De si la independencia es un valor absoluto

Cercanos ya a la conmemoración de la independencia respecto de España, reproducimos  aquí el artículo publicado en el blog del P. Ángel David Martín Rubio (Desde mi campanario), escrito por Antonio Caponneto con motivo de la fiesta de la Hispanidad.

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE

De si la Independencia es un valor absoluto

Por Antonio Caponnetto

 

 

A propósito del proyecto hispanicida de independizar Cataluña, causa de dolor para todos los que amamos a España, se nos permitirá hilvanar algunas reflexiones, ya que a ello se nos ha invitado generosamente. Va de suyo que estas reflexiones no pueden tener sino el sello de la visión hispanoamericana, y específicamente argentina,en la que estamos necesariamente incluidos.

Acaso el fondo mismo y más delicado de esta cuestión que nos ocupa sea el siguiente:

Delimitadas y constituidas las naciones, tras el ocaso lamentable del Orden Social Cristiano; y procurando existir las mejores de ellas como un resguardo de esos ideales de la Cristiandad, es evidente que tales naciones tienen el derecho y el deber de custodiar su integridad, su autogobierno y su soberanía. Es el derecho a existir dignamente, si se busca una definición casi doméstica. Y es a la par la obligación, se diría, para conseguir el orden, y de ese modo garantizar la paz y el bien común, causa final de todo ordenamiento político.

Pero como bien ha notado Jean Ousset –a quien seguimos en estas consideraciones[1]– la Independencia, al igual que la Libertad, son medios. Instrumentos, recursos y condiciones que se ordenan a un fin. No tenemos la libertad para la libertad misma, convirtiéndola en antojo, según la definiera Guardini. Y si así la tenemos, ella da lugar al pecado del liberalismo, tantas veces condenado por la Iglesia. Puede darse el caso incluso de una libertad gradualmente otorgada y concedida, educada y entrenada en el arte de ser el fruto de la verdad, para que esa libertad sea totalmente legítima y segura. Ni abusiva en su ejercicio, ni restringida en sus rectas facultades.

Algo análogo puede decirse de la independencia, tanto en el orden individual como en el político.Somos independientes para. Somos auténticamente independientes sí.Merecemos y necesitamos la independencia en tanto y en cuantoIndependencia, de qué; respecto a qué[2]Nos proclamamos independientes de algo o de alguien de lo que necesitamos hacerlo como recurso,medio o instrumento para vivir como Dios manda. En caso contrario, la independencia puede ser negativa o contraproducente, y dar con nuestros huesos –con los huesos nacionales- revolcados en una porqueriza, como le pasó al hijo pródigo.

Ejemplos conocemos de independencias que resultaron pactados cercenamientos con los vencedores de una contienda; espacios tomados como botín de guerra o supuestas descolonizaciones que encubrían otras tantas victorias del Comunismo. Por eso aumentan la confusión las declaraciones del papa Francisco del pasado 5 de octubre, en carta al Embajador Español transmitida por el Cardenal Parolín –a propósito de los actuales sucesos catalanes- diciendo que sólo se pueden apoyar los proyectos independentistas que sean movimientos descolonizadores. Cuando es un hecho que descolonización y marxistización han sido procesos equivalentes, tras la derrota del Eje en 1945.

Quienes hayan seguido de cerca uno de los últimos casos independentistas, el de la República de Kosovo, aún no resuelto, sabrán hasta qué punto es discutible el valor siempre positivo que se le pretende dar a la independencia política. Pero sin irnos tan lejos, nuestra propia historia argentina está llena de declaraciones de independencia que significaron otras tantas mutilaciones al viejo y robusto tronco del Virreynato del Río de la Plata.

“La independencia de nada es pura nada, lo cual prueba que la independencia no puede ser el bien supremo y absoluto de la nación, ni su primer bien. La independencia puede, sin duda, ser una condición decisiva de su más hermoso desarrollo. Esto depende de los casos y puede ser cuestión de tiempo, de lugar,etc. La independencia puede,incluso, ser una condición indispensable para que sobreviva la nación. Pero no es ni puede ser la razón suprema y decisiva de la existencia profunda y del bien real de la nación. Esto es evidente para quienes creen en la existencia de un orden natural de las cosas. En cuanto a los otros (o lo que es lo mismo, para los mantenedores del derecho revolucionario) todo es muy diferente. Para estos últimos, el Derecho, la Ley, no están fundados en un Orden Natural y Divino, que ellos juzgan inexistente e incognoscible. Ley y Derecho proceden del contrato social, del que el Estado es guardián, intérprete,emanación. El Estado llega a ser,pues,principio y fuente de todo Derecho. El es,se podría decir,la forma civil,  social y política que cuando desaparece arrastra consigo lo que informa y gobierna[…]. Se sabe hasta qué punto siempre han repugnado al espíritu jacobino, revolucionario las nociones de […]derechos anteriores o ajenos al poder soberano del Estado. Para dicho espíritu, las naciones sólo existen si están informadas por la sola forma que reconocen en el plano social: el Estado. Exceso bien conocido y que podemos considerar normal en el jurismo revolucionario, destructor de los cuerpos intermedios, igual que de las pequeñas patrias, a las que ignora, y a las que en nombre de sus principios debe ignorar”[3].

Importantes y significativas aplicaciones a nuestro caso se pueden ir haciendo a partir de este luminoso texto contrarrevolucionario de Ousset.

Algunas aplicaciones sobre la independencia

Por lo pronto,y aún aceptando, como aceptamos, los intereses aviesos que se movieron para desmembrar el Imperio Español; aún aceptando todas las tesis conspirativas juntas para acabar con la Unidad Hispanoamericana y humillar a España; aún aceptando incluso  la existencia de los peores agentes iluministas, aquí y allá, que promovieron la independencia como bien supremo, porque para ellos comportaba una emancipación expresa del Antiguo Régimen y una liberación de los pueblos del yugo tradicional. Aún aceptando estos perversos males y la constatación de que terminaron prevaleciendo, la verdad es que hubo otra independencia de signo diametralmente contrario, y por lo tanto legítima. Y que tuvo la misma existencia que su opuesta, tanto en hechos, como en ideas como en proyectos y en hombres, aunque  terminara en el fracaso.

Esta independencia no fue “de nada” ni de cualquiera,ni porqué sí, ni por el sapere aude kantiano, o el contrato social rousseauniano. No fue desmotivada e incausada; ni fue tampoco una independencia que se imaginó como fin o como primer bien. Estábamos orgullosos de ser esa avanzada surera del Imperio, como lo escribiera Anzoátegui. Sobrevino esta Independencia gradualmente como una necesidad y una prudencia política; como una condición para no quedar involucrados en un proceso de grotesca dependencia al poderío napoleónico y a la órbita británica. Para no ser “el pato de la boda”, según gauchesca expresión de Saavedra; que,en rigor, más que una boda era una bacanal de los poderes mundiales de entonces. Se dio en el tiempo y en el lugar adecuado, precisamente porque de lo contrario no hubieran sobrevivido los jirones de cristiandad hispanocriolla. Se dio como condición indispensable para que pudieran cobrar aire y respiro propios los asfixiados reinos de una monarquía devenida en tiranía, y por lo tanto, extraña y ajena al cuidado del bien común.

Y precisamente porque no se planteó como un bien supremo, per se, ni como un derecho de los pueblos a la libertad liberal, sino como una necesidad ineludible que imponía el curso de los acontecimientos, es que muchos observadores externos del fenómeno, como Timothy Ana o Marwin Goldwer, han hablado de la orfandad de América ante su independencia. La idea de una “América Huérfana” ante la necesidad de independizarse es casi un tópico en cierta literatura histórica,política y hasta psicoanalítica que se ha ocupado del tema.  No en balde, en la famosa Carta de Jamaica, del 6 de septiembre de 1815, hasta un Bolívar todavía confundido, heterodoxo y contradictorio, alude al impacto que la rebelión les causa a los americanos, a “la costumbre de obedecer, la comunidad de intereses, de entendimiento y de religión; la buena mutua voluntad; un tierno cariño por el lugar de nacimiento y por el buen nombre de nuestros antepasados”. Más que una epístola política, parece la misiva a un familiar.

Carlos Villanueva, en una obra que vale la pena leer con atención[4], aporta otra carta de Bolívar, dirigida a Fernando VII, fechada en Bogotá, el 24 de enero de 1821. “La existencia de Colombia -le dice,tras un largo y afectuoso preámbulo- es necesaria, Señor, al reposo de V.M y a la dicha de los colombianos. Es nuestra ambición ofrecer a los españoles una segunda patria, pero erguida, no abrumada de cadenas. Vendrían los españoles a recoger los dulces tributos de la virtud,del saber, de la industria; no vendrían a arrancarlos de la fuerza”[5]. Es curioso constatar que, hacia la misma fecha,el Conde de La Garde, le manda una carta al Barón de Pasquier, fechada en Madrid,el 17 de noviembre de 1821, en la que le manifiesta que “el Rey, personalmente, no presta hoy mayor importancia a nada que se refiera a los negocios de América”[6]. Parece un contraste más que significativo. Mientras el americano ofrece una patria,con el señorío del hijo que abre su casa al padre para que allí repose y se solace, el español responde con la indiferencia. Como si esa casa ofrecida,además, no fuera un desprendimiento de la gran casa edificada sobre roca que alguna vez se soñara y se tuviera.

“Rebelarse era obedecer”, dirá mucho más tarde Alberdi, en “El gobierno de Sudamérica”,analizando los sucesos mayos. Pero rebelarse contra la propia maternidad y contra la auctoritas patris, no era un verbo que podía conjugarse sin que quedaran retazos del alma desparramados en el intento. Los ensayistas que han hablado de “trauma” para referirse a este proceso, pudieron haber abusado de psicologización de la historia, pero no dejaban de saber lo que realmente había pasado.

Por supuesto que la emancipación de los ideólogos tenía su sello fatídico. Derrumbada España –haciendo abstracción  ahora de con o sin culpa- todo era cuestión de inventar nuevas y gloriosas naciones, firmando contratos sociales que jamás se firmaban y estableciendo pactos suarecianos que jamás se pactaban. Pero bastaba con fraguar un corpus de leyes positivas que así lo dejaran asentado,para que esas naciones se autoconvencieran ,y convencieran a sus habitantes,fueran nativos o recién llegados. El Estado laicista, secularizante y despóticamente ecléctico se encargaba del resto. El positivismo jurídico y el constitucionalismo moderno aportaban lo suyo. Y el aludido resto era, ni más ni menos, que contar, por ejemplo, con una historia falsificada que dijera que la patria había nacido el 25 de mayo de 1810, y que se había reorganizado definitiva e ineluctablemente el 3 de febrero de 1852. Y que los ingleses eran la civilización a imitar y a servir, y los viejos antepasados españoles y sus descendientes gauchos, la barbarie a erradicar y a desobedecer.

El Estado Liberal fue esa monstruosa máquina de informar a la que alude Ousset; fue la tenebrosa forma civil, social y política, que todavía subsiste, y que deja afuera todo aquello que se resiste a ser informado por él, sea la memoria, la inteligencia,la sensibilidad o la voluntad de la patria. Por eso la culpabilidad extrema y la ceguera inmensa de aquellos nacionalistas que, sabiendo de la existencia y de la gravedad de esta maniobra, aceptan dejarse informar por el Régimen y le ofrecen su cuota de incienso.

Pongamos ahora nuestra atención en lo que ha dicho Pío XII en su Mensaje de Navidad de 1954: que “la vida nacional puede desarrollarse al lado de otras,dentro del mismo Estado, como también puede extenderse más allá de los confines políticos de éste.  La vida nacional no llegó a ser principio de disolución de la comunidad de los pueblos mas que cuando comenzó a ser aprovechada como medio para los fines políticos; esto es, cuando el Estado dominador y centralista hizo de la nacionalidad la base de su fuerza de expansión”.

Fue lo que pasó en Hispanoamérica, y con más seguridad si hablamos de nuestra Argentina. En el proyecto de los congresales de Tucumán, según vimos,y en el de los verdaderos libertadores, varias “vidas nacionales” latían al unísono y concurrentemente, formando una gran Nación o Nación Americana, como se la llamó con propiedad. Un Estado que adoptaba las características de persona de bien era el encargado de velar por esa concordia de vidas nacionales. La independencia no era el valor supremo ni el fin de la sociedad política. Es más; en la medida en que pudiera empujar a la anarquía y a la disgregación, se la empezaba a apuntar como la causa de esos males, y a pedir gobiernos fuertes que pusieran unión y concordia donde estallaba el caos. Son más que conocidas al respecto las declaraciones sanmartinianas; y ni hablemos después de las de Rosas.

Es que como lo ha dicho Arturo Bray –en una obra que nos disgusta profundamente[7]– “difícil y complicada tarea ha de ser siempre querer implantar la República en un país sin republicanos”, o en cual “se es republicano por mal humor”. El sarcasmo, que el autor aplica a España, también nos es aplicable, y podría entenderse aún mejor si se recordara al Quijote cuando nos dice que es tan buena la justicia que la tienen que aplicar los mismos ladrones.Aquí somos todos potencialmente republicanos; hacemos alarde de republicanismo y nos llenamos la boca e inflamanos el pecho cantando loas a las libertades de la República Argentina. Pero apenas constatamos que “república debe ser la mujer más corrompida”, andamos pidiendo a gritos una autoridad fuerte, un caudillo que ponga orden, un paladín que sofrene el caos generalizado; un rey, en suma, aunque no tenga corona. En el siglo XIX, tras los primeros pasos de vida independiente,se vivía pidiendo a los gritos una mano fuerte y un pulso firme; y en tal sentido, pocos fueron tan explícitos como el general José de San Martín.

Pero sucedió entonces y a la par lo que protesta Pío XII; esas vidas nacionales fueron capturadas por Leviatán y leviatanizadas también ellas. El principio abstracto de las nacionalidades reemplazó a las vidas nacionales concretas; y la Independencia sinonimizada como Emancipación o Liberación, se tuvo por bien en sí mismo y se festejó como tal. No importaba si en el festejo se incluía la desontologización y el desarraigo, el matricidio o la bastardía, la traición o el olvido del ser,el acabóse de la idea imperial y el principio de la insurgencia disolvente. Hoy, no es otra triste cosa más que esto lo que celebran los bicentenarios oficiales. Por eso nuestra frialdad y toma de distancia respecto de ellos.

El error imperdonable de los impugnadores de nuestra Independencia, sin embargo, es que no quieren hacer estas urgentes distinciones históricas y filosóficas, y que juzgan nuestro proceso de 1816 (sólo por poner un año emblemático) como un caso de independentismo reprobable per se; análogo a esos casos de “descolonización” a los que alude Pío XII en el precitado Mensaje de Navidad. O a los actuales y cercenantes casos de autonomías que no son sino  ultrajes a la unidad de la España Histórica.

No tenemos inconvenientes en aceptar que tanto el liberalismo como el marxismo, así como los “nacionalismos” que en ambos abrevan aunque no lo sepan,han llevado hasta el paroxismo la idea de “independencia”, identificada con la emancipación, la conquista de la libertad, la adultez, la autonomía moral, etc. En tal sentido –volvemos a algo ya dicho desde el comienzo- los festejos oficiales de los bicentenarios son doblemente falsos e irrecomendables. Son falsos por la historia unilateral y sesgada en que se sostienen y afirman. Y son falsos por la filosofía iluminista que los informa. Los despreciamos.

¿Absolutizar la dependencia?

Pero “el otro bicentenario” que se nos ofrece desde la posición encontrada, también hace agua por las vertientes filosóficas e históricas en las que aspira a sustentarse. Filosóficamente absolutiza la “dependencia” con todas sus ideas conexas:sujeción,obediencia,vasallaje, etc. Cuando es de recta doctrina reconocer que depender de alguien o de algo y luego obedecerle, tiene el límite bien precisado por el Catecismo, de que no se puede obedecer a los hombres antes que a Dios, y de que no se puede obedecer nada que sea atentatorio del bien común o del orden natural.En otras palabras, ¿a qué absolutizar la dependencia americana a una Corona tiránica, corrupta, inmoral, y desfachatadamente antihispanista y anticristiana? ¿A qué darle un carácer incondicional y dogmático al existir dependiendo de un rey felón, de una corte traidora,de un absolutismo francés, de una dominación británica, de un imperio derrumbado y de una cristiandad que ya no existe? ¿A qué categorizar apodícticamente nuestro deber de seguir siendo parte de un todo, cuando la única forma de salvar el espíritu original de ese todo era apartándose de él, tal como estaba, pero no tal como había sido ab origine? ¿Es que acaso depender de un padre borracho y de una madre ramerizada que socavan los cimientos del hogar, puede tener más mérito que fundar un hogar propio,conservando lo que se pueda conservar de ambos progenitores devenidos en estultos? ¿Es que acaso quienes sostienen esta postura de dependencia o muerte, no son los mismos que, en muchos casos, y legítimamente, han tenido que preferir no depender de la mismísima Roma para salvaguardar la Tradición de la Iglesia?

Para hacerse fuerte en este error filosófico que protestamos, los artífices del “otro bicentenario” necesitaban contar también con una historia; no falsa,porque no lo es, pero sí deliberadamente unilateral, parcial y oblicua. Es la historia de los emancipadores, revolucionarios, modernos, iluministas, masones,agentes británicos,antihispanistas, cismáticos y herejes. Y nos cuentan a nosotros esta historia, con aire de reproche, con el índice en alto inculpador, con el puntero sobre la pizarra para que entendamos y ,en el mejor de los casos, con un aire de “perdonavidas” indulgente por nuestro pintoresquismo gauchesco. Nos cuentan todo esto a nosotros (y usamos el plural para referirnos no a una persona sino a una corriente política e historiográfica: el Nacionalismo Católico), cuando nos hemos pasado la vida denunciando lo mismo. Dios nos asista en el trance.

Lo dice la historia y la experiencia: no todo independentismo nos conduce a la Asamblea General de la ONU, ni a la Comisión Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos,ni a la Ley Soviética de Secesión,ni al Comité por la Restitución de las Tierras a los Pueblos Originarios; conflicto este último  artificial y aviesamente armado en la Argentina actual por ciertos malones indígenas. Hay vida hispanocatólica después de la Independencia. Y hay vida Hispanocatólica después del Bicentenario.

Se dirá que,recíprocamente, no toda Independencia –o la nuestra en particular- lleva a la Jerusalén Celeste; y que doscientos años después nos deja un balance inquietante sino dramático. Es para discutirlo largamente, fijando ciertas premisas a la disputatio. Pero en aras de la brevedad daremos dos respuestas sinópticas a esta pertinente objeción. La primera es de cuño popular: es fácil saber las noticias del domingo con el diario del lunes. La historia contrafáctica no suele ser –no es- buena consejera de la historia a secas. Saber qué nos hubiera pasado,a España y a América, de no haber sucedido la Independencia, es una misión imposible para un intelecto normalmente dotado. Conjeturas e hipótesis son todas ellas bienvenidas, mientras mantengan la cordura básica que los análisis retrospectivos e introspectivos reclaman. Pero reprocharle al ayer un acto legítimo, necesario y prudente, sólo porque fracasó en el intento; y no ser agradecidos a la sangre derramada por la búsqueda de ese intento, se acerca demasiado a esa moral del éxito, de raigambre calvinista, de la que pedimos al buen Dios que nos libre.

La segunda respuesta breve se la hemos leído a Vicente Massot, y sin más la transcribimos: “Para entender el rumbo independentista se hace necesario poner en entredicho una serie de nociones repetidas hasta el hartazgo y convertidas en verdades canónicas. Por de pronto, esa según la cual las revoluciones ultramarinas llevaban en su vientre la formación de los futuros Estados Nacionales. De la crisis imperial no necesariamente debía seguirse el nacimiento de nuestros países. El viejo vicio lógico post hoc,ergo propter hoc (sucede después de, luego es consecuencia de) ha producido estragos en el conocimiento histórico del período estudiado, y fijado, a la manera de una premisa mayor, el vínculo fatal de la Revolución y la Independencia.  Suponer que el Imperio Español carecía de vitalidad frente al empuje arrollador de unas fuerzas más robustas, destinadas a forjar naciones soberanas casi de la nada, es cuando menos discutible. De hecho,entre 1810 y 1814, hubo intentos de replantear la conexión de la metrópoli con el universo colonial americano sobre nuevas bases que,contra la versión nacionalista del problema, suponían la lealtad a la monarquía. En ese contexto primó, inicialmente al menos, la idea de recomponer –autonomía- y no de cortar de cuajo –independencia- los lazos con la corona española”[8].

No todos los males que nos sucedieron y nos suceden, después de doscientos años del 1816, son consecuencia de habernos independizado del rey de España, sus sucesores y metrópoli y de toda otra dominación extranjera. Más bien muchos y graves males son la consecuencia de no haber sabido sacarnos de encima a los extranjerizantes y a las dominaciones del Poder Mundial que, en sucesivas oleadas y bajo alternativos nombres, fueron falsificando a esta tierra hasta tornarla irreconocible. Nos independizamos de lo que no debimos,de la Tradición Hispano Católica,y nos sometimos a la gozosa dependencia de la Revolución Mundial Anticristiana. Proceso degenerativo del que ninguna parte del globo quedó exento, incluyendo a la misma España. Nos liberamos de yugos que nos ennoblecían, como esos conyuges que rompen el yugo sacramental prometido por infidelidades recíprocas. Pero nos convertimos en bueyes cuyos yugos maniobran brutalmente boyeros deicidas y enmandilados.

La obscenidad pronunciada el 28 de octubre de 1982 por Alfonso Guerra, cuando el Partido Socialista Obrero Español ganó por primera vez unas elecciones generales -¡oh delicidas del votopartidar!- consistió en decir: “Vamos a poner a España que no la va a reconocer ni la madre que la parió”. Esta es la trágica síntesis de los males que nos sucedieron en ambas orillas del Atlántico. Mas la tragedia no consistió sólo en que nos des-parieran sino en que nadie evitara tamaño acto de contranatura. A los que nos acusan de deslealtad por habernos independizado –ignorando qué cosa quiso ser la vera independencia y quiénes fueron los genuinos independentistas- más les valiera vengar a tiempo a los desparidores de la Hispanidad; y hacer también justicia a tiempo con éstos, sus hijos argentinos, que tras la consigna quijotesca de Fermín Yzurdiaga, han consumido sus fatigas y sus desvelos, “batiendo monstruos, castillos y rebaños por el honor de una dama, Nuestra Señora España”.

“La independencia –sigue enseñándonos Ousset- sólo tiene sentido, sólo es legítima, si verdaderamente se refiere al mayor bien de la nación, si es condición de dicho bien”. Y a pesar de no ser un absoluto kantiano, “subsiste el principio que exige la defensa del ser, los bienes y valores de la nación”. Pero “la suprema locura, indicio de la peor aberración, es comprometer deliberadamente los bienes reales de la nación o del conjunto espiritual, cultural,político,económico de que aquélla depende y disfruta, por la mera independencia[…].Si por el contrario[la independencia]inaugura un período de tales disturbios que los bienes de la nación,sobre todo los más preciosos,se encuentren amenazados, tal vez junto con los bienes de las naciones vecinas, semejante independencia es un mal”[9].

Vale la pena una reflexión al respecto; aún a riesgo de ser reiterativos.

Banderas de la Hispanidad en la Basílica del Pilar (Zaragoza). Junto a ellas las bombas (sin explotar) que la aviación republicana arrojó en agosto de 1936

Hay una independencia en la historia, no sólo en la historiografía o en la presunta leyenda rosa; en la realidad pasada y no sólo en las interpretaciones presentes;en la facticidad del pretérito y no sólo en las cavilaciones de los hermeneutas actuales,en los arquetipos de antaño y no sólo en los investigadores de hogaño, que significó un bien para la nación. Y significó asimismo ocasión y condición para bienes conexos.Era, precisamente,  la defensa del ser, ante la alternativa de nadificarnos. La afirmación de nuestra raigambre hispanocriolla y católica ante la amenaza de una dinastía envilecida, de un rey corrupto, de un panorama de sometimiento a poderes ajenos y contrarios a nuestro origen.

No podía resultar sin costos la orfandad. Mucho más cuando una cosa era quedar huérfanos por la muerte natural de la madre; y otra ser hijo huérfano de madre asesinada, y volver a filiarse de madre meretriz. Los liberales emancipadores, de aquí y de la metrópoli, dieron muerte feroz a esa Madre Hispania, fundadora, evangelizadora y misionera; martillo de herejes y cuna de santos.Los mismos liberales de aquí y de allá se fabricaron una maternidad sustituta y una paternidad vicaria. Del connubio nació esa “suprema locura y peor aberración” que dice Ousset,y que fueron –son- estas repúblicas democráticas y socialistas, en manos de gobernantes torvos que desconocen y pisotean la Tradición. A este pisoteo han dado en llamar “independencia” y a los pisoteadores de adoquines,diría Marechal, llaman supremos libertadores.

Sucedió lo contrario de lo que había entrevisto José María Pemán en su “Meditación de un amanecer en tiempo de sementera”:

Ya es tiempo de sementera
y en los surcos de la arada
se escucha ya la tonada
que ayer se escuchó en la era.
Ya sonríe la alborada
y en la llanura mojada,
la tierra abierta y partida,
ya está preñada de vida
en los surcos de la arada

Se creyó y se esperó –al menos en las almas de los hombres superiores- que con la Independencia, la tonada que ayer se había escuchado en la era,volvería a sonar y a sonreír, en esta nueva tierra preñada de vida. No negamos la vigencia de tales sones del ayer; ni mucho menos el esfuerzo musical y épico, guerrero y lírico de los tantos arquetipos que dieron vida y desvelos, esfuerzos y vigilias para que el tañido fuera perenne y perdurable.Y aunque por ahora parece predominar la desolada tierra abierta y partida, nosotros, al menos, trabajamos en los surcos de la arada. Para que pueda vertirse en odres viejos el vino nuevo. Para que nos dé esperanza el Salmista, sabiendo que estamos sembrando entre lágrimas, pero que mañana cosecharemos cantando. Para que vuelva a reír la primavera.

La verdadera independencia no fue un paso en falso del que tengamos que arrepentirnos.Fue un paso necesario, doloroso y, en su medida justa, aún salvífico. Salvó esos penates que decíamos antes, mentando la caída de Troya. Nos dio hombres, ideas y hechos en los que podemos sentirnos orgullosamente espejados. Seguir dependientes de lo que entonces era “España”, y de lo que siguió siendo mucho después de 1816, no nos hubiera llevado a ningún buen puerto. La emancipación que prevaleció, en cambio; y que arrasó con todo, tras la ruptura del último y glorioso dique tradicional que fue la Confederación Argentina, ha sido y es causal de ruina y de oprobio que –salvando destellos fugaces y eventuales- no ha cesado sino que se incrementa día a día. Nada de esto es materia de festejo ni de celebración, ni de “centenarios ni de días”, como decía Castellani. Más bien debería ser ocasión para decir,con el cura: “¡basta de homenajes y homenajeados/ y hagan más penitencia por los pecados!”.

Apuntemos como dato no menor, que cuando España recuperó su vocación imperial, tras el Alzamiento del 18 de julio de 1936, los mejores argentinos abrazaron como propia esa Cruzada. La abrazaron física y espiritualmente, sintiéndose otra vez hijos de la España Eterna; y no hubo nacionalista católico argentino que no viviera como propia tropa, la tropa de las Fuerzas Nacionales que comandaba el Caudillo.No se movilizaron por una leyenda rosa, sino por la Historia Universal de Occidente[10] .

Dicho ya sin ambages. Nuestro repudio a toda independencia concebida como sinónimo de segregacionismo apátrida, de separatismo mutilante y desarraigador, de nacionalismo iluminista, biologista o fisicista, de proceso revolucionario marxista, de prepotencia masónica de Estados Nacionales ficticios y arbitrarios, de emancipación kantiana, de mutilación espiritual y moral; y en este caso específico, de sublevación odiosa y rebelde contra la Hispanidad; de sedición y de insurrección delictiva contra la España Entera. No permitan tamaño atropello ni la memoria de los héroes ni la sangre de los mártires catalanes derramada por Cristo Rey y por la Hispanidad Eterna.

Acabemos pues, parafraseando con jocosidad y altivez, aquella melodía que se cantó con letras cambiadas durante la Cruzada, según se estuviera a favor o en contra de la España Una, Grande y Libre, que forjara al fin con su victoria límpida el Generalísimo Francisco Franco:

Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero,
español en Cataluña
no quiero ser extranjero.

Ni las urnas mentirosas
ni Puigdemont el lacayo
lograran que el río Ebro
se vuelva raudal cipayo.

Referendum cada día
cantando la Marsellesa,
entonando el Cara al Sol
vamos a entrar en Gandesa.

Si me quieres escribir
ya sabes mi paradero.
Hoy estoy en Cataluña
pero ayer fui con Tejero.

Antonio Caponnetto

12/10/2017


[1] Jean Ousset, Patria, Nación y Estado,Buenos Aires, Cruzamante,1980, p.88 y ss.

[2] Con un enfoque diferente al que aquí establecemos, Natalio Botana ha hecho alusión a la existencia, desde hace doscientos años, de la pregunta “por qué y para qué la Independencia”, reconociendo que la respuesta a estos interrogantes esenciales ha marcado las aguas de “las escuelas historiográficas, las polémicas del ensayo y las manipulaciones ideológicas del pasado”. Cfr. su Repúblicas y Monarquías, Buenos Aires, Edhasa, 2016.

[3] Jean Ousset, Patria …etc., ob.cit., p. 89-90.

[4] Carlos A. Villanueva,La monarquía en América. Fernando VII y los nuevos Estados, Paris,Librería Paul Ollendorff, Sociedad de Ediciones Literarias y Artísticas, 1920.

[5] Ibidem, p. 33.

[6] Ibidem, p. 101.

[7] Arturo BrayLa España del brazo en alto,Buenos Aires, Ayacucho, 1943, p. 207.

[8] Vicente Massot, Los dilemas de la Independencia, Buenos Aires, Grupo Unión, 2016, p. 8-9.

[9] Jean Ousset, Patria…etc. ob.cit.,p. 91-92

[10] Recomendamos al respecto la obra de José Luis Jerez Riesco, Voluntad de Imperio. La Falangeen Argentina, Barcelona, Nueva República, 2007.

 


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11 comentarios sobre “De si la independencia es un valor absoluto

  • el julio 7, 2019 a las 12:53 am
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    Con mayor referencia a nuestra independencia, y más pecisamente a muchos grupos amigos que hoy la cuestionan, con referencias válidas pero conclusiones erróneas -no es el caso de Antonio Caponetto- cabrían algunas consideraciones muy breves:
    En primer lugar, no hay que confundir la «independencia», referida a una entidad que como nación pretende no depender de otra, de la «emancipación», que es una ideología. En puridad, la primera ideología de la modernidad, derivada del famoso «sapere aude», atrévete a saber, es decir, a pasar por medio de la razón de la niñez subordinada (a la fe, a las tradiciones, a las creencias indiscutidas por heredadas) a la adultez emancipada. Que en el caso de la ecúmene hispanoamericana esto se dio , a principios del siglo XIX, cuando aquella ideología era rampante, mezcló ambas cosas, la independencia política y la emancipación ideológica, d´çandose una mutua interacción entre ambos términos.
    En segundo lugar, en la teoría puede afirmarse que la independencia polìotica sólo se justifica cuando las cosas con ella vayan para mejor, pero esto no ocurre en la «verdad efectiva» de la historia y la política. Una independencia política suele conllevar violencia y guerra, por la reacción obvia de aquella unidad política de la que el núcleo independiente quiera separarse. Ello no excluye que con el paso del tiempo, esas unidades políticas puedan reconocer sus afinidades.
    En el caso argentino, nuestra independencia no fue «popular», sino de grupos de «iluminados soñadores», como poetizaba Mitre, que se movían bajo secreto, en logias y cofradías. Supimos romper la unidad política preexistente, el virreinato dependiente de la corona, en un momento de decadencia y casi eclipse de la metrópoli, que sin embargo sostuvo con denuedo una guerra hasta más allá de 1824 (en la isla de Chiloé se sostuvieron hasta 1828, si contar a los Pincheira, mitad bandidos, mitad realistas. Nuestras instituciones fueron cayéndose como quien quiere edificar pirámides con bolas de billar, hasta el gran constructor y primer organizador nacional, el brigadier general don Juan Manuel de Rosas, constituyó empíricamente la nación, con una institucionalización no estatal, centralizada, sino bajo la forma política de un «pactum foederis» entre entidades semisoberanas, bajo la conducción de un hegemon, encargado de las relaciones exteriores, titular del gobierno de la provincia confederada que oficiaba de «primus inter pares». Lo demás es conocido.
    Renegar hoy de la independencia es querer desinventar la plancha. Otros son los caminos, y no ese ejercicio contrafáctico, para recobrarnos como nación. Reitero que lo anterior no es contestación al bienvenido artículo de Caponetto, sino a otros bienintencionados que andan por allí.-

  • el julio 7, 2019 a las 1:39 pm
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    Rosas, el «hegemon» que «constituyó empíricamente la nación», el «primus inter pares» aquel del «pactum foederis». ¿No fue este Rosas quien hacía colocar junto al altar una imagen suya y obligaba a los sacerdotes a portar la divisa rojo punzó?¿Es otro Rosas el que terminó sus días en Inglaterra, nada menos? Quizás mis profesores fueron todos liberales.

  • el julio 7, 2019 a las 2:59 pm
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    Apreciado padre:
    Yo respeto bastante más de lo que reconozco el derecho a la libertad de opinión. Pero las dos que quedan asentadas arriba son francamente de una pobreza enteca y han sido tantos cientos de miles de veces refutadas por historiadores que su publicación, perdóneme mi franqueza dominical, abruma no poco.
    Pensar que nuestra independencia no fue popular y obra de algunos pocos «iluminados», liberales o masones es contrariar expresamente los hechos demostrados hasta el hartazgo. Diré una sola cosa: Masones de sobra tenían más los españoles peninsulares en sus Cortes de Cádiz -empezando por su presidente Agustín Argüelles, historiador de la Masonería española de su tiempo- o en las Juntas locales, o en el falluto «Consejo de Regencia» («autoconvocado» en realidad, pues el tonto de Fernando VII lo único que le exigió a Bonaparte para separarse de su reino fueron mujeres y dinero) o, inclusive, como nos ha informado Mauricio Carlavilla, este propio Fernando VII. El ocasionalmente no demasiado malo como historiador Alberto Bárcena Pérez, ha dicho que San Martín, Belgrano y acaso Rosas y los Anchorena eran masones «por que así lo dice Fabián Onsari» en su libro sobre la masonería argentina. Yo le respondo: Onsari no es acreedor ni a media medalla de historiador medianamente creíble, pero tanto Miguel Morayta como el propio Argüelles recién citados acusan de ser masones a todos los borbones, de Carlos IV pa’bajo y con la posible excepción de Alfonso XIII… ¿Se puede creer a estos autores, se puede dar crédito a cualquier autor que antepone la ideología a la historia…? No me parece, salvo que aporte las pruebas correspondientes lo cual, generalmente, no sucede ni remotamente.
    De estos burdos tejidos están hechas las afirmaciones «históricas» de estos «revisores» de la Historia iberoamericana como parecen ser los avispados comentaristas a quienes respondo, los cuales, con toda justicia, se hallan en «tela de juicio».
    Además, demuestran una perfecta, absoluta e incondicional resistencia a los argumentos, los cuales refutan -si a convenir se presta- con una simple descalificación moral -para ellos- del autor que se trate, generalmente «por ser nacionalista», como son los casos de Roberto Marfany, Carlos Ibarguren o Enrique Díaz Araujo, o sonceras por estilo.
    Como decía el gallego famoso: «A mí con razones no me váis a convencer». Así son.
    Vaya este parvo homenaje mío a mi postrada y bienamada Patria, caída en manos de masones, infieles circuncisos e incircuncisos, malvados y estúpidos sin medida, acaso a causa de nuestros pecados, no menos que por una secreta y evidente disposición de la Divina Providencia, que pese a todo nos sigue gritando desde la orilla, como en la perícopa de hoy: «Duc in altum».

  • el julio 7, 2019 a las 4:45 pm
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    Hay pedantes a los que uno perdería en la primera esquina. La erudición no es sabiduría.

  • el julio 8, 2019 a las 1:04 am
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    Estimado Seligmann:

    Usted goza, como todos, de libertad de opinión, y por eso personalmente lo respeto, aunque en lo tocante a sus contenidos guardo las mismas reserva que usted manifiesta respecto de los míos. Lo que no alcanzo a comprender es dónde, por lo menos en mi intervención, se descalifica, zonceras o no mediante, a Marfany, Ibarguren o Díaz Araujo. También me gustará saber dónde, en esos autores o en otros, se ha sostenido que el proceso desencadenado en el año X fue popular. Recuerdo aPuigross en esa línea, pero estimo, por el respeto arriba manifestado, que no es la suya. Le aclaro que «popular» lo utilizo en su sentido de comprobación de un hecho, no como una expresión laudatoria o desaprobatoria. Sobre masones, masonazos y masoncitos en el siglo XVIII puede consultarse a Lafuente Ferrari. En fin, el secretismo con que se rodeó la dirigencia del proceso de autonomía e independencia no significa, necesariamente, en todos los casos, pertenencia a la masonería.
    Cordial saludo

    JF

  • el julio 8, 2019 a las 9:11 pm
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    Exaltar o rescatar la figura de Rosas como lo hacen algunos católicos me es inentendible, es decir mezclando lo religioso con lo político; encima en un hombre que desde lo humano (ni hablar de lo cristiano) dejaba mucho que desear.
    Comprendo y aplaudo lo bueno que pudo haber hecho políticamente, como comprendo y aplaudo a Jorge R. Videla en lo poco o muccho que pudo hacer de bueno contra el marxismo.
    He llegado a escuchar que en algunos grupos católicos tradicionales (o que así se creen) tienen hasta cuadros de Rosas en sus edificios. Insisto: me es inentendible.

  • el julio 8, 2019 a las 9:36 pm
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    Estimado señor Fernández:
    Ud. citó a Mitre como testigo eficiente de una historia que él no había vivido y fundamento de su -suya- crítica; Mitre copió mucho a Vicente F. López, un macaneador profesional, como él mismo dijo de sí mismo y lo que no cerraba, lo inventó; a ese fin, hizo desaparecer el archivo completo del general San Martín, que el iluso de Balcarce la había enviado con cargo de entregárselo a su destinatario final, Tomás Guido. Le he citado tres autores que trataron el asunto de la llamada «Revolución de Mayo» y de la Indepedencia: Marfany, Ibarguren y Díaz Araujo y podría haber mencionado a muchos más. Podríamos agregar por ejemplo a Federico Ibarguren, quien ilustró a nuestro medio con excelentes investigaciones. Desde, luego, yo no dije que Ud. descalificase a esos autores, sino que estos autores descalifican esta visión crítica y ácida sobre Mayo y la Indepedencia que consiste en sostener que eran todos masones, liberales, «soñadores» o la memez que se les ocurra, para dejar de lado que los hechos de 1810 hasta diez años después, fueron casi todos hijos de un realismo robustísimo: estábamos en guerra contra los liberales -esta vez de verdad- españoles y eso no era chiste como para andarse con zancadillas ideológicas. Con tropezones por doquier, como en todas partes en la historia de la humanidad, pero derechos y leales en primer término y no «parricidas», como se sugeiere con ligereza e ignorancia. Que hubiera sujetos como Moreno o Rivadavia -iluministas ellos, nada liberales ni masones, como iluministas fueran Carlos IV y el propio Fernando VII- solo prueba que la España arruinada de los borbones había extendido su influencia nefasta hasta aquí. Y prueba, además, que la Independencia era un hecho indispensable.
    Algunos afirman que las disposiciones de la Asamblea del año XIII demostrarían tal liberalismo o el obscuro origen de nuestro nacimiento a la autonomía política. Error: Si se comparan la Constitución española de 1812 y los decretos de dicha Asamblea enseguida surgirá el asombro de encontrarse que son casi idénticos… ¿motivo? Imagínese usted.
    No encuentro manera de explicarme, como sostienen algunos pseudo historiadores, que ser «leales» a las disposiciones de la Junta de Cádiz o del Consejo de Regencia -que como le he dicho NO fue designado por el rey- como podría ser la designación de Cisneros como «virrey» de un rey inexistente, fuera ser leal al rey. Rey que, a su regreso en 1814, botarate y todo como era, rechazó todo lo hecho por la Junta y el Consejo, pero también la correspondencia que le remitían sus reinos americanos. Belgrano y Rivadavia fueron a hablar con él para arreglar todo el asunto (el río de la Plata era la única región americana que no había sido vencida por las armas por los liberales y masones peninsulares). El muy atorrante no quiso recibirlos…
    Lo cierto es que la España liberal-masónica nos hizo la guerra entre 1810-1814. Al volver el rey de su «cautiverio», lo único que hizo para pretender solucionar el dilema americano -cosa a él le incomodada casi nada- fue ofrecerle a Gran Bretaña la exclusividad de los derechos de tráfico comercial si le resolvían el «problema americano» por las armas. Los astutos ingleses, que habían cobrado palizas memorables en tierras americanas desde hacía muchos años, se negaron como es lógico, porque los españoles habían decretado en 1809 la libertad de comercio en toda América -o sea, entregado el comercio a los ingleses, que tenían la única flota comercial efectiva en todo el mundo- y la oferta de Fernando no significaba nada. El rey felón llegó a ofrecerles territorio americano a cambio…
    Hay dos libros de Eduardo Martiré sobre este tema concreto; no me acuerdo cómo se llaman (uno creo es «1809») pero puede buscarlos y leerlos y, tal vez, aventar mis muy serias dudas sobre la legitimidad de las dudas ajenas.
    Por todo lo demás, y para abreviar, lea los tres tomitos «Mayo revisado» de E. Díaz Araujo porque, desde luego, sería abusar de la generosidad de nuestro huésped generar aquí un debate. Y allí hay contenidas muchísimas de las cuestiones que a Ud. parecen preocuparle y, desde luego, muchas respuestas a preguntas no hechas o mal formuladas.
    Suyo affmo.
    LMS

  • el julio 8, 2019 a las 11:49 pm
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    A través de este intercambio, que no pretende abusar de la hospitalidad de nuestro anfitrión, queda en claro que tenemos bastantes puntos en común. La cita de Mitre, hecha cum grano salis, y la afirmación de que el proceso que llevó a nuestra independencia no fue popular, en el sentido de que no fue un reclamo inmediato de los súbditos virreinales, lo que obligó a secreto, cautela y «máscaras», no significa que fuera una conspiración masónica, sino una exigencia práctica para el éxito de la empresa. El iluminismo permeaba el pensamiento de buena parte de la dirigencia de la época. También Manuel Belgrano lo había recibido, preferentemente de fuente italiana. como Filangieri, que se había destacado en Nápoles, precisamente bajo Borbones (allí se estrenó el futuro Carlos III) sin afectar su buen sentido político. Apuntaba yo a que la independencia fue necesaria (usted dice bie «indispensable») ante quienes hoy denuncian una supuesta deslealtad frente al abdicante rey felón que hacía calceta en Valençay mientras holgaba con la amante que le había dispensado Talleyrand. Y la constitución de Cádiz, fuente como señala usted de muchas de las disposiciones del XIII (establecidas por quienes expulsaron a los representantes de la Banda Oriental, que traían un mandato de independencia) fue una copia ampliada del Estatuto previo establecido bajo José Bonaparte. La bibliografía que destaca la he leído en su tiempo, y me complace que usted la maneje tan diestramente. Creo que aquí podemos dar por amistosamente cerrado nuestro diálogo.

    Cordialmente

    JF

  • el julio 9, 2019 a las 12:27 pm
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    Según Caponnetto y los comentaristas del artículo, la independencia estaba justificada porque el rey Fernando era malo, bastante putañero y muy dispuesto a transar con la pérfida Albión. La corte era liberal y anti-hispánica (Uno no puede andar dependiendo de esa gente perversa). Es decir, aquí los hombres del mil ochocientos se independizaron porque eran la reserva moral del imperio. Después vinieron otros que eran malos y liberales y degeneraron la patria. Excepto San Martín, que no fue masón. Y Rosas, claro, que fue algo menos pedófilo que Perón pero un poco más violento. Hasta el cruzado Franco ganó el bronce por recuperar la vieja gloria y no traicionar nunca a la Falange. ¡Muchachos! Dios me libre de estos tipos.

    • el julio 11, 2019 a las 8:11 pm
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      Interesante análisis. No lo había pensado así.
      Para justificar a Rosas, Anzoátegui decía: “el héroe es el que puede sacarse 100 hombres de encima; el santo, el que puede sacarse 1 mujer de abajo”.
      Pensar que yo creía que el cuento nacionalista servía para entusiasmar a los adolescentes; pero hay gente grande que sigue creyendo en los cruzados del siglo 19 y 20. Mamita…

  • el julio 16, 2019 a las 5:36 pm
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    Hola hacia mucho tiempo necesitaba esta informacion 🙁 al fin voy a poder terminar el trabajo del semestre muchas gracias T.T

Comentarios cerrados.

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