Un combate olvidado. La Escuelita de Manchalá

Sucedió un 28 de Mayo…

 

“Combatió con gloria,

por la libertad y

honor argentino

el 28 de mayo de 1975”

Leyenda en la bandera de guerra del

Batallón de Ingenieros de Montaña 5

El 28 de mayo de 1975, durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón, y en el marco del Operativo Independencia ordenado por el gobierno para terminar con el accionar de la guerrilla marxista en la provincia de Tucumán, una columna de varios vehículos, transportando a 117 hombres pertenecientes al Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) partió fuertemente armada al pueblo de Famaillá donde se encontraba el Puesto de Comando Táctico de las operaciones contra los subversivos en el frente rural. El objetivo consistía en tomar el pueblo, conseguir la rendición, fusilar a los oficiales; secuestrar al comandante de la brigada para canjearlo por subversivos prisioneros y anunciar la victoria.

La operación había sido planificada hasta el más mínimo detalle, por lo que creían que llegarían sin problemas hasta Famaillá donde vencerían a las fuerzas del Ejército, inferiores en número y desprevenidas. Lo que no tuvieron en cuenta fue a un puñado de soldados argentinos que, con valentía y determinación, dispuestos a dar la vida por la Patria, se interpusieron en su camino y frustraron la operación antes de que comenzara.

Los hombres de la Compañía de Ingenieros de Montaña 5 de Salta estaba listos para partir hacia el pueblo de Famaillá en la provincia de Tucumán. Eran las cuatro de la mañana y seis camiones unimog esperaban en fila para comenzar el largo viaje. Con el bolso preparado y los fusiles al hombro los soldados se disponían a subir en las cajas abiertas de los todo-terreno cuando apareció el padre Martín, capellán de la compañía y luego de hablar con el sargento los convocó a todos a una Santa Misa que no estaba prevista, en la que regaló a cada uno un escapulario de la Virgen del Carmen, patrona del Ejército Argentino[1] y de Famaillá.

Ya en Tucumán, en la mañana del 28 de mayo de 1975, algunos de los jóvenes soldados y dos suboficiales partieron, como lo venían haciendo diariamente, en uno de los unimog desde Famaillá, rumbo a la escuela rural de Manchalá, para refaccionar sus instalaciones. En la caja abierta del todo-terreno viajaban los soldados llevando palas, picos, brochas, pinceles, tachos de pintura y sus fusiles FAL con dos cargadores de recarga cada uno.

Poco después de llegar a la escuela empezaron a llegar los alumnos provenientes de los parajes vecinos, unos treinta niños de entre 9 y 12 años que asistieron a clase durante la mañana. Finalizada la labor escolar, y despedidos los niños, se sumó otro grupo de soldados de la Compañía de Ingenieros para ayudar a terminar los trabajos durante la tarde, ya que tenían previsto volver a Salta el día 31. Sumaban ahora en total catorce hombres, doce soldados y dos suboficiales.

Eran las dos de la tarde y a los soldados se les permitió tomar un descanso refugiándose del fuerte sol en la galería de la escuela, cerca de una pequeña gruta de la Virgen al lado del mástil de la escuela. Tres quedaron de centinelas a treinta metros de la escuela cerca de la ruta, entre ellos el soldado José Romero. Al ratito nomás, ve venir por el camino a tres hombres. Dos de ellos se acercan y le preguntan quién está a cargo de la sección.

— El suboficial que está en la escuela —respondió José e inmediatamente les preguntó qué es lo que querían.

— Queremos jugar un partido de fútbol —le responden los desconocidos.

A Romero le pareció un poco extraño el pedido teniendo en cuenta el calor que hacía esa tarde, pero igual los lleva a ver al suboficial Lastra, que en ese momento se encontraba inspeccionando los trabajos en la escuelita. Los dos desconocidos reiteran su propuesta de hacer el partido de fútbol a Lastra, pero el suboficial tampoco se mostraba convencido. Es entonces cuando uno de los dos hombres le propone que los soldados se fueran preparando hacia las cinco y media, que ellos llegarían después.

Lastra, que de tonto no tenía un pelo, comenzó a sospechar. Luego le preguntan al suboficial:

— ¿Ustedes cuántos son? Nosotros tenemos para tres equipos.

Lastra respondió fríamente:

— Nos sobran. Nos sobran para tres equipos. Nos sobran soldados.

Se despidieron y Lastra se dirigió al soldado Romero:

— Romero, agarrá el casco y te vas a tu puesto. Abrí bien los ojos.

El suboficial Lastra tuvo que abandonar Manchalá para inspeccionar las demás escuelas, no sin antes alertar a los demás soldados.

Unas horas más tarde una columna de vehículos avanzaba por la ruta 99 llevando 117 guerrilleros del ERP. La ruta de tierra daba una curva de noventa grados justo antes de llegar a la escuela y cuando el primer vehículo giró se encontró con los centinelas de la escuela de Manchalá. Al ver a los soldados el conductor bajó la velocidad, pero después volvió a acelerar. Lo seguía un camión Ford gris que iba lleno de hombres armados y vestidos de verde. Este se detuvo, e inmediatamente abrió fuego sobre los salteños. Los soldados, que ya estaban en alerta cuando pasó el primer vehículo y tenían preparados sus fusiles, respondieron el fuego. El resto de la columna de vehículos se detuvo y docenas de subversivos bajaron para rodear la escuela. Uno de los centinelas es herido en una pierna y consigue arrastrarse hasta detrás de un eucalipto para ponerse a resguardo de la lluvia de plomo. La herida era profunda y le había destrozado el fémur, pero no había mucha sangre —la arteria se había salvado. Uno de sus compañeros corrió a su lado para protegerlo disparando frenéticamente con su fusil FAL. Las balas zumbaban por el aire, el sonido era ensordecedor. Algunas pasaban a centímetros de la cabeza de los soldados, mientras que otras impactaban en el árbol astillando la corteza. Los que estaban resguardados en los árboles podían sentir cada uno de los disparos en los gruesos troncos que temblaban ante cada impacto. Uno de ellos se asomó para disparar, pero una bala rozó su casco, haciéndolo retroceder para volver a ponerse a cubierto detrás del árbol que lo protegía.

Los soldados que descansaban en la galería se incorporaron con los primeros disparos y se pusieron a cubierto para responder el fuego. Algunos se cubrieron en la ermita de la Virgen y dispararon a los subversivos que bajaban de los vehículos. Los suboficiales comenzaron a dar rápidas ordenes conservando la calma y, pistola en mano, señalaban los objetivos. Uno de los soldados consiguió subir al techo de la escuelita mientras los disparos impactaban a su alrededor haciendo saltar el revoque de la pared.

Ante la inesperada resistencia, y sabiendo que se quedaban sin tiempo, los guerrilleros instalaron una ametralladora MAG en una casa frente a la escuela. Desde allí comenzaron a disparar sin interrupción.

Mientras tanto los suboficiales veían de qué manera rescatar al soldado herido detrás del grueso eucalipto que a duras penas lo protegía. Dos de sus compañeros que estaban parapetados detrás de la ermita abandonaron esa protección para rescatarlo. En cuanto salieron a la carrera, los insurgentes concentraron los disparos sobre ellos, pero parecía como si Virgen hubiera intervenido porque las balas no les pegaron de milagro. Al llegar hasta el herido lo agarraron de los hombros logrando arrastrarlo hasta la escuela entre los balazos, que se veían cómo “salpicaban” en el patio a solo unos centímetros de ellos. Lo metieron en una de las aulas y, una vez dentro, reanudaron el fuego desde las ventanas sobre los subversivos.

La situación era desesperada, ya que no contaban con las suficientes municiones para resistir un ataque prolongado. Debían hacer valer cada cartucho. En esos momentos agradecían la rigurosidad de su instrucción básica y trataban de aplicar lo aprendido en sus primeras semanas como soldados: “un disparo, una baja”. Cada uno contaba con tan solo sesenta proyectiles.

Una hora después de comenzado el combate y ante la imposibilidad de avanzar sobre la escuela, los guerrilleros recurren a otra táctica y comienzan a gritar a los soldados que estaban dentro de las aulas:

—¡Grupo escuela, ríndanse! ¡los tenemos rodeados! ¡La cosa no es con ustedes, es con los oficiales!

Los soldados miraron a sus superiores. No había atisbo de duda en sus ojos, eran soldados del Ejército Argentino, guerreros salteños orgullosos de portar el uniforme de la Patria. No iban a abandonar a sus jefes. Orgulloso de sus soldados, el suboficial contestó:

—¡Avancen hijos de puta!, ¡vengan a buscarnos!

A medida que consumían las municiones, la situación se tornaba cada vez más desesperante. Pronto estarían obligados a solicitar refuerzos de forma urgente o tarde o temprano serían derrotados.

Al no contar con una radio, entonces deciden que vaya el soldado Demayo en el unimog hasta Famaillá. Luego de dejar su fusil al suboficial y cambiarlo por la pistola, Demayo se dirige al camión cubierto por el fuego de sus camaradas. Logra subir, pero inmediatamente recibe una lluvia de fuego sobre el parabrisas lo que lo obliga a arrojarse por la puerta del acompañante sin lograr encender el camión. En un segundo intento logra encenderlo y hacer marcha atrás para esquivar el grueso de terroristas, pero al querer frenar para evitar unos caños de desagüe, apilados allí por trabajadores viales, quienes por esos días construían un alcantarillado, se da cuenta que los frenos no funcionan y el unimog choca contra ellos quedando semicolgado y atascado. No le queda, entonces, más opción que volver a la escuela.

Ante el intento fracasado de llegar a Famaillá en el unimog, uno de los suboficiales no duda en buscar él mismo los refuerzos. Se lanza a la carrera hacia el cañaveral que rodeaba la escuela, atravesando la espesa vegetación con rapidez. Algunos guerrilleros se dan cuenta de su intento de fuga y comienzan a disparar, pero el suboficial logra moverse con velocidad y habilidad, evitando las balas y alejándose cada vez más de la escuelita. El sonido de los disparos se fue desvaneciendo a medida que avanzaba, y pronto se encontró en un lugar tranquilo y oculto. Respiró profundamente y miró alrededor, nadie lo seguía. Quedaban todavía 17 kilómetros hasta Famaillá y él era la única esperanza para sus compañeros atrapados en la escuela. Habiendo recupeado fuerzas, reanudó la carrera adentrándose una vez más en el cañaveral.

Ya estaba atardeciendo cuando un camión Mercedes Benz del Ejército conducido por un soldado, que llevaba algunas herramientas para terminar los trabajos, apareció en el camino a unos 150 metros de la escuela. El soldado es sorprendido por los disparos de los subversivos y pierde el control del camión que cae en la banquina. Viendo que dentro del camión no tenía forma de defenderse, baja y se parapeta detrás de las ruedas. Pero termina siendo alcanzado en un brazo y se arrastra hasta refugiarse bajo el camión.

Ya había oscurecido totalmente, cuando un nuevo unimog del Ejército llegó al lugar desde la vecina escuela de Balderrama a cinco kilómetros de Machalá. Habían escuchado los disparos y no habían dudado en ir a socorrer a sus compañeros. En él iba el sargento Lastra, acompañado de cuatro soldados. Este vehículo también recibe una lluvia de balas, siendo herido el soldado que iba conduciendo y el unimog queda inutilizado al costado del camino, detrás del Mercedes Benz. Los soldados abrieron fuego contra los subversivos desde detrás del unimog, pero no pudieron acercarse a la escuelita.

Dentro de la escuela, casi sin munición, los salteños esperaban el asalto final del enemigo. Pero pasaban los minutos —que parecían una eternidad— y el ataque no se producía. De pronto, una luz iluminó la noche como si fuera de día. Era una bengala de la brigada del Ejército que, alertada por el suboficial que había logrado llegar a Famaillá, luego de una veloz carrera, arribaba al mando del general Vilas.

El general estaba convencido que estaba llegando tarde y que el ERP, con la superioridad de hombres y armamentos de que disponía, habría podido tomar la escuela. También era lógico suponer que, si la escuela se había perdido, entonces todos sus camaradas estarían muertos. Sin embargo… la esperanza es lo último que se pierde, y, para asegurarse, el principal Lastra decidió acercarse y, con una mezcla de emoción, rabia y rezos, entonó el verso inicial de la Canción del Ingeniero en medio de un tenso silencio. “¡Ingenieros, audaces guerreros!”. Y para alivio de Lastra y de todos los que esperaban anhelantes, desde adentro le contestaron casi gritando: “¡Que la patria en su yunque forjó! ¡Con soldados titanes de acero, de la noble y abnegada misión!” Los defensores, protegidos como los soldados de Belgrano en 1812 por el escapulario, seguían vivos.

Los subversivos, al ver llegar los refuerzos habían huido abandonado no solo vehículos y armamento, sino también a sus dos muertos. También 3 guerrilleros habían sufrido heridas. Entre los soldados hubo 5 heridos. El objetivo de tomar Famaillá por parte de la “Compañía de Monte Ramón Rosa Jiménez” con 117 efectivos, había fracasado rotundamente. ¡Y todo eso gracias a la valentía de 2 suboficiales y 12 soldados!

El teniente general Pasqualini, en ese entonces jefe del Estado Mayor General del Ejército, en un homenaje realizado en 2019 expresó: “El Ejército rinde un justo homenaje a un grupo de jóvenes que, hace más de cuatro décadas, vistiendo el uniforme de la Patria, decidieron exponer su vida sin cuestionarse nada en salvaguarda de las instituciones de la República […] Fueron un puñado de valientes suboficiales y soldados de la Compañía de Ingenieros de Montaña 5 que, ese lejano 28 de mayo de 1975, mientras realizaban tareas de mantenimiento del edificio de la escuela de Manchalá como parte de las actividades normales de acción cívica del Ejército, fueron atacados […] Nuestros soldados —así como ya había ocurrido en muchas otras oportunidades— inscribieron una nueva página de gloria en la rica historia del Ejército Argentino […] Hoy, al igual que lo venimos haciendo cada año, les rendimos homenaje a estos bravos soldados salteños que han demostrado poseer el espíritu guerrero del general Güemes, su bravura moral y su alto sentido de la responsabilidad. Son, desde siempre, estos aspectos que distinguen al soldado del Norte y nuestros defensores de Manchalá hicieron gala de esa determinación de coraje y heroísmo…”.

Tomás Marini


[1] El 5 de enero de 1817, San Martín le entrega su bastón de mando y nombra generala a Nuestra Señora del Carmen. Más tarde, después de sus triunfos, entregará definitivamente su bastón y dejará escrito en una carta: “La protección que ha prestado al Ejército de los Andes su Patrona y Generala la Virgen del Carmen son demasiado visibles”. El general Vilas haría lo mismo al finalizar victorioso el Operativo Independencia.


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