia de la Iglesia. La invasión de los bárbaros

Presentamos aquí la 6ta clase de Historia de la Iglesia, sobre la invasión y conversión de los bárbaros.

 

La invasión y conversión de los bárbaros

(siglos V, VI, VII)

El término “bárbaro”

 

Los bárbaros en los siglos I y II. Desde el siglo I antes de Cristo, los bárbaros significaban un problema para el Imperio Romano. Tanto griegos como romanos llamaban bárbaros a todos los pueblos extranjeros -que no hablaban griego ni latín y que tampoco estaban sometidos bajo sus leyes-. Semánticamente el vocablo parece provenir del sánscrito barbarah, que significa tartamudo (todavía hoy, en francés, hablar mal se dice “bavarder”). “Bárbaro” sería entonces, el que habla una lengua ininteligible o extranjera. El término no era sinónimo de “salvaje”, pero de hecho, comenzó a tener este sentido por la ferocidad de estos pueblos que desolaron la civilización occidental.

Hoy, finalmente sirve para calificar a toda persona inculta, grosera, cruel o inhumana.

Las tribus bárbaras, nunca dominadas

 

Uno de los pueblos bárbaros más conocidos desde casi el inicio de la era cristiana, fueron los pueblos germanos, a quienes el emperador Julio César había prohibido su presencia en las Galias en el 57 a.C., llevando el mismo enfrentamiento al país del río Rin. Durante los siglos siguientes los enfrentamientos fueron frecuentes: por un lado, las tribus germanas intentaban invadir el Imperio y por el otro, Roma buscaba dominar el territorio germano. Marco Aurelio fue el último emperador en llevar una campaña a la Germania, pero sin demasiado éxito, ya que Roma jamás pudo ocuparla, como tampoco a Europa central, Escocia e Irlanda.

La incorporación pacífica y gradual por medio del ejército

 

Durante los siglos III y IV, debido a las grandes conquistas y la rápida propagación territorial del ejército las fronteras imperiales se ampliaron, con la consiguiente dificultad de que las tropas ya no podían ser exclusivamente romanas; esto obligó al reclutamiento general de los vencidos, ya sea como ciudadanos, ya como mercenarios, pero siempre como soldados rasos; fue de este modo que las tribus bárbaras comenzaron a controlar los límites territoriales bajo las órdenes de jefes latinos.

La incorporación no era peligrosa; eran los mismos bárbaros quienes, gustosamente, se ponían al servicio de los ejércitos imperiales a cambio de algunos beneficios. Así, pacífica y gradualmente, fueron engrosando las tropas romanas como tribus “confederadas”.

Al principio los romanos habían conservado los mandos superiores; pero luego, con el paso del tiempo, incluso estos cargos principales dentro del ejército pasaron a manos de los bárbaros, que se convirtieron en excelentes generales de legiones. Tribus enteras, bajo las órdenes de sus propios jefes, con su propia lengua y costumbres, sustituían a las legiones romanas en las fronteras del Imperio. Desde finales del siglo IV ya serán bárbaros romanizados los protagonistas de la alta política: Estilicen, Aecio, Alarico, Teodorico…

Hilaire Belloc llama a esta nueva modalidad, la “revolución interna” donde, con sangre y razas nuevas, el Imperio fue transformándose en sus cabezas, al punto que ya en los siglos V y VI, estos nuevos integrantes serían poco a poco cabezas de futuras naciones independientes (España, Francia, Gran Bretaña, etc.).

Al contacto con el mundo no-romano, el movimiento que se dio fue mutuo: el mundo romano se fue barbarizando progresivamente en ciertos aspectos, y los bárbaros se fueron romanizando y civilizando.

Invasiones guerreras a partir del siglo V, VI y VII

A partir de este momento más que “invasiones”, Belloc prefiere decir migraciones de pueblos enteros. Si bien hubo invasiones formales, más bien se trató de simples migraciones en masa, ocasionando a veces un aluvión de aquellas hordas, principalmente asiáticas. Vinieron, en efecto, y se presentaron no como soldados de un ejército regular, sino en grandes y anárquicos conglomerados, con mujeres y niños, con carretas llenas de bártulos domésticos, con caballos y rebaños, patos y gallinas…

En aquel tiempo –dicen las crónicas rusas hablando de las invasiones mongólicas- llegaron, para castigo de nuestros pecados, naciones desconocidas. Nadie sabía su origen, ni su procedencia, ni la religión que profesaban”.

¿Quiénes eran y por qué invadían?

 

En este acontecimiento fueron tres mundos los que se enfrentaron: el romano, instalado en torno a la cuenca del mediterráneo; el bárbaro europeo asentado en Europa central (continental, septentrional y oceánica); y el bárbaro asiático (en tierras mongólicas).

Bárbaros europeos

 

La diferencia entre los bárbaros de la Europa central y los provenientes del Asia era que aquéllos se mostraron asimilables. Si bien los primeros fueron al comienzo rapaces y destructores, acabaron por integrarse al mundo romano de los vencidos, en cuyos territorios se establecieron, y cuando llegaron a gobernar a los antiguos romanos, respetaron su idioma, su cultura, sus tradiciones y sus leyes, llegando incluso a entenderse con la Iglesia.

Todos estos pueblos no eran simplemente salvajes. Los escritores contemporáneos les reconocen virtudes: fidelidad, disciplina, castidad y cierta honradez.

Las principales tribus de los bárbaros europeos eran de raza germana: hombres recios y corpulentos, organizados en comunidades muy disciplinadas y sometidas fielmente a un caudillo popular.

Su distribución en grandes mosaicos o regiones bárbaras era, aproximadamente, a fines del siglo V, la siguiente:

  • los francos: que rodeaban a los sajones y a los lombardos, instalándose al norte de las Galias (la Francia actual), tenían por jefe a Clodoveo y eran de las pocas tribus paganas.
  • los burgundios: estaban un poco más al sur y se instalaron desde el sudeste de las Galias hasta los Alpes Suizos, su jefe era Segismundo; de religión arriana, lo mismo que sus vecinos los alamanes, que estaban sobre el Danubio.
  • los anglos, jutos y sajones: salidos de Europa central llegaron hasta Dinamarca y pasaron por mar a la actual Gran Bretaña donde se asentaron definitivamente. Su rey pagano era Etelberto.
  • los vándalos: eran los bárbaros más feroces y fanáticos de Europa central, estaban asentados a lo largo del Danubio y formaban uno de los conglomerados más poderosos, ocupando lo que hoy es Austria. Sus incursiones en Europa central los hicieron pasar por Francia y España, hasta asentarse en el sur de España (Vandalucía, la que será “Andalucía”) y todo el norte del África incluyendo las islas mediterráneas de Cerdeña y Córcega, instaurando un verdadero régimen del terror al mando del arriano Genserico.
  • los godos: se asentaron un poco más allá de Austria, sobre el Mar Negro, eran todos arrianos y estaban divididos en dos grupos: los ostrogodos o “godos brillantes”, que eran dueños de Dacia e invadieron Italia, Sicilia, Dalmacia y parte de la Panonia (territorios de la Antigua Roma) con el caudillo Ataúlfo y luego Teodorico; y los visigodos o “godos prudentes” que invadieron parte de las Galias, toda España y parte de Italia al mando de Alarico y luego, Leovigildo.

También invadieron el norte de Italia las tribus germanas de los lombardos; y los suevos que se asentaron en el noroeste de España.

 

¿Qué religión tenían?

Fuera de los francos y los anglosajones, que siguieron siendo paganos, puede decirse que todos los pueblos bárbaros que entraron en el Imperio en el siglo V profesaban el arrianismo. Su conversión a esta herejía se debió sobre todo a la predicación de un extraño personaje llamado Wulfila, grecizado como Ulfilas, quien les dio una liturgia y un sistema moral adaptado a la mentalidad de los germanos, que exaltaba la fuerza, la energía y el heroísmo, difundiéndose entre vándalos y burgundios antes de cruzar las fronteras. Lo poco que se sabe de él es que sus abuelos eran de Capadocia, fue sacerdote y acabó por adherirse a los arrianos. Fue entonces cuando Eusebio de Nicomedia lo consagró a ser obispo de los godos, quizás en el transcurso del Sínodo de Antioquia, en el 341. Destinado a Nicópolis, en la actual Bulgaria, se entregó por entero a la conversión de los bárbaros, y naturalmente los convirtió al arrianismo.

La herejía fue mantenida por los jefes godos, vándalos y burgundios con el peso de sus ejércitos, sin embargo la gran masa de la población, y las fuerzas espirituales y culturales eran católicas.

 

Bárbaros asiáticos: los hunos

Otro grupo estaba más al este, eran los terribles hunos, que estaban a la retaguardia de todas estas tribus, en las estepas de la Mongolia, y llegaron hasta Italia y Francia al mando de su jefe Atila (395-453), el azote de Dios. Desde hacía varios siglos constituían el flagelo de China.

Los hunos era un pueblo asiático, de raza mongola[1], que, al verse contenidos por la famosa gran muralla construida por la dinastía Han de los emperadores y arrojados de allí por el ejército chino, se volvieron hacia el oeste, empujando a diversos grupos que encontraban a su paso (otros bárbaros de Europa central). Es decir, que la entrada de los bárbaros en el Imperio, a comienzos del siglo V, no fue sino el contragolpe del ataque mongol que, al ser rechazados militarmente por los chinos, provocó oleadas obligatorias hacia Europa occidental[2].

Su poderío llegó a extenderse por toda Europa central hasta las fronteras de Asia.

Hubo otras razones para dicha migración de pueblos enteros: el atractivo de aquellas tierras europeas que ocupaba el Imperio, zonas fértiles, soleadas y cultivadas, a diferencia de las que ellos poseían en Asia, infecundas, áridas, frías y brumosas.

Amén de la situación climática, debemos tener en cuenta el carácter nómada de aquellas tribus sin patria permanente, carentes de lazos históricos y espirituales que las atasen a ningún territorio determinado.

Estos pueblos asiáticos, llevaron a cabo una tarea de aniquilación y devastación completa de las poblaciones conquistadas, ya sea reduciéndolas a la esclavitud, expulsándolas o matando a todos, de modo que la fusión o asimilación de estas razas se hizo imposible.

Caída del Imperio occidental e invasión de Roma

A fines del siglo IV, precisamente cuando durante el reinado de Teodosio el Imperio acababa de proclamarse oficialmente católico (Edicto del año 381), renovándose con las nuevas fuerzas que le aportaban la verdadera Fe y la unión política, sucedió este nuevo y terrible acontecimiento que erosionó desde sus cimientos la vieja estructura imperial: las grandes migraciones de los bárbaros[3]. A diferencia de lo que acontecía en la cristiana Bizancio, que permaneció inmune a dichas invasiones, el Imperio de Occidente se vio sofocado por los bárbaros.

El siglo V se caracterizó por un poder romano debilitado y presa de tejemanejes políticos. Detrás de los emperadores, las intrigas manejaban los inciertos destinos del Imperio. El defensor de hoy era el agresor de mañana. El rebelde se transformaba en protector. El absolutismo estatal manifestaba su propia debilidad. Y el poder de los condes y prefectos provinciales aumentaba.

Ante la inseguridad que se vivía en la península italiana y ante las amenazas de las invasiones bárbaras, el emperador Honorio, hijo de Teodosio, decidió trasladar la sede del gobierno a la ciudad de Ravena, resguardada por pantanos infestados de mosquitos; tales “defensores” indicaban hasta qué punto las fuerzas de la antigua Roma se habían extenuado, al punto de hacer ineludible la caída.

Durante el reinado de Honorio[4] en Occidente, los generales –magistri militum– manejaban las riendas del Imperio.

Los pueblos bárbaros penetran en el Imperio

 

La última noche del año 406 esas fronteras fueron quebradas y los burgundios, vándalos y suevos invadieron el territorio de las Galias. Mientras los primeros saquearon la Galias, los vándalos y suevos siguieron camino a España.

Desde entonces no cesaron los golpes contra el Imperio. Los francos ocuparon la Galia del norte, los sajones, anglos y jutos invadieron Britania, los vándalos ocuparon África del norte.

Como decíamos, había bárbaros y bárbaros; salvo vándalos y hunos, el resto mostraba admiración y respeto hacia lo romano. Así, se cuenta que cuando Alarico, rey de los visigodos, conquistó Atenas sólo impuso el poder pasearse un día por la ciudad, conocer el Partenón, hacerse leer el diálogo platónico Timeo, y asistir a la representación de Los persas de Esquilo.

Caída de Roma

El primer asedio a Roma

Los visigodos (arrianos venidos de Europa central) estaban ya establecidos cerca de las fronteras en el siglo III[5]. En 395 Alarico[6] es elegido rey y sitió Roma, mientras Honorio se ocultaba en Ravena. Poco valió que ofrecieran al bárbaro el título de magister utriusque militia -Alarico reclamaba retribuciones por sus ayudas en la guerra-, porque sus demandas no fueron escuchadas y la negociación fracasó.

Tras un largo sitio, entró finalmente victorioso en la capital del Imperio, al son de trompetas y cantos de guerra, la noche del 24 de octubre del año 410, en medio de una horrible tempestad. El jefe bárbaro no incendió la ciudad, pero la entregó al saqueo[7] y dejó cometer todo tipo de atrocidades durante cuatro días seguidos. Milagrosamente, Alarico siendo arriano, prohibió tocar los lugares sagrados, sobre todo las basílicas de San Pedro y San Pablo. Sin embargo al victoria fue vana y pronto debió abandonar la ciudad, acosada por el hambre. Cuando se disponía a embarcarse hacia el sur de Italia en busca de un paso hacia el África, lo sorprendió la muerte.[8]

El saqueo de Roma fue uno de los eventos más clamorosos de la antigüedad. La Urbs era considerada imperecedera; poetas, oradores, y ciudadanos de todo el Imperio tenían esta convicción. Sin embargo el hecho simbólico de la caída de la “Ciudad eterna” se había cumplido… Y tanto paganos como cristianos creyeron que había llegado el fin del mundo. En realidad no era el fin del mundo sino el fin de un mundo. Pero por aquel entonces era difícil considerarlo así.

San Jerónimo escribía consternado, desde Palestina:

La mente tiembla cuando se piensa en la ruina de nuestros días. Por más de veinte años la sangre humana ha corrido incesantemente sobre una vasta extensión… los godos, los hunos y los vándalos sembraron la desolación y la muerte […] ¡Cuántos nobles romanos han constituido su presa! ¡Cuántas doncellas y cuántas matronas han caído víctimas de sus lúbricos instintos! Los obispos viven en prisión. Los sacerdotes y clérigos son pasados a cuchillo. Las iglesias son profanadas y desvalijadas. Los altares de Cristo son convertidos en establos. Los restos de los mártires son arrojados de sus tumbas. Por doquier pena, lamentación por doquier; en todas partes la imagen de la muerte. (…) Mi voz se ahoga y los sollozos me interrumpen (…) Ha sido conquistada la ciudad que conquistó el universo. La luz más clara se ha extinguido, la cabeza del mundo ha sido abatida… al caer esa ciudad el Imperio se ha derrumbado”.

Casi dos siglos más tarde, San Gregorio Magno, decía algo similar:

En todas partes vemos sólo pena y lamentos, las ciudades y las villas están destruidas, los campos devastados y la tierra vuelve a la soledad. No quedan campesinos para cultivar los campos, pocos habitantes permanecen en las ciudades, y aun esos escasos restos de humanidad siguen expuestos a sufrimientos incesantes (…) Algunos son llevados al cautiverio, otros mutilados, y otros, más numerosos, degollados ante nuestros ojos.”

Y San Agustín, en uno de sus sermones:

Cosas horrendas nos han contado: ruinas, incendios, saqueos, torturas, deshonras. Mil veces nos las han contado y otras tantas las hemos lamentado y llorado, y todavía no nos hemos podido consolar.”

 

La Iglesia: ¿responsable de la caída de Roma?

Sobre la caída de Roma, mucho se ha dicho incluso en aquellos tiempos como en estos. Los paganos no perdieron la oportunidad de acusar a la Iglesia de Cristo: “Desde que el cristianismo ha triunfado, todas las desgracias han caído sobre nosotros”.

Los mismos cristianos no sabían qué responder. Fue entonces que San Agustín hubo de escribir la Ciudad de Dios, su gran obra, mostrando que la caída de Roma debía ser considerada a la luz de la Providencia de Dios, que dirige todos los acontecimientos históricos.

La “historia oficial” llama a este momento la “caída de Occidente”, la “derrota de Roma”, etc., acusando a la Iglesia de haber debilitado la romanidad. Es conocida la tesis del historiador Edward Gibbon que, en su “Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano” afirma que fue a causa de la conversión al catolicismo del Imperio, que éste se debilitó y cayó, pues si hubiese seguido siendo pagano lo habría enfrentado…

El mismo hecho histórico es interpretado de distinta manera por otros historiadores.

Belloc, en Europa y la Fe, demuestra que el Imperio Romano no pereció nunca sino que se transformó: la Iglesia Católica, aceptada por el organismo imperial en su madurez, fue la causa de su supervivencia dando así, origen a lo que hoy conocemos por Europa y siendo el alma de nuestra civilización. Es más: fue gracias a la conversión al catolicismo que el Imperio perduró en la sangre bárbara conversa.

Nos parece atinada la opinión de Daniel-Rops, al comentar cómo Roma cayó por su propio peso:

“Es inútil insistir sobre las costumbres sexuales, pues el divorcio, la prostitución, femenina o masculina, y las prácticas contra la natalidad llegaron al colmo del escándalo. A pesar de los intentos imperiales para disminuir su horror y su número, los sangrientos juegos del anfiteatro seguían ofreciendo a la muchedumbre su degradante eretismo, y San Agustín habló con tristeza de aquellos desdichados que se hartaban de bufonadas y de espectáculos innobles, mientras el enemigo estaba a sus puertas y degollaba a sus hermanos. Y, por descontado, en el orden propiamente espiritual, la situación era también aflictiva (…) En el pueblo, y por los elementos que todavía se le adherían, una mezcla de supersticiones, de astrología y de prácticas mágicas. Desde este punto de vista, la atmósfera del tiempo estaba tan cargada de miasmas que el mismo Cristianismo debía estar en guardia para no dejarse contaminar”[9].

Es imposible no pensar en la caída de nuestra civilización y la invasión de los musulmanes.

 

Atila, Santa Genoveva y San León magno

 

En el año 451 hordas amarillas invadieron las Galias dirigiéndose hasta Lutecia (actual París) donde Santa Genoveva[10] protegió milagrosamente la ciudad al hacerla “invisible” del ataque asiático. Esta mujer fue pastorcita y luego monja; cuando la mayoría de los jefes de su ciudad decidieron huir y abandonar el lugar para entregarlo a las hordas amarillas, Genoveva se opuso terminantemente y les dijo:

Que los hombres huyan si ya no son capaces de pelear. Nosotras las mujeres, rezaremos tanto y tanto a Dios que él oirá nuestras súplicas”.

Atila, milagrosamente, no atacó la ciudad, o mejor dicho no la encontró cuando pasó muy cerca. A partir de este hecho extraordinario la santa pasó a ser oficialmente la patrona y protectora de la ciudad.

El segundo ataque bárbaro a Roma lo intentó Atila en el 452. Parcialmente recuperado de la derrota, Atila dirigió al año siguiente su atención hacia Italia. Arrasó Aquileya, Milán, Padua y otras ciudades. El terror cundía por todas partes al punto que el propio emperador Valentiniano III resolvió trasladarse con toda su corte a Ravena y pedirle como última salida que el propio Papa San León Magno lo enfrente milagrosamente…

El rey de los hunos ya se disponía ya a cruzar el Mincio, afluente del Po, cuando cerca de Mantua, advirtió que un extraño cortejo le salía al encuentro, entonando himnos y salmos. Eran varios sacerdotes revestidos con ornamentos, otro grupo de monjes y dos patricios a caballo, llevando cruces y estandartes. En medio de ellos cabalgaba un anciano de barba blanca. Atila, que estaba cruzando el río, se detuvo en un islote de arena y le preguntó:

– “¿Cómo te llamas?”.

El anciano le respondió

– “León, Papa”.

El bárbaro vaciló un instante, pero luego acabó por atravesar el río, saliendo al encuentro del santo Padre. Tras una misteriosa conversación entre el Papa y Atila, éste último optó por retirarse, limitándose a exigir un tributo. Este hecho inexplicable fue narrado luego y se llegó a afirmar que Atila había visto detrás del Papa un personaje vestido de blanco, que creyó un ángel, junto con San Pedro y San Pablo, quienes lo amenazaban con una espada.

Pero en el año 455 los vándalos al mando del arriano Genserico atacaron la Ciudad Eterna y esta vez no se salvó. La saquearon durante catorce días y se llevaron sus tesoros.

La conversión de los reinos bárbaros en Occidente

Para el año 476 el Imperio Romano en Occidente había sucumbido. En Oriente, durante mil años quedaría en pié el Imperio de Bizancio, pero Europa Occidental es ahora un mosaico de estados germánicos y bárbaros, al principio un tanto dependientes de Constantinopla[11].

La conciencia del ideal de la unidad política se mantenía con una fuerza especial en la Iglesia, y ahora, era la única capaz de llevar a cabo esa tarea. Para esto debía enfrentar, en primer lugar un impedimento: la unidad religiosa. Los nuevos dueños de la política no eran católicos, sino arrianos o paganos.

La gran apuesta, y la única solución, para defender la civilización cristiana era la conversión de los bárbaros.

¿Sería posible que aquel Occidente volviese a profesar libremente la Fe? ¿Cabía esperar que los bárbaros entrasen en el seno de la Iglesia?

De la antigua dominación romana no quedaba casi nada.

Ante la embestida de los bárbaros, ante la decadencia moral e institucional de la vieja Roma, “sólo la Iglesia conserva y sostiene todo” (Lactancio). La Mater Ecclesia había ya sembrado en las profundidades de la sociedad los elementos que habrían de promover la resurrección de la civilización después del derrumbe producido en el siglo V. El Cristianismo prestaría a los mejores hombres del momento la posibilidad de encontrar un sentido en el drama; el no hallarse abandonados en un abismo sin salida.

No todos, claro, veían la gravedad de la situación, pero sí los más perspicaces: San Jerónimo, San Agustín y otros, sabían que el fin estaba cerca, y trabajaban para dotar al futuro de los instrumentos necesarios para la reconstrucción. Es propio del cristiano no dejar de ver en los acontecimientos, aun terribles, la mano de Dios que los dirige; y no flaquear en la esperanza.

En estos tiempos asumen también un papel significativo los monasterios, como bases espirituales, apoyo y semillero de obispos.

El castigo había llegado, como planteaba San Agustín, por la mundanidad en que se vivía[12], y la evangelización no había podido frenar la disgregación de la sociedad romana, cuyas clases altas vivían en la ociosidad y refinamiento, y el pueblo sencillo desperdiciaba sus horas en circos y juegos. Los romanos, paganos o cristianos, no fueron vencidos por la fuerza, sino por su inferioridad moral.

San Jerónimo reflexionaba sobre este asunto:

“¡Son nuestros pecados los que dan fuerza a los bárbaros; son nuestros vicios los que han hecho derrotar a nuestros ejércitos!”.

Comprendieron algunos, entonces, que  no se podría rehacer una sociedad arruinada, si primero no se rehacía al hombre.

Pero para convertir a los bárbaros no podía hacérselo de uno a uno, sino en sus cabezas. A esto apostó la Iglesia.

 

  1. a) La conversión de los francos

Los francos se habían instalado en Bélgica a partir del 406 al mando del rey, Meroveo, quien participó en la coalición contra los hunos, y había sido educado en Ravena.

La palabra “franco” significa atrevido, insolente, indomable. Esta tribu ocupaba sólo una parte de la Francia actual, con bolsones en el norte y en el sur. El jefe de los francos, a fines del siglo V, era el nieto de Meroveo, el rey Clodoveo. Era éste un hombre cruel y vengativo, un germano de raza, de lengua y de costumbres, de temperamento guerrero y educado desde niño por sacerdotes paganos, lo cual era una excepción pues la mayoría de los otros caudillos eran arrianos.

Pero Clodoveo al no ser hereje, era más pasible de ser convertido con mayor facilidad. Mucho más difícil es convertir a un hereje que a un pagano; y por eso la Iglesia decidió volcarse hacia los francos, y no a la “masa” sino a su jefe[13].

San Remigio, obispo de Reims, que tenía fama de taumaturgo, y pertenecía a una de las familias aristocráticas de las Galias, le dirigió entonces una hermosa y larga carta no solamente para felicitarlo por sus victorias, sino para darle a entender que la gloria de su reinado dependería de su acercamiento a la Iglesia, es decir, lo invitó a tomar en consideración a los obispos y ponerse de acuerdo con ellos “para el bien del país”.

Hábilmente, ambos obispos lograron la unión matrimonial de Clodoveo con Clotilde, princesa burgundia y católica ferviente, convencida de la necesidad de convertir a su marido[14]. Tan pronto como estuvo casada con el rey franco -en 493- comenzó a trabajar por la conversión de su esposo[15]. Pasados los 6 años, Clodoveo seguía aferrado al paganismo, pero había dejado bautizar a sus hijos.

Sin embargo, su conversión no llegaba. Faltaba un hecho milagroso.

 

La batalla de Tolbiac

Sucedió algo similar con Constantino en la batalla de Puente Milvio.

Sigamos el relato del obispo San Gregorio de Tours:

Insistentemente trataba de persuadirle la reina a adherirse al Dios verdadero y a desechar a los ídolos; pero no había manera… Hasta que un día estalló una guerra con los alamanes (pueblos del Danubio); entonces la necesidad le hizo conocer lo que hasta ese momento se negaba a conocer su obstinación. Sucedió que, al entrar en colisión ambos ejércitos, se produjo una verdadera carnicería; el ejército de Clovis estaba a punto de declararse en franca derrota. Ante esto, alzó el rey los ojos al cielo y dijo desde lo más íntimo de su corazón y con lágrimas en los ojos: ‘Oh Cristo Jesús, a quien Clotilde llama siempre el Hijo de Dios vivo, tú que socorres a los afligidos, da victoria a los que en ti esperan; con toda humildad y fervor te ruego que demuestres la majestad de tu fuerza. Si me concedes la victoria sobre estos enemigos y experimento yo de este modo ese poderío que todo pueblo dice experimentar cuando se consagra a tu nombre, entonces creeré en ti y recibiré el bautismo en tu nombre. He invocado ya a mis dioses; pero están lejos de ayudarme… a ti te invoco ahora, en ti confío de buen grado, a fin de que me vea libre de mis enemigos’.

Y cuando aún no había terminado de hablar los alamanes se volvieron y se dieron a la fuga. Entonces Clodoveo dio por terminada la batalla, arengó al pueblo, volvió en paz a su palacio y contó a la reina cómo había obtenido la victoria invocando el nombre de Cristo. Después de lo cual la reina llamó secretamente a Remigio, obispo de Reims, y le suplicó que le fuese instruyendo al rey en el Evangelio del Salvador”[16].

 

El Bautismo de Clodoveo y el destino de Francia

En la Navidad de 496 se procedió al bautismo[17] y coronación en la gran Catedral de Reims[18]. Junto con él se bautizaron 3000 francos más. San Remigio se convirtió en consejero del rey en materia de religión y se encargó de organizar el clero católico entre los francos.

A partir de su conversión los francos continuaron venciendo y sometiendo a otras tribus bárbaras, como a los burgundios, a los visigodos y, por último, a los alamanes; a todos ellos los convertirían al catolicismo. En poco tiempo fueron dueños de toda la franja que va desde Bélgica y Suiza hasta los Pirineos, dado forma territorial a la futura Francia.

Clodoveo también vio cuál era su misión: la reunión de las Galias bajo su autoridad y levantar el yugo arriano de los pueblos católicos. Quedaba abierto el camino para la reunión de los tres elementos: germano, romano y católico; y con ello a la futura Cristiandad.

Así, la nación franca recibiría más tarde el nombre de “la primogénita de la Iglesia”.

Veamos cómo fue el día de su bautismo y coronación.

A media noche entrando los reyes y su séquito en la Iglesia, convocados por San Remigio:

“…súbitamente una luz más brillante que el sol inundó a Iglesia. El rostro del obispo se puso radiante, al mismo tiempo que resonó una voz: LA PAZ SEA CON VOSOTROS, SOY YO. NO TEMÁIS. PERSEVERAD EN MI PREFERENCIA”.

 

Finalizada la voz, un perfume celeste embalsamó la atmósfera. Los reyes y toda la asistencia espantados se arrojaron a los pies de San Remigio, quien los tranquilizó y les declaró que “es propio de Dios sorprender al comienzo de sus visitas y regocijar al final de las mismas…[19]”.

Después, súbitamente inspirado, el santo dirigió una alocución profética al rey, que también transcribe Hincmar, arzobispo de París e historiador del siglo IX:

“Aprended hijo mío, que el reino de Francia está predestinado por Dios, a la defensa de la Iglesia Romana, que es la única verdadera Iglesia de Cristo. Este reino será un día grande entre todos los reinos y abrazará todos los límites del imperio romano. Someterá  todos los pueblos a su cetro. Durará hasta el fin de los tiempos. Será victorioso y próspero en tanto sea fiel a la Iglesia romana, pero será rudamente castigado  toda vez que sea infiel a su vocación”.

 

Entretanto, San Remigio y los reyes habían llegado al baptisterio, pero el clero que  llevaba el Santo Crisma había quedado separado por la multitud que se interpuso entre ellos, de modo que el obispo no tenía el instrumento de la unción.

Sigamos a Hincmar:

 

“Súbitamente apareció revoloteando al alcance de su mano y a los ojos arrebatados y sorprendidos de la inmensa turba, una blanca paloma que tenía en su pico una ampolla de óleo santo, cuyo perfume, de inexpresable suavidad, embalsamó a toda la asistencia. Cuando el prelado recibió la ampolla, desapareció la paloma.”

 

Desde antiguo se consideró que el Espíritu Santo había aparecido en ese momento, bajo la forma de paloma, entregando el bálsamo divino como una gracia única, que distingue la ceremonia de la consagración y coronación de los reyes de Francia de la de cualquier otro rey de la tierra (es importante retener que la consagración real hace del ungido un personaje eclesiástico, es decir, casi como un prelado con una función santificadora).

En ella se unge al rey con un “oleo celestial” empleado para Clodoveo y todos sus sucesores. Dicho óleo está guardado en la Sainte Ampoule (Santa Ampolla) y con él se aseguraba la legitimidad del rey y de las virtudes indispensables para su buen gobierno.

La infidelidad de Francia desde los borbones a la Revolución Francesa, ha tenido sus castigos evidentes hasta el día de hoy.

Este óleo se usó ininterrumpidamente hasta la coronación de Luis XVI; guillotinado el rey, los revolucionarios conscientes del valor simbólico y real de la Santa Ampolla, decidieron destruirla para indicar que el poder no viene de Dios, sino del pueblo. Con este fin, en 1793, enviaron a Reims una comisión presidida  por un ateo alsaciano de origen protestante, llamado Ruhl, que sacó la reliquia y con un martillo la hizo pedazos a la vista de todo el público, enviando los fragmentos a París.

Pero la Divina Providencia permitió que el contenido se salvase, pues un sacerdote pudo extraer previamente el óleo santo y guardarlo hasta tiempos mejores. Después de la restauración se usó por única vez en la coronación de Carlos X, en 1824.

 

 

  1. c) La conversión de los visigodos

En España fue diferente pues toda esta zona se había romanizado totalmente y casi era un hecho la unidad religiosa bajo el signo del cristianismo. Pero irrumpió luego el invasor arriano y visigodo, y se fue adueñando poco a poco de la Península.

  1. c) La conversión de los anglo-sajones

En las Islas Británicas la conversión fue distinta. Debemos tener en cuenta que el Imperio Romano había llegado hasta conquistar Inglaterra, sin poder tocar Irlanda. Ya en el siglo III los cristianos eran numerosos en las primeras diócesis como Londres, York y Lincoln; incluso en la persecución de Diocleciano, hubo mártires como San Albano y varios más.

En el bautismo de Inglaterra tuvo mucha influencia el Papa San Gregorio Magno[20]. En cierta ocasión cuando Gregorio era todavía monje en el monte Celio, recorriendo los mercados de Roma, encontró a unos traficantes que vendían esclavos de todo tipo, entre ellos sobresalían tres esbeltos jóvenes, rubios y de ojos azules, que llamaron la atención del monje. Luego de dialogar con ellos y de preguntarles su origen, Gregorio adquirió los tres anglos y los introdujo entre los monjes para enviarlos luego a evangelizar a sus hermanos de raza. A penas fue elegido Papa, se consagró a la realización de dicho plan[21].

En el año 596, el monje San Agustín, prior del convento del Celio, recibió la orden de partir, juntamente con cuarenta de los suyos, para la misteriosa Inglaterra. Cuando llegaron a la isla, alguien les había preparado el terreno. Era la reina cristiana Berta (joven parisiense, hija del franco Cariberto y, por lo tanto, biznieta de Clodoveo) que se había desposado con el rey de Kent, Etelberto. Enseguida San Agustín y los suyos se dirigieron a su encuentro. El rey estaba sentado bajo un árbol, rodeado de sus caballeros, cuando vio que venían lentamente hacia él los monjes romanos, mientras cantaban himnos sagrados en gregoriano y eran precedidos por una cruz procesional… Como dice Bossuet, a propósito de esta escena: “La historia de la Iglesia no tiene nada más hermoso”. Etelberto escuchó atentamente la exposición sumaria de la obra redentora de Cristo, luego de lo cual Agustín le pidió autorización para evangelizar toda la Gran Bretaña.

Para la fiesta de Pentecostés de 597 el mismo rey Etelberto y gran parte de sus oficiales se hicieron bautizar. Además, el rey de Kent tenía gran influencia en los reinos vecinos de Essex y Anglia oriental, por eso, para la Navidad de ese mismo año y gracias a ejemplo del rey, más de 10.000 ingleses pidieron el bautismo a San Agustín. Poco después el monje se dirigió a la Galia para recibir, con el asentimiento del Papa, la consagración episcopal, tras la cual regresó a la isla, donde Etelberto le cedió su propio palacio de Cantorbery, que sería la sede episcopal más antigua de Inglaterra. Pronto el Papa erigirá otras dos metrópolis arzobispales: Londres y York con doce obispados cada una.

El método de evangelización usado por San Agustín se lo señaló el Papa Gregorio Magno:

No destruir los templos paganos sino bautizarlos con agua bendita, levantar en ellos altares y colocar reliquias. Allí donde haya costumbre de ofrecer sacrificios a los ídolos, se permita celebrar en la misma fecha, festividades cristianas bajo forma distinta… si les permiten las alegrías exteriores será mucho más fácil que lleguen a lograr las alegrías interiores. En estos feroces corazones no se puede eliminar de una vez todo el pasado. Una montaña no se sube a saltos, sino a paso lento”.

Desde Inglaterra había de partir pronto la evangelización de Germania. En 690 el monje nortumbrio Willibrord, llegó a Frisia (norte de Holanda) como misionero.

También de esta isla partirían en poco tiempo, grandes misioneros para Europa, como por ejemplo, el monje San Bonifacio que convertiría los Países Bajos como Bélgica y Alemania.

  1. d) La conversión de los celtas de Irlanda

 

La isla de Irlanda[22] había permanecido al margen de la dominación imperial, de modo que la evangelización fue diferente a la de las otras tribus ya que los misioneros no contaban allí con la tutela de Roma. Por lo cual, los evangelizadores se vieron completamente solos frente a los celtas paganos, entre ellos los escotos. Además toda la Gran Bretaña estaba plagada de druidas, que constituían la clase sacerdotal; los filid y los vates o adivinos de la época; y los bardos o poetas.

San Patricio, nació en el año de 387 en lo que después vino a llamarse Kilpatrick, próximo a Dumbarton, pueblecito de Escocia que hoy cuesta encontrar en los mapas, y fallecido en Saul, Irlanda, el 17 de Marzo de 493.

Secuestrado a los 16 años por un grupo de piratas de escotos irlandeses, que durante el siglo IV asolaban las costas de Bretaña, fue llevado al norte de Irlanda donde lo vendieron a unos druidas irlandeses que lo obligaron a custodiar una piara de cerdos; allí aprendió muy bien la lengua céltica que lo ayudaría posteriormente en la predicación… Se dice que fue éste el primer rasgo milagroso, pues los mismos irlandeses fueron a buscar al que sería su apóstol y le dieron el oficio de pastor[23]. Cuando pudo escapar, luego de seis años, se dirigió en el primer barco que salía hacia Francia; por entonces ya tenía 20 años.

 Allí pasó tres años en la isla de Lérins[24], frente a Canes, donde se hizo monje benedictino y recibió la formación teológica. Luego se radicó en Auxerre durante más de 15 años.

Hacia el 432 sentía que aquellos paganos de Irlanda lo llamaban a evangelizarlos, hasta que expuso a su maestro y amigo, San Germán de Auxerre, su deseo. Luego de un viaje a Roma para ofrecerse como misionero al Papa Celestino I, éste le otorgó el permiso. San Germán lo consagrará obispo antes de partir para Irlanda.

Entonces Patricio volvió a Irlanda[25], alrededor del año 433, con 46 años. Comienza entonces la prodigiosa aventura misionera[26], que durará treinta años coronados de una fecundidad asombrosa: se dice de San Patricio que bautizó a Irlanda sin choques y sin violencias, ya que se impuso al druidismo[27] por la fuerza convincente de un poder superior espiritual y milagroso. Los años de cautiverio le habían dado el conocimiento de la sociedad irlandesa. Se dio cuenta que debía ganarse a los jefes de las tribus. Patricio hacía comprensible el Credo a los paganos; respetaba sus tradiciones y costumbres. La mayor resistencia la encontró en los druidas[28], pero en la confrontación, venció Patricio movido por su santidad. Además, no permitió que la herejía[29] se propagase en la isla.

Si bien no logró bautizar al rey irlandés, llamado Loegario, sí lo hizo con sus dos hijas: Hete y Fedel, y mediante ellas a todo su pueblo. También el santo procedió solemnemente a administrar el bautismo a Conall, hermano del rey, el 5 de Abril en Erin.

Se registra en su vida que consagró a no menos de 350 obispos.[30]

Irlanda, una tierra no pisada por las legiones romanas, se abrió así al cristianismo; la cruz se plantó allí y alcanzó una vitalidad tal que Irlanda recibió el nombre de “isla de los santos”. Cuando San Patricio murió en 461, la isla era completamente católica. Dejó monasterios por doquier, donde bullía el idealismo religioso[31].

La fusión entre el cristianismo y la cultura celta se realizó bajo el signo del monaquismo: los monasterios fueron los principales centros de vida eclesiástica, llegando a constituir verdaderas ciudades, cuya población alcanzó a veces la cifra de 3000 monjes, siendo verdaderos focos de cultura cristiana. De los monasterios irlandeses saldrían monjes-misioneros que llevarían el evangelio a los lugares más recónditos: Escocia, las islas Feroe[32], Islandia, donde los vikingos encontrarán instalados a monjes irlandeses.

La culminación de los bárbaros: Carlomagno

 

Entre el bautismo de Clodoveo y la asunción como emperador de Carlos, trascurrieron menos de cuatro siglos. El siglo VII fue crucial para la historia de la Iglesia. Lo que quedaba del antiguo Estado Romano eran escombros o mosaicos de las distintas tribus bárbaras. En ese momento apareció en Europa Occidental un hombre providencial para la reconstrucción y unidad política y económica del futuro Imperio Romano Germánico.

Después de la muerte de Clodoveo, en Francia, habían transcurrido dos siglos de agotamiento, con los reyes “merovingios” que la gente comenzó a calificar de holgazanes porque pasaban su vida en la ociosidad y el desenfreno. Fue entonces cuando, junto a aquellos reyes, aparecieron los llamados Mayordomos del Palacio, especie de Primeros Ministros, que eran en realidad los que gobernaban verdaderamente. Entre estos mayordomos se destacó el bastado Carlos Martel, así denominado por la poderosa maza de armas –martel– que manejaba en el combate. Fue él quien en el 732 detuvo en Poitiers a los invasores musulmanes; además de ganar esta significativa batalla, se convirtió en un eficaz colaborador de los Papas para preparar la unidad de los pueblos occidentales que culminaría con su nieto.

El hijo de Martel, Pipino el Breve, depuso al último rey de la dinastía merovingia, tomando su relevo. San Bonifacio, en nombre del Papa, lo ungió como nuevo monarca, según el ritual de consagración en el 751. Fue Pipino quien salvó al Papa Esteba II del gran ataque bizantino-lombardo que acechaba sobre sus territorios; incluso el rey Astolfo logró apoderarse de la ciudad de Ravena y luego procedió a atacar Roma. Entonces, Esteban decidió dejar su ciudad y, cruzando los Alpes, se dirigió hacia donde estaba el rey. Pipino le salió al encuentro, bajó del caballo, se prosternó ante él, y tomando las riendas de su caballo, como si fuese un simple palafrenero, lo condujo hasta su palacio. El Papa lo nombró “Patricio de los Romanos”, con el compromiso de defender Roma, del inminente peligro lombardo.

El 6 de enero del 754, el Papa y el rey firmaron, en la abadía de Saint Denis, esta alianza en la que se obligaban a mutua amistad y sostén. Además, los hijos de Pipino también prometieron defender militarmente a la Iglesia romana. Asimismo, se pusieron de acuerdo en que en adelante el Sumo Pontífice tendría también poder temporal sobre algunos territorios, de modo que pudiera ser más independiente de las influencias extrañas. Fue en este momento cuando nacieron los Estados Pontificios, que perdurarían por once siglos, hasta el saqueo del pirata Garibaldi, en 1870.

Pronto llegó la hora del hombre providencial que esperaba Occidente, para poner punto final a la crisis abierta por las invasiones de los bárbaros. Al morir Pipino en el 768, dividió su reinado entre sus dos hijos Carlomán y Carlos; como el primero también murió, al poco tiempo el segundo asumiría todo el control y sería llamado por el pueblo como “Carlo-magno” a causa de su grandeza.

Mientras tanto, los lombardos seguían siendo un peligro latente para Roma. Entonces el Papa Adriano pidió auxilio a Carlomagno en el 781. Éste, cruzando los Alpes, entabló combate y venció a los lombardos. Luego entró en Roma, siendo recibido triunfalmente en San Pedro, mientras los coros cantaban: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”. Adriano confirmó a Carlos el título de “Patricio de los romanos”, y el rey corroboró al Papa la donación de los Estados por parte de su padre. Después Carlos se dirigió a Pavía, donde tomó para sí la “corona de hierro” de los lombardos vencidos. Desde entonces comenzó a llamarse “Carlos por la gracia de Dios, rey de Francia y de los Lombardos, y Patricio de los Romanos”.

 

La Coronación de Carlomagno

Al Papa Adriano, le sucedió León III, hombre sencillo y muy santo. Una camarilla de romanos intrigantes le hacían la vida imposible hasta el punto de que, en cierta ocasión, mientras encabezaba una procesión, se apoderaron de él, lo despojaron de sus vestiduras pontificales, lo golpearon y luego lo encerraron en un convento. Era el año 799. Pero, descolgándose por la ventana con una cuerda, logró escapar, y se encaminó a Paderborn, donde se hallaba Carlos, para pedirle ayuda. Inmediatamente el rey le dio una escolta para regresar a Roma.

Poco después el mismo Carlos se dirigió a dicha ciudad y en medio de un inmenso séquito en que se mezclaban francos y romanos, ingresó en la Basílica de San Pedro entre cantos de triunfo, acercándose luego a la “Confesión”, donde se arrodilló y oró un rato. Cuando iba a levantarse, León III se le acercó y le colocó una corona sobre su cabeza, mientras la gran multitud clamaba por tres veces: “¡Larga vida y victoria al piadosísimo Carlos, Augusto, coronado por Dios, grande y pacífico Emperador de los Romanos!”. Luego el Papa lo ungió con óleo, mezclando el rito bíblico con el ceremonial impuesto desde Diocleciano para la coronación de los emperadores de Roma. Era la noche de la Navidad del año 800. Desde entonces el Occidente tenía un nuevo Emperador.

Posteriormente, en el 812, el rey bizantino Basileus Miguel, envió una embajada a Aquisgrán (sede germana de Carlomagno) para saludar y reconocer a su “hermano”, el Basileus Carlos. A partir de ese momento hubo legalmente dos Imperios: uno en Oriente y otro en Occidente.

Otro problema fue en el sur de Francia; a pesar de la victoria lograda en Poitiers, el peligro del Islam perduraba. De ahí que la mirada de Carlos se volvió a España, ahora ocupada por los moros. Cruzando los pirineos, las tropas francas se lanzaron así a través de Aragón, Navarra y Cataluña, pero al volver a Francia acaeció la sorpresa y derrota de Roncesvalles, que fue el tema de la célebre obra poética: La Chanson de Roland. Sin embargo los francos lograron establecer una sólida línea de plazas fuertes, que incluía Lérida, Barcelona, Pamplona, Tarragona y Tortosa. Era una nueva frontera, la “Marca” hispánica, que coadyuvó luego a la Reconquista de España.

El Renacimiento Carolingio

Luego de tantas guerras y batallas, la cultura europea estaba por el suelo cuando Carlos asumió el poder, pero en poco tiempo renacería para la Cristiandad una verdadera cultura en todos sus aspectos.

El influjo de la capital carolingia, Aquisgrán, no sólo se manifestó en el terreno político, económico, filosófico y teológico, sino también en las bellas artes. En esta ciudad, el Emperador hizo funcionar la Escuela Palatina, donde se congregó el pensamiento cristiano más importante de la época: Agobardo, Teodulfo, Alcuino, Pablo diácono y Paulino de Aquilea, Clemente y Dungal, San Isidoro de Sevilla, entre otros muchos. Por doquier floreció la buena música, no habiendo catedral ni convento que no tuviese su propia schola cantorum. Lo mismo la arquitectura, el mosaico, la iluminación y la miniatura. Ya había comenzado el renacimiento medieval.

 

 P. Javier Olivera Ravasi


[1] Antes de que diera comienzo su historia europea conocida, existía en China occidental una tribu, posiblemente relacionada con los hunos, conocida con el nombre de “xiongnu”.

[2] En la segunda mitad del siglo IV avanzaron hacia los territorios de los alanos, un poderoso pueblo asentado entre los ríos Volga y Don (Rusia) y los derrotaron. Conquistaron luego el territorio de los ostrogodos y después amenazaron a los visigodos.

[3]– Tan sólo transcurrieron 18 años entre el cierre de los templos paganos que decretó Teodosio y el primer saqueo de la ciudad eterna.

[4] Como su hermano, era débil de carácter. Su reinado estuvo marcado por invasiones de bárbaros y rebeldías internas, donde los usurpadores aparecían en todos los rincones del Imperio. Honorio murió sin dejar descendencia, cuando la Galia, Hispania y Britania estaban ya perdidas definitivamente.

[5] Los pueblos godos proceden de Escandinavia; desde los cursos del Vístula y Oder inician una migración en el s. II hacia el mar Negro, comenzando los choques con el Imperio romano, que se hacen cada vez más frecuentes a lo largo del s. III.

[6] Alarico, perteneciente a la familia de los Baltos (Lituania), hacia el 394 lucha al lado de Teodosio el Grande.

[7] El saqueo duró cuatro días. Alarico, aunque arriano, consiguió librar del asalto las basílicas de san Pedro y de san Pablo, en las que se refugiaron muchos romanos. Tampoco permitió que la ciudad fuese incendiada.

[8]– Ataúlfo, su cuñado y sucesor, más prudente, se retiró hacia Aquitania[8] como confederado de Roma. Tomó por esposa a Gala Placidia, hermana del emperador, que permanecía prisionera desde el saqueo de Roma. Ataúlfo se enemista con Honorio y pasa a España, donde se asientan los visigodos.

[9] Daniel-Rops, Historia de la Iglesia de Cristo, t. 3, Luis de Caralt-Librairie Artheme Fayard, Barcelona 1972, 55.

[10] Santa Genoveva es la guía espiritual de París; salvó la ciudad, no solamente de los hunos, sino también de los francos. Luego, será amiga tutelar de Clodoveo y Clotilde.

[11] Los mismos jefes bárbaros (salvo vándalos y anglos) se honraban con títulos de funcionarios romanos: Teodorico decía reinar en Italia en nombre del emperador; Clodoveo recibió feliz del Emperador de Oriente el título de cónsul. La idea de unidad no estaba totalmente perdida.

[12] Esta es la tesis del sacerdote marsellés Salviano, en De gubernatione.

[13] Pues la adhesión masiva de un pueblo suele formalizarse por decisión de su cabeza política. Es en el genio político donde debe darse el asentimiento decisivo y voluntario de la inteligencia al contenido de la verdad religiosa. Si bien en un primer momento parecería “irracional” la conversión, en cuanto dependió del éxito de una batalla, enseguida el caudillo y su pueblo fueron evangelizados y profundizaron su nueva doctrina. Con acierto el santo Avito le dijo a Clovis el día de su conversión:“Cuando tú optas, optas por todos… Tu eres nuestra victoria”

[14]– El San Gregorio de Tours lo cuenta así: «Gondebaudo asesinó a su hermano Chilperico haciendo tirar al agua a la mujer, con una piedra al cuello, y exilió a las dos hijas; la mayor, que tomó el velo, se llamaba Crona; la menor, Clotilde. Con ocasión de una de las numerosas embajadas enviadas por Clodoveo a los burgundios, sus enviados encontraron a la joven Clotilde. Informaron a Clodoveo de la gracia y de la sabiduría que habían constatado en ella y de los informes que habían recibido acerca de su origen regio. Sin tardar, la pidió en matrimonio a Gondebaudo. Este, considerando las consecuencias de una negativa, la remitió a los enviados que se apresuraron en llevarla ante Clodoveo. Al verla el rey quedó encantado y la desposó, a pesar de que una concubina le había dado ya un hijo, Thierry.»

[15] Cuando nació el primer hijo, Ingomer, Clodoveo permitió que lo bautizaran, pero el niño murió. Ella debió soportar el reproche de Clodoveo: “¡Mis dioses lo habrían curado y el tuyo no lo ha sanado!”. El segundo hijo, Clodomir, también fue bautizado e inmediatamente se enfermó. Y dice San Gregorio: «y el rey, todavía escéptico dijo: «No le podía pasar sino lo que a su hermano, es decir, morir tan pronto como hubiese sido bautizado en el nombre de vuestro Cristo«. Pero gracias a las oraciones de su madre, el niño se restableció bajo la orden del Señor y al rey se le terminaron los argumentos para resistirse. Clodoveo quedó impresionado por el increíble poder curativo de la oración.

[16] Antes de entrar en batalla, su esposa Clotilde,  recibió de un ángel la orden de cambiar el estandarte con ranas de su esposo, por uno de fondo blanco con tres flores de lis de oro; inmediatamente lo bordó y lo envió al campo de batalla, y desde que Clovis enarboló el estandarte, el resultado se volcó a favor de los francos, reconociendo el rey que habían ganado por “el Dios de Clotilde”.

[17] San Gregorio de Tours refiere que Clodoveo antes del bautismo ponía una objeción a la divinidad de Jesucristo, y era el haber sido crucificado.

[18] Concluye Régine Pernoud: «Tanto para los eruditos más escrupulosos como para los cronistas más divulgadores, el bautismo de Clodoveo es el primer hito de nuestra historia, y su representación en la cúpula de la catedral de Reims ha atravesado los siglos. Ese bautismo es el logro de una mujer santa. Decisión esencial en la medida en que el conjunto del pueblo sobre el cual, gracias a sus sucesivas victorias, Clodoveo ejercerá gradualmente una supremacía tal vez más nominal que real, pero que le otorgará unidad por primera vez, es un pueblo cristiano. … De manera que esta conversión tiene a la vez un carácter religioso y político

[19] Así cuenta Hincmar, obispo de Reims, en el 845, en su Vita Sancti Remigii, cap. 36 del t. 125 de la Patrología Latina de Migne. Hincmar consultó el gran testamento de Saint-Remy y otros documentos que no conocemos. Últimamente se ha encontrado un texto litúrgico del s. VII, de una de las fiestas de Saint-Remy, con referencia a los dos milagros.

[20] Su infinita labor apostólica como Pontífice no le impidió escribir numerosas obras de exégesis escriturística y pastoral, así como influir notablemente en la liturgia, de donde proviene el famoso “canto gregoriano”.

[21] Se cuenta que un día el Papa Gregorio pasó frente a un puesto en el que estaban expuestos para su venta un grupo de jóvenes esclavos anglos. Eran hermosos, con largos cabellos rubios. El Papa se interesó por ellos, y preguntó de donde procedían. “Son anglos”, le respondieron, a lo que él replicó, “Non Angli, sed angeli”; Gregorio adquirió algunos esclavos y se hicieron monjes en el monasterio del monte Celio en Roma, que luego enviaría en la misión a Bretaña.

[22] Los griegos la conocieron con el nombre de Ierne, y en obras clásicas es conocida como Hibernia.

[23] Los piratas lo vendieron a unos druidas que lo pusieron a cuidar cerdos. En tal oficio aprendió a rezar y a hablar el idioma de la isla.

[24] No lejos de Marsella, en la isla de Lérins, san Honorato fundó un monasterio del que salió una oleada monástica y muchos obispos en la Galia: el propio Honorato lo fue de Arles, Hilario de Arles, Euquerio de Lyon, Lupo de Troyes, Salonio de Ginebra, Fausto de Riez, y en el siglo VI el más famoso de todos, Cesáreo de Arles. Estos obispos difundieron en la Iglesia el ideal monástico.

[25] Algunos historiadores sostienen que estuvo también en Roma y que el papa Celestino I lo envió a Irlanda. Anteriormente el papa había enviado a san Paladio, pero no encontró a Irlanda dispuesta a recibir la fe.

[26] Milagros, ordalías en las que sale triunfador. Ciertamente con una ascesis severa que heredará el monacato irlandés.

[27] El 26 de Marzo, Domingo de Pascua, en 433, según la tradición, Patricio venció con la oración a los druidas reunidos en Tara. Así fue el último golpe infringido al paganismo en la presencia de toda la asamblea de caciques. Fue, de hecho, un trascendental día para la raza irlandesa. Dos veces Patricio abogó por la fe frente al rey Leoghaire. El monarca había dado órdenes que no se rindieran signos de respeto a los extranjeros, pero durante la primera reunión el joven Erc, un paje real, se incorporó para mostrarle reverencia; y en la segunda, cuando todos los caciques estaban reunidos, el bardo en jefe Dubhtach mostró los mismos honores al santo. Estos heroicos hombres se volvieron discípulos de la fe. Se dice que durante esta segunda solemne ocasión San Patricio arrancó un trébol del pasto, para explicar usando su hoja triple y único pecíolo, en forma algo simple, la doctrina de la Trinidad. El Ard-Righ otorgó permiso a Patricio de predicar la fe a lo largo y ancho de Erin.

[28] Los druidas ejercían las funciones de sacerdotes, de jueces, la ejecución de sacrificios y la dirección de rituales en festivales religiosos. Estaban muy instruidos en temas como la astrología, la magia y las misteriosas cualidades de las plantas y los animales.

[29] Las tierras británicas estaban amenazadas por el pelagianismo. Precisamente para contrarrestarlo había enviado el Papa al antecesor de Patricio, el obispo Paladio.

[30] Asignó a San Loman en Trim, que rivalizó al mismo Armagh en abundantes cosechas de devoción. San Guasch, hijo del su antiguo amo, Milcu, se convirtió en Obispo de Granard, mientras que las dos hijas del mismo cacique pagano fundaron ahí cerca, en Clonbroney, un convento de vírgenes, recibiendo la aureola de santidad. San Mel, sobrino de nuestro apóstol, tuvo el cargo de Ardagh; San MacCarthem, que al parecer fue particularmente querido por San Patricio, fue nombrado Obispo de Clogher. Hay muchas y buenas razones para creer que Patricio convocó a un sínodo, seguramente en Armagh, pero no sabemos con certeza el sitio.

[31] En confesión del mismo santo: “donde jamás se había tenido conocimiento de Dios; allá, en Irlanda, donde se adoraba a los ídolos y se cometían toda suerte de abominaciones, ¿cómo ha sido posible formar un pueblo del Señor, donde las gentes puedan llamarse hijos de Dios? Ahí se ha visto que hijos e hijas de los reyezuelos escoceses, se transformen en monjes y en vírgenes de Cristo.”

[32] La legendaria Thule.

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