Los defectos de los débiles

debilidadLos defectos de los débiles

Por José A. Ferrari

 

            La necesaria distinción paulina entre fuertes y débiles en la fe, nos aclara muchas realidades y nos previene de muchos peligros. Porque hay riesgos de errar y pecar que, aunque comunes a todos, son más propios de unos que de otros; por eso las advertencias para el fuerte y para el débil son bien distintas.

            Según las palabras de Pablo a los romanos, conocemos quiénes son los fuertes y quiénes los débiles: Hay quien tiene fe para comer de todo, mientras el que es débil (de fe) come hierbas (Rom. XIV, 2). Por entonces, los de procedencia judaica que se aferraban escrupulosamente a las prescripciones rituales, comían sólo hierbas por temor de ingerir carne que pudiese venir de sacrificios paganos. Los cristianos gentiles comían de todo e increpaban a los judíos por no haberse libertado de la Ley. Los primeros son los débiles, los segundos los fuertes. Los primeros, sin estar muy informados de la Palabra de Dios y con ataduras excesivas a leyes y prescripciones, no lograban una verdadera libertad en el Espíritu. Los fuertes, por divina providencia (conocimiento de las Escrituras, consejos sabios, estudio, experiencia, inteligencia, carácter, cuna) y vocación, podían comer de todo y todo les alimentaba su vida sobrenatural.

            Hoy como ayer, hay fuertes y débiles entre los hijos de Dios y es preciso que nos aceptemos unos a otros, tengamos un mismo pensar y un mismo sentir en el Señor, una vera y fraternal comunión. Formamos un solo cuerpo pero con distintas funciones; dones diferentes conforme a la gracia que nos fue dada, ya de profecía (para hablar) según la regla de la fe; ya de ministerio, para servir; ya de enseñar, para la enseñanza; ya de exhortar para la exhortación (Rom. XII, 6-8). Conocer nuestros dones –también nuestras miserias y limitaciones– nos ayudará a obrar rectamente en pos de una paz verdadera. Cometido difícil desde que el brote cizañero de la humana miseria empieza a manifestarse, ahogando todas nuestras buenas intenciones.

Por eso las exhortaciones del Apóstol vienen en nuestro auxilio. Eso sí, la mayor de las veces van dirigidas al fuerte. Son ellos los que deben fortalecer al débil como nos instruye Job, Isaías y Ezequiel. Ayudar a convertirlos en fuertes haciéndose débiles (Cor. IX, 22), alentándolos y sosteniéndolos (Tes. V, 14), soportando sus flaquezas (Rom. XV, 1), siendo prudentes para evitarles tropiezo (Cor. VIII, 9). Porque ser fuertes no significa ser espiritualmente maduros ni es guiño de santidad; y el desafío que les pide San Pablo es toda una escuela de amor y paciencia que eleva, transforma y purifica.

            Bien. Se podría decir mucho más del fuerte, pero no es el destinatario de estas líneas. Ya bastante se los ha prevenido de esas faltas tan inherentes a su condición –o que acaso más se notan por sí misma–: soberbia, engreimiento, petulancia, menosprecio de los demás y un largo etcétera. Fuera de ello, en estos tiempos de tanta confusión, medianía y democratismo, pareciera oportuno detenerse un poco más en los hombres débiles de fe que, amén de ser mayoría, no tienen muchos medios humanos para descubrir sus posibles extravíos, y puede que su ignorancia o su pecado nos acarree muchos males.

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            Cognitio fidei praesupponit cognitionem naturalem, nos enseña Sto. Tomás. La fe presupone el conocimiento natural, lo mismo que la gracia presupone la naturaleza y la perfección lo perfectible. La fe necesita un anclaje intelectual, insiste el beato Newman, necesita disponer el intellectus –no la ratio– para que el hombre crea existencial y seriamente, aprehenda y contemple la Verdad. No significa otra cosa el antiguo concepto de praeambula fidei. El saber propio es fundamento, es preámbulo, es prólogo de la fe. Si no está, la fe corre serios riesgos: puede debilitarse, deformarse, empobrecerse y, finalmente, perderse. Las Escrituras nos lo dicen así: Es un mal si el alma carece de ciencia, pues tropieza el que anda precipitado. La necedad le tuerce al hombre sus caminos, y luego murmura su corazón contra Yahvé (Prov. XIX, 2-3).

            He aquí el peligro de los débiles, cuya necesidad vital es la escucha humilde (fides ex auditu), el esfuerzo en la comprensión, la magnanimidad intelectual. Así podrán librarse de esa necedad que los arruina… tan oculta para ellos, tan patente para los demás. Crecerán como los cedros aquellos que nacieron en la debilidad y aprendieron con santa Teresa a amar su pequeñez, buscar incansablemente la Verdad, escuchar a los sabios y obedecer a los prudentes. Así, por el misterio de la gracia se harán fuertes en el Señor (2Cor. XII, 10) y por el amor alcanzarán la sabiduría. Quienes no obren así, devendrán en necios o malvados y, como ahora veremos, deformarán su fe (2P. III, 16) y se encargarán de juzgar pecaminosamente a los fuertes.

Un primer error grueso en el que pueden caer es el fideísmo, que pretende excluir a la razón pensando erróneamente que no la necesitan para su vida sobrenatural. Y desprovistos de conocimiento, se aferran a prescripciones humanas, a normativas cercanas, al método seguro y a la letra de la ley. Construyen una fe a su medida, agible. Y con algunas prácticas “confiables” y el devocionario en mano, piensan haber conquistado su senda de liberación. Cualquier otra realidad que ponga en jaque sus estructuras la consideran innecesaria o, cuanto menos, accesoria. El esmero y la delicadeza en el obrar les resulta una exageración; y la sutileza de pensamiento, una extravagancia.

Así las cosas, el juicio temerario y precipitado se les hace connatural. Y es de lo que intenta prevenirlos san Pablo cuando continúa diciéndoles a los romanos: el que come, no menosprecie al que no come; y el que no come, no juzgue al que come, porque Dios le ha escogido (Rom. XIV, 3). El menosprecio del fuerte y el juicio del débil son manifestaciones patentes de una misma maldad interior: la soberbia. Al débil, su juicio lo vuelve un espíritu estrecho y superficial que lo encierra en su ignorancia. Humanamente hablando, están afectados por una inferioridad que se niegan a aceptar; y por eso reclaman igualdad y exigen que sus opiniones sean tan válidas como las de cualquiera… Supongo que habrá ejemplos de sobra para demostrar estas faltas; y nuestra descripción de los débiles malos, de los necios, podrá ampliarse mucho más después de la mirada serena y reflexión de cada uno.

Trabajemos para pensar bien; he ahí el principio de la moral, nos aconsejaba Pascal. Atentos a estos consejos paulinos, podremos evitar muchísimas contiendas entre hermanos, fortalecer los vínculos –heridos, casi siempre, en nuestra sociedad igualitaria- entre viejos y jóvenes, maestros y discípulos, teóricos y prácticos; y disponer el alma para que el poder de lo Alto transforme nuestras mentes y corazones para un amor sin medida y para una contemplación sin ocaso.

José A. Ferrari

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