“Un cuento de Navidad para Le Barroux”. De Natalia Sanmartín Fenollera

Gracias a la generosidad de la Señorita Prim, perdón… de Natalia Sanmartín, hemos recibido ayer el libro “Un cuento de Navidad para Le Barroux”.

Le Barroux es un lugar en Francia donde existe una abadía tradicional francesa con monjes benedictinos. Y la Navidad, es el recuerdo del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo (por las dudas, ¿vio?).

¿De qué trata este cuento breve de apenas 72 páginas y excelentes ilustraciones de Michaela Harrison (otra aficionada a los signos benedictinos)?

Pues no se lo vamos a contar aquí…; sólo podemos decirles que, en menos de una hora, se lee; porque es un cuento, un cuento brevísimo para niños y grandes que sólo los primeros entenderán (los adultos diremos que lo entendimos, pero será mentira).

Un niño, sin padre, pierde a su madre; no a una madre común, sino a esas que sólo tienen tiempo para lo importante y no para lo urgente. Una madre que es capaz, de contar cuentos, cazar mariposas y desgranar rosarios…

Y ese pequeño, amante de las arañas, de los libros de ciencias y de los héroes bíblicos, luego de verse huérfano de lo que más ama un niño en esta tierra –fuera de las arañas, de los cuentos y de los héroes bíblicos, claro– comienza a preguntarse si todo eso que oía de los labios de su madre, era verdad.

Porque las madres no mienten, exageran…, como exagera siempre el amor.

Es el caer en la adultez, ese tiempo de ensueño que, muchas veces, nos impide gozar de la vida verdadera, que es la vida de arriba, que “no se goza estando viva hasta que esta vida muera”, como decía la santa de Ávila.

– “¿Y si no es cierto esto o lo otro? ¿y si todo es un “cuento narrado por un idiota”?¿y si después de esta vida, nada…?”.

Y nos vienen a la idea las apuestas pascalianas, de que es mejor vivir etsi Deus daretur a vivir como si Dios no existiese, es decir, como políticos…

Y el niño pide signos; signos de que todo lo que le narraban era verdad. Como Gedeón, como Moisés, y no los ve; o, mejor dicho, los ve, pero no los percibe; como se ven las especies eucarísticas sin que, muchas veces, percibamos la realidad.

Y pasan las navidades, con peticiones, recuerdos y anécdotas; y rostros que ya es difícil por haberlos soñado y pensado tantas veces; y sólo recién, al final, el niño, a punto de caer en la adultez, es decir, ese período que sucede a la enfermedad de la adolescencia, entiende que esas señales que pedía al Buen Dios, estaban allí, en una estrella, en una torre o en un arca, que escondían y velaban lo que existía pero, muchas veces, no se dejaban ver, como el Sol.

Y entonces, despierta. Como la Señorita Prim.

 

Que no te la cuenten…

P. Javier Olivera Ravasi, SE

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