Sola Scriptura: un imposible

Consideraciones sobre la formación de la Biblia

por Pablo Sepúlveda

“Y hay también otras muchas cosas que hizo Jesús,

las cuales si se escribieran una por una,
pienso que ni aun en el mundo cabrían

los libros que se habrían de escribir” (Jn 21, 25)

 

            A 504 años del comienzo de la “reforma” protestante ofrezco a los lectores de Que No Te la Cuenten una modesta divagación a propósito de la doctrina de la sola scriptura sostenida por el protestantismo histórico. Nadie puede negar que, en general, los protestantes, especialmente los “evangélicos”, suelen citar de memoria y con exactitud muchísimos versículos bíblicos extraídos casi siempre de la edición Reina Valera de 1960 (RV 1960). Esto es un hecho a primera vista loable. Muchos protestantes sinceros sienten una hermosa devoción por el texto sagrado, tanto como los católicos romanos por el Rosario o los ortodoxos por los íconos. No obstante, y sin entrar en juicios personales, debemos decir con firmeza que la sola scriptura, invocada como única autoridad dogmática, es absolutamente antihistórica, por no decir herética. Condenarla es un deber, más aún, considerando que esta doctrina “reformada” pulula hoy en día incluso en el catolicismo.

            El pseudo Dionisio Areopagita en su tratado Sobre los Nombres Divinos advierte que, sin perjuicio de la inaccesibilidad de la criatura respecto al Creador, son las Sagradas Escrituras el techo o tope de las cosas que sí pueden afirmarse sobre Dios. Hasta aquí, el protestantismo podría sentirse auspiciado por este gran autor eclesiástico. Sin embargo, antes de darles la razón, detengámonos un momento en dicho escritor: se le llama “pseudo” pues, aunque bajo el nombre de Dionisio, discípulo de san Pablo, no fue él quien escribió el tratado antes mencionado, sino un individuo indeterminado cerca de Bizancio allá por el siglo VI.  ¿Por qué entonces se le cita como autoridad? El motivo no fue la ineptitud investigativa de la jerarquía eclesiástica del primer milenio -que en todo caso contaba ya con un extenso corpus cristiano para cotejar el texto pseudo epigráfico-, sino la ortodoxia de sus enseñanzas que cubrían cualquier desconfianza sobre su validez. La atribución de su autoría a san Dionisio no es un intento burdo de faltar a la verdad, sino la corroboración de que las doctrinas expuestas no eran nuevas, sino parte de una larga Tradición siempre viva entre los cristianos.

            La Sagrada Tradición es la columna vertebral de la Iglesia. Sólo un cristiano islamizado podría afirmar sin reserva alguna que el cristianismo es una “religión del Libro”. Si bien el Antiguo Testamento ya existía en tiempos de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo y de sus alabadísimos apóstoles, los cristianos no lo interpretamos a la manera judía, sino a la Luz de la Revelación del Dios Encarnado y de las subsecuentes enseñanzas apostólicas de las cuales surgió, a su vez, el canon del Nuevo Testamento.

            A continuación, trataré someramente algunos datos sobre la formación de las Sagradas Escrituras. Para ello tomaré como ejemplo algunas experiencias propias que motivaron mi reflexión en torno a esta interesante materia. El objetivo último de estas líneas es demostrar de manera simple y accesible a cualquier lector que la sola scriptura no merece credibilidad en absoluto. Propongo en vez de ella -seriamente irónico- la doctrina de la Sola Traditio.

Sobre el canon del Antiguo Testamento

            Sin contar la escueta educación religiosa que recibí de parte de mi madre y mi abuelita que me enseñaron el Padre Nuestro, los Mandamientos, algunas historias de la Biblia y que me llevaron muy ocasionalmente a la Eucaristía, no me avergüenzo de decir que mi primer acercamiento decisivo a la Fe, a la edad de 12 o 13 años, fue en un grupo de evangélicos afines al pentecostalismo. Allí aprendí a adorar a la Santísima Trinidad y a despreciar el aborto. A los pocos meses de congregarme con ellos quise tener mi propia Biblia, así que sencillamente tomé “prestada” la Biblia Latinoamericana que guardaba mi abuela; aunque bien al fondo de un cajón, con mucho esmero y piedad.

            Grande fue mi confusión al llegar al siguiente culto, cuando el pastor me dijo: “Esa Biblia no le sirve, los católicos le agregaron libros”. Acto seguido, partí a comprar la RV 1960. Leyéndola aprendía muchas cosas edificantes, sin embargo, el recuerdo de esos libros “espurios” me quitó el sueño un par de meses. Según averigüé por mi cuenta, y muy discretamente, super que se llamaban Deuterocanónicos  -segundo canon-. Pero no entendía si fueron añadidos o quitados, ni quién lo hizo y por qué. Así que fui a la parroquia más cercana a mi casa para preguntarle al cura. Aquel reverendo presbítero tenía de humildad lo que le faltaba de cultura, o sea, muchísima. No supo darme una respuesta certera, pero me invitó a la Misa y así comenzó mi peregrinación hacia la Iglesia Apostólica.

            Con el tiempo he llegado a leer los Deuterocanónicos y he conocido algunos datos relevantes sobre ellos que enseguida paso a señalar. En primer lugar, el canon vétero testamentario utilizado por la Iglesia primitiva fue la Septuaginta o versión de los LXX. Esta traducción griega incluía los libros de Tobías, Judith, Macabeos, Ester, Baruc, Sirácides -o Eclesiástico-, Sabiduría y algunos fragmentos agregados a la versión hebrea de Daniel. La Septuaginta fue ampliamente difundida en el mundo antiguo, helenizado luego de las conquistas de Alejandro Magno -que, dicho sea de paso, aparece mencionado en el libro de Macabeos-. Su difusión alcanzó incluso a las sinagogas palestinas. Si consideramos que los primeros cristianos fueron en su mayoría gentiles, es lógico que el canon utilizado fue la versión de los LXX. Además, el Apóstol de las Naciones, aunque judío y fariseo, provenía de Tarso, que era un importante centro cultural muy helenizado por entonces. Seguramente conocía muy bien la Septuaginta y la utilizó para predicar a los judíos en diáspora y a los gentiles en un idioma que pudieran comprender.

            Sin embargo, los protestantes se niegan a considerar estos libros. ¿Por qué? Ellos podrían decir, por ejemplo, que ciertos versículos de Macabeos fueron utilizados por la Iglesia romana para enseñar la doctrina del purgatorio, en la cual no creen. No obstante, los ortodoxos tampoco creen en ella y aun así consideran canónicos los dos libros de Macabeos, ¡y hasta un tercero! Fueron los judíos quienes definieron el canon actual de su Tanaj. La fecha más aludida es el año 95, en el concilio rabínico de Jamnia. Otros estudiosos, que han negado dicha asamblea, datan la definición del canon en el 115. Considérese cualquier fecha; a esas alturas la Iglesia Cristiana ya ofrendaba Mártires a Dios Nuestro Señor, tal como el año 64 se elevaron como incienso multitud de humaredas, millares de corderos abrasados sobre las cruces flamígeras que iluminaron las vías del desgraciado Nerón…

            Para ser más exactos entonces, los protestantes no siguen el canon judío. Si así fuera, tendríamos que concluir que ya había protestantes en el siglo II, lo cual es a todas luces una tontería. Es más, la famosísima RV 1960 proviene de la primera traducción al castellano realizada en 1569 por Casiodoro de Reina -monje español que se hizo protestante- y revisada en 1602 por Cipriano de Valera -otro apóstata. Ambas ediciones tenían los libros Deuterocanónicos. La interrogante continúa… En este punto, para darlo por pasado, baste señalar que las Sociedades Bíblicas tuvieron mucho que ver en el cercenamiento de las Sagradas Escrituras. Al parecer, la “recensión” corta de la Biblia se vendía mejor. Respecto a estas Sociedades, sépase que por Pío IX las anatematizó en su Encíclica Qui Pluribus. Razones tenía de sobra. Recomiendo a mis lectores que averigüen sobre esta pertinente condena.

Sobre el canon del Nuevo Testamento

            El canon neotestamentario es el mejor ejemplo de cómo las Sagradas Escrituras no cayeron del cielo, sino que resultaron de una tradición oral previa que tiene como punto de partida las profecías, enseñanzas y el sacrificio redentor de Nuestro Señor Jesucristo realizados a la vista de sus apóstoles y discípulos. Toda esta Tradición, con el tiempo vertida en escritos, tiene como custodia a la Iglesia.

            Aunque de raíz protestante, la sola scriptura en el último tiempo se ha infiltrado en el catolicismo. Para tratarla en la presente sección me referiré a su versión “católica” progresista. Recuerdo un día que discutí con un “laico comprometido” que afirmaba que lo único importante eran los Evangelios, al tiempo que despreciaba las epístolas paulinas “legalistas”, obviaba el libro de Hechos, las epístolas católicas y el Apocalipsis. Su recensión personal de la Biblia se debía a su rechazo a la jerarquía eclesiástica pederasta y colaboradora con las dictaduras latinoamericanas en décadas pasadas; en el fondo de su incomprensión se agazapaba la “teología” de la “liberación”. Para él, todo lo de fuera del Evangelio era sospechoso de ser utilizado para oprimir. Sin perjuicio de sus legítimas contrariedades para con clérigos corruptos, claramente su desacuerdo no se limitaba a los problemas coyunturales que pueden afectar a la Iglesia. También miraba con desdén los ritos y negaba el sacerdocio; ambas, características del protestantismo según vemos, por ejemplo, en la Confesión de Augsburgo (1530), por no referirnos a los verdaderos espectáculos televisivo/psiquiátricos de algunos “cultos” como los de Cash Luna o “Pare de Sufrir”.

            A este individuo respondí así. El Evangelio del Señor dejado en herencia por los apóstoles y sus discípulos en forma de textos escritos no se hicieron solos, los hizo la Iglesia. Aquellas cosas que ahí no se registraron fueron transmitidas por otros medios, principalmente la liturgia. Debemos tener en cuenta que en el NT hay ágrafos, es decir, dichos de Jesús que no aparecen en los evangelios. San Lucas pone en boca de san Pablo: “recordar las palabras del Señor Jesús, que dijo: Más bienaventurado es dar que recibir” (Hch. 20: 35). El apóstol en 1 Corintios 11: 23-26 registra exactamente las palabras de consagración que dijo Cristo en la Última Cena. ¿De dónde conocía san Pablo estas cosas? Las conocía de la Tradición, pues, luego de convertirse y regresar de Arabia, el apóstol fue a Jerusalén para encontrarse con Pedro y otros discípulos que conocieron personalmente a Cristo. La evangelización era oral, por eso san Pablo escribe “estad firmes, y retened la doctrina que habéis aprendido, sea por palabra, o por carta nuestra (2 Tes. 2: 15). Sólo después de esta primera predicación se escribió el Evangelio según San Marcos, el más temprano. En el caso del de San Lucas, sus primeros versículos dan cuenta de una tradición precedente respecto de la que el escrito es una consecuencia: Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas, tal como nos lo enseñaron los que desde el principio lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribírtelas por orden, oh excelentísimo Teófilo, para que conozcas bien la verdad de las cosas en las cuales has sido instruido (Lc. 1: 1-4).

            Le hablé también de que había otros escritos llamados apócrifos. Entre ellos unos muy tardíos y totalmente heréticos que fueron condenados enseguida, como el evangelio de Tomás. Otros, considerados espurios, gozan hasta hoy de un reconocimiento piadoso y bien harían los cristianos en conocerlos, por ejemplo, el Evangelio de la Infancia atribuido a Santiago o los que relatan la Asunción de la Santísima Virgen María, que no por nada es una fiesta litúrgica antiquísima. Otros textos fueron muy discutidos como el Didajé, la Doctrina de los Apóstoles, las Epístolas de Clemente, la de Bernabé y el Pastor de Hermas. Éstos los consideraron canónicos algunos Padres de la Iglesia en ciertas regiones. Se trata de textos muy primitivos, como una especie de eslabón o como la escisión definitiva con la creencia judaica. A estos textos debemos gran parte de la teología de los primeros siglos. Si los leyéramos, encontraríamos su rastro en toda la patrística.

            Ahora bien, en cuanto a los libros que sí quedaron en el canon, eran de dos tipos. Unos aceptados por todos, como los Evangelios, Hechos y algunas cartas paulinas. Otros, discutidos, pero aceptados por la mayoría de las iglesias, como son la Epístola a los Hebreos, Timoteo, Tito, algunas epístolas de Juan y Pedro, Santiago, Judas y hasta el Apocalipsis. Es decir, prácticamente la mitad del Nuevo Testamento. Son de especial interés Judas y el Apocalipsis de Juan. En el primer caso hay alusiones a libros apócrifos del Antiguo Testamento. En cuanto al Apocalipsis, fue muy discutido en toda la Iglesia, especialmente en el oriente. De hecho, las Iglesias que siguen la traducción siriaca no lo incluyen hasta la actualidad. ¿Se imaginan una Biblia sin Apocalipsis? ¿Qué pasa entonces con las doctrinas escatológicas? La respuesta es sencilla: para el año 381 la Iglesia confesó el Credo Niceno-Constantinopolitano el cual dice “creo en la resurrección de los muertos y la vida del siglo venidero. Amén”. Así que, aun si no se considerara canónico el Apocalipsis, la Iglesia ya declaró en Concilio Ecuménico aceptado por toda la cristiandad -incluidos nestorianos y monofisitas- que espera vigilante la Segunda Venida del Señor.

            Por último, quisiera mencionar que muchos Padres de la Iglesia como Eusebio de Cesarea, san Agustín, san Atanasio y otros, además de sínodos provinciales y concilios ecuménicos, escribieron diferentes listas de libros considerados canónicos; además existen muchos códices con importantes variantes.

La Sola Traditio

            La Iglesia Católica considera como fuentes de la Revelación las Escrituras, el Magisterio y la Tradición. Dicho de otra manera, la Iglesia cree en las Escrituras que han sido enseñadas por el Magisterio según una Tradición ininterrumpida desde Cristo hasta nosotros por medio de la sucesión apostólica. Esto es totalmente lógico ahora que sabemos que la Biblia fue escrita y seleccionada por la Iglesia, no cayó del cielo. Es más, la Tradición eclesiástica excede con creces lo que podríamos conocer de Dios a partir de la sola scriptura. La Biblia no se explica sola. Una “iglesia” surgida a partir de un libro, por más santo que sea, carecería de todo símbolo externo y de toda fraternidad real entre sus miembros; no sería cuerpo místico de nada, sino un mero grupo de estudio que, por más erudito en la crítica histórico-literaria, estaría totalmente vacío de Espíritu. “Como dice la Escritura”: ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo (2 Pe. 1: 20-21).

            Si los protestantes se han atrevido a quedarse con su recensión corta de la Biblia, los católicos podríamos con toda confianza deshacernos de las nuestras y en un acto de caridad donárselas a ellos. A nosotros nos basta con la Sola Traditio. Imaginemos que las Biblias desaparecieran de una vez por todas. El protestantismo se esfumaría con ellas. Los católicos, en cambio, podríamos reescribirla en un santiamén revisando nuestros textos litúrgicos, apologéticos, patrísticos y las jaculatorias de nuestros bienaventurados ascetas.

“Yo, en verdad, no creería en el Evangelio
si no me impulsase a ello la autoridad de la Iglesia católica”.

San Agustín, obispo de Hipona.

Pablo Sepúlveda


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5 comentarios sobre “Sola Scriptura: un imposible

  • Pingback:“Tu Palabra, Señor, es verdad; conságranos en la Verdad” (Cf. Jn. 17, 17) – AleMaraGomezCejas

  • el octubre 25, 2021 a las 9:40 pm
    Permalink

    Perdóneme Padre, pero el texto de Sepúlveda tiene gruesos errores. Sería mejor no publicarlo.
    Le menciono algunos.
    1) Decir que el NT «lo escribió la Iglesia» es, cuanto menos, anfibológico, pues podría significar que quienes escribieron los Evangelios no fueron testigos ellos mismos o quienes se los narraron, sino que fue una «creación de la fe del pueblo cristiano», como afirman los modernistas; y que hay, por tanto, un «Cristo de la fe» junto a un «Cristo histórico» (proposición condenada en el decreto Lamentabilii, números 20 y 29).
    2) Es inexacto afirmar que el Magisterio de la Iglesia es una «fuente» de la Revelación. En todo caso, es una fuente de interpretación auténtica, siempre que guarde los requisitos que exige el concilio de Trento y la Tradición y asegure su continuidad doctrinaria o ideológica, como indica san Vicente de Lerins. Algo de esto se dice en «Dei Verbum» (CVII), aunque el lenguaje impreciso y vago arroja algunas dudas sobre lo que se afirma. Algo más claro está en el Catecismo Iglesia católica, números 80 a 82.
    3) Es exacto que la Iglesia católica tomó, en general, el cánon heredado de la Biblia griega o Septuaginta, desechando las novedades introducidas por los judíos luego de la Resurrección del Señor. Y la causa de esto es que es ésta, los LXX, es la versión del Antiguo testamento que emplea Nuestro Señor en el Evangelio y que utilizan los Apóstoles en las Cartas. La versión del AT llamada «masorética», que sin mucho criterio han adoptado recientes publicaciones bíblicas católicas como «textos originales en hebreo» (cosa que no son, pues datan del siglo X de nuestra era y por lo tanto no son originales, pero sí en hebreo), contiene errores que han quedado demostrados por su comparación con la Biblia Griega, que es más de mil años más antigua y, todavía más aún, con los Rollos del Mar Muerto que, en general, se ajustan asombrosamente a la versión de los LXX y no al texto hebreo moderno. En todo caso, el cánon católico incluye los libros llamados «Deuterocanónicos» que los judíos y algunas denominaciones protestantes rechazan, en consonancia con los primeros. El error protestante es tomar la «religión judía» como distinta o autónoma de una más completa «religión de la promesa», que es la Católica, que incluye como es notorio un período judío.
    4) En general, los Padres coinciden en los libros que han de aceptarse como canónicos, o revelados por Dios. En lo que no están de acuerdo es en su denominación, puesto que lo que para unos es un solo libro, para otros son siete o aún diez distintos. Pero esto no hace mella en la unicidad con que la Iglesia los ha aceptado, declarando solemne e infaliblemente su cánon en el concilio de Trento. Los libros rechazados por los judíos y sus seguidores protestantes, culpables de la mutilación de la «Reina Valera» -que originalmente era una traducción de la Vulgata de San Jerónimo- han sido casi todos hallados entre los repositorios de las cuevas de Qumrám, es decir, entre los Rollos del Mar Muerto, dando nuevamente razón a la inspiración divina de la Iglesia.
    Hay otros detalles menores que, sin dudar para nada de la sanísima intención del autor, denuncia una «forma mentis» inficionada del sentido de la «crítica histórica» o «método histórico crítico».
    En todo caso, debe tenerse presente la declaración del Apóstol sobre el conocimiento de las Sagradas Escrituras: «Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece» 2Cor, 3,14.
    Muchas gracias y perdone la extensión.

    • el octubre 25, 2021 a las 10:47 pm
      Permalink

      Gracias Ludovico, por tus observaciones.
      Tienes toda la razón en cuanto a la forma mentis, de hecho, soy licenciado en Historia. Debe ser eso.
      En cuanto a mi profesión religiosa, creo todo lo que propone la Santa Madre Iglesia. Los errores van por cuenta mía.
      Te invito a leer mis otros escritos.
      Saludos.

  • el octubre 26, 2021 a las 10:32 am
    Permalink

    Apreciado Pablo:
    Espero que no se moleste conmigo por mis observaciones. Le aclararé algo: Cuando hablo de la «forma mentis» que deja el «método histórico crítico», me estoy refiriendo a uno de los principales frentes de ataque del Modernismo contra la Iglesia, que son las Sagradas Escrituras y el escepticismo metódico al que las sujetan. Al decir de un escritor reciente (ahora penosamente enfermo), como el demonio no pudo secar la fuente de la Fe, que son las Escrituras Sagradas, intentó por lo menos envenenarlas con falsas doctrinas de «exégesis». Eso es el «método histórico crítico» (inventado y bautizado por Harnack), un sistema de duda metódica de las verdades reveladas contenidas en la Escritura, bajo el pretexto de aplicárseles los tres o cuatro dogmas «interpretativos» que ellos sostienen sin desmayo y los puede encontrar en casi cualquier estudio hermenéutico moderno, y que suponen la aplicación de las «ciencias positivas» modernas al Mensaje de Dios (inaceptabilidad de los milagros por no ser lógicos, destrucción del carácter testimonial de los Evangelios, que serían el resultado de la Fe de los primeros cristianos antes que la narración precisa de los hechos históricos acontecidos en Galilea y Judea en la Persona de Jesús de Nazareth. Le recomiendo lea atentamente el prólogo o introducción del libro de Ratzinger «Jesús de Nazareth», donde el ya por entonces papa confiesa que él, durante muchos años, había creído eso. Supuesta helenización del judaísmo, religión prístina, con nefastas consecuencias, como los «dogmas» ¡nada menos! Una caprichosa «crítica textual» supuestamente de los «estilos literarios» que los lleva a desechar como falsos, o interpolados, textos que siempre se han considerado revelados). Desde luego, los campeones de esta corriente son los protestantes Rudolf Bultmann y Adolf von Harnack (este último precursor del primero) que ha corrido con éxito inaudito en los medios católicos. Solo basta repasar los programas y bibliografía de las materias bíblicas en nuestros Seminarios -aún los más pintudos- para encontrarse con esta corriente de desprestigio de las Sagradas Escrituras. Consecuencia de esta forma de pensar es la aceptación acrítica -de sana crítica- de los llamados «textos masoréticos» como fuentes preferentes para las Biblias modernas, en lugar del texto griego, milagrosamente (así lo narra Flavio Josefo) traducido por los rabinos de Alejandría en también milagrosa previsión de la llegada del Redentor.
    Estos herejes sostienen en Biblia casi todos los errores que puede Ud. encontrar en el decreto «LAMENTABILI SINE EXITU» de San Pío X, de 1907, santo papa que me ahorra el trabajo de escribirle un tratado (para lo cual no estoy preparado…).
    Quedo a su disposición para lo que guste mandarme
    L. b-C.

    • el octubre 29, 2021 a las 12:25 pm
      Permalink

      El problema no es tanto que haya teorías -inevitables cuando se piensa sobre algo y se le quiere dar el toque personal-

      El problema está en dar a las teorías el valor de verdad.

      Hasta que una teoría no se confirme como verdad, no es verdad. Y precisamente hay todo un protocolo en las ciencias puras y en las sociales para confirmar o rechazar cualquier teoría.

      No basta con que esté de moda.

      Luego está la formación del sacerdote:

      Lo importante del sacerdote es que crea sin fisuras, no que sea científico. De la misma manera que lo importante del sastre es cortar un buen traje o del soldador soldar con un mínimo de seguridad y limpieza.

      La única función del sacerdote es la de llevar almas al cielo.
      Para eso utiliza los ritos sagrados y realiza los estudios de filosofía y teología mínimos necesarios.

      Eso no significa que no estudie todo lo que pueda o que lea todo lo que quiera, pero si no salva almas no es efectivo: no cumple ni con Dios, del que es Su ministro, ni con los fieles, porque no sirve, ni con su vocación, porque no la obedece.

      La virtud más importante pues del sacerdote es creer; y creer sin dudas ni fisuras. Porque es con su seguridad interior con la que convencerá a los demás a cumplir con la doctrina y salvarse.

      Luego, sí; licenciaturas, doctorados, investigaciones…

      Pero lo que tiene que aprender y vivir el futuro sacerdote en el seminario, que es casa de formación, es a ser sacerdote y a vivir las virtudes crustianas. En este estadio no caben las teorías, porque crean duda.

      Mala ganancia es entrar en un seminario para ser santo y salir del seminario habiendo perdido la fe.

      Mal servicio hacen los directores de estudios recomendar a esos teólogos promoviendo teorías no comprobadas y que son opuestas a la doctrina tradicional.

      Vivimos en una época de intelectualismo que impide ver la realidad, observarla y sacar consecuencias. Fruto del conocimiento libresco que impide el sentido común y la vida de acción.

      La vida es para vivirla, no para pensarla (neuroticismo)

      También los sacerdotes están infectados de este morbo.

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