Las invasiones de los bárbaros. Octavio Sequeiros

Prólogo al libro del Padre Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La invasiones de los bárbaros, Gladius.

PRÓLOGO

Por Octavio A. Sequeiros

 Tormenta o calma chicha  

Este trabajo es parte de una serie titulada La Nave y las Tempestades, imagen archiconocida de Marcos 4, 35-40, Lucas 8, 22-25 y Mateo 8, 23-27, donde  el relato de Marcos es desde lejos el más completo e inquietante, dada su perspectiva crítica frente a los fieles y los apóstoles en particular, sin contar la predicación de Jesús desde la barca, cuya exégesis no he de hacer para evitar que el mismo P. Sáenz desobedeciendo al último concilio me excomulgue ipso facto.

Me mantendré pues en plena e inocente literatura. Se trata  por cierto de una imagen, interpretada a veces como un símbolo o una alegoría analgésica cada vez que los   feligreses le preguntan al cura cómo van las cosas: “¡No pasa naranja, dormite tranquilo que Cristo está con la Iglesia, o sea con nosotros, hasta la consumación de los siglos!”. Así lo interpretaron los cristianos de todo el Norte de África, instalados en aquel barco  importante de la Flota de la Iglesia cuando llegaron los vándalos y luego los musulmanes. Lo cierto es que se hundió no quedando ni el recuerdo del casco y su naufragio. También se deben haber llevado un chasco los 200 millones de víctimas del  Comunismo, aunque por ahora los olvidaremos displicentemente porque eran preconciliares, cismáticos y tradicionalistas en su mayor parte. Ni qué decir los  católicos y cristianos exterminados como bestias  en  Asia y África durante estos días.

No dudo de que la aludida interpretación consoladora sea cierta tomada en absoluto, formal y místicamente, para los pocos que, según dice la Revelación, mantendrán  la Fe como un pequeño rebaño al fin del mundo, tampoco dudo  que  conserve todo su valor para explicar por qué diablos  se ha mantenido la Iglesia a través de dos mil años a pesar de tanta gente como uno.  Todo el curso del P. Sáenz  está destinado a recordarnos que la Iglesia  Católica Apostólica y Romana, con perdón de estos adjetivos antediluvianos, se  mantendrá y  conservará la Fe hasta el último día, a pesar de la   connatural presencia de esos polizontes anticrísticos en las carabelas  eclesiales  (1 Juan, 4, 3) e incluso a veces actuando como timoneles (2 Tes. 2, 4). Persistirá pues, según la promesa, no la Iglesia “espiritual”, la de “la esencia del cristianismo” según esta y otras expresiones gnósticas, sino la Nave de la Iglesia jerárquica e institucional, con autoridades, dogmas, pecados, rituales, códigos, etc., con la “burocracia” en fin, como los modernistas  resumen, sin saber qué hacer con todo  ello, salvo  encaramarse.   

Aclarado esto, dejemos la nave y pasemos a los barquitos, donde al fin al cabo también estamos trepados, a veces como en la Barca de la Medusa de Gericault. Siempre los navíos de la escuadra cristiana están ante el riesgo de desmantelamiento y la invariable amenaza del naufragio, pero además muchísimas veces naufragaron realmente importantes y prestigiosos galeones, naufragaron de modo catastrófico, aunque nos consolemos diciendo que sólo se fueron a pique algunos botes o botarates ineptos para la navegación e incapaces de aggiornarse, de entrar en el ralliement o la transa a tiempo. Conviene advertir que los Titanics católicos no sólo pueden hundirse en el mundo subdesarrollado: Roma está siempre en la mira, la Roma espiritual y la encarnada, Roma debe morir es el título de un valiente libro de Marc Dem; el humanismo de los derechos humanos no es garantía para nada, ni para seguir cobrando entrada en los museos del Vaticano. Está organizada  desde hace siglos una olimpíada de fusiladores y de tiro al cuervo, donde se anotan masones, hermanos separados, unidos a toda costa, o mayores en la infidelidad,  imanes, sionistas y últimamente hasta Maradona.

La imagen misma de la Nave en medio de las tormentas se hunde, “en el imaginario” de nuestro catolicismo: van desapareciendo las tormentas reemplazadas por utopías de desarrollo, de civilizaciones enamoradas de sí mismas, y de esa paz  ecuménica con que los católicos venimos soñando con dudosa conciencia muy especialmente desde el Cardenal de Cusa.

Por todo eso es por demás acertado el título  de estos estudios, tal como lo dice  Federico Mihura Seeber al presentar  la serie y exhortarnos a leer  ortodoxamente, en el peor y más tradicional sentido del término, la historia  de la Iglesia para conservar la Fe en medio de sus acontecimientos trágicos, tragicómicos mejor dicho, como enseña la inspirada ironía del relato evangélico.   

Amordazar al transgresor 

El P. Sáenz fue acusado de muchos delitos de opinión, acusación sin duda veraz, porque opina libremente disintiendo del pensamiento único mundialista y sobre todo del pensamiento único católico hoy predominante, que no es sino un apéndice o mejor dicho una peritonitis del anterior. Hasta ahí la casa estaría en orden, en el orden del nuevo orden  mundial, pero  lo insólito es que  además fue acusado de utilizar sus exposiciones históricas  para referirse a los sucesos actuales, como si este método fuera un pecado contra la modernidad o el ecumenismo, acusación infundada, pues toda historia es historia contemporánea como decía Benedetto Croce, a quien nadie acusará de reaccionario, pues era   hegeliano y la cabeza del liberalismo progresista. No hay “historia antigua” salvo en su sustento material, es decir en el contenido de la anécdota, pues ya su mismo relato, el estilo literario, digamos, de toda historia, está comprometido con la actualidad, y ni qué decir de  la selección de los hechos, los principios empleados para seleccionarlos y, en fin, el juicio sobre el conjunto.

No es arqueología recordar, precisamente ahora, los desplazamientos masivos de poblaciones asiáticas que venían empujando por oleadas sucesivas desde hacía unos ocho siglos y completaron los 1000 años de migraciones, al decir de un moderno historiador alemán, Franz Altheim, que tampoco es un arqueólogo y cuyo modelo es Prisco, el gran historiador bizantino. Al contrario, escribe como el P. Sáenz, con el cerebro torturado por las actuales y próximas migraciones que seguramente trastrocarán la Europa y el mundo conocido por nosotros: “Nadie puede decir a dónde nos conducirá esta novedad que todos experimentamos. Sólo sabemos que está ocurriendo y diariamente podemos ver las pruebas de ello. La observación histórica de la antigüedad tiene la ventaja sobre otros períodos, en particular sobre la historia reciente, de mostrar etapas que han llegado a su término. Permite conocer cuándo se inician ciertas etapas, cómo llegan a su culminación y cuándo terminan. Revela lo pasajero de los acontecimientos, pero también sus leyes, y el observador puede distinguir entre lo particular y lo universal. Sólo un  conocimiento tal permite arribar a conclusiones válidas para la situación actual”[1]. 

El P. Sáenz no hace pues, arqueología -dejando a salvo el valor de esta disciplina tan importante- sino que difunde hechos  claves de la historia de la Iglesia y del cristianismo; sus relatos, en conclusión, tienen vigencia, actualidad y compromiso, como se acostumbra a decir ahora, y ese es el principal motivo que nos debe incitar a su lectura y difusión. Sin duda sus criterios disgustarán a muchos, pero ello está en la naturaleza de los temas morales y políticos que permiten múltiples interpretaciones, y no conviene amordazarlo aunque las consecuencias espirituales resulten incómodas para  los titulares del poder religioso o estatal que promueven la última versión políticamente correcta. Entiendo perfectamente y hasta casi justifico el reproche y la censura de facto contra el P. Sáenz, porque la concentración del poder y el ataque a la Iglesia, por más que se haga la ecuménica, son cada días más desembozados; el temor se extiende sobre  los cristianos de modo que cada uno toma sus precauciones. Sin embargo gozamos todavía de una cierta libertad en ámbitos pequeños que, según dicen los optimistas, serán tolerados siempre como válvula de escape; todavía el progreso científico no está a la altura de los revolucionarios como Rousseau y Mably que soñaban con reprimir legalmente el mero pensamiento interior y secreto y las impresiones, aunque sean pasajeros. Aprovechemos pues este margen de libertad que nos conceden los actuales desperfectos científicos y técnicos.

Bárbaros 

La etimología de “bárbaro”, onomatopéyica, no alude a la raza o a la sangre. Su núcleo  semántico apunta al lenguaje, más concretamente a la sonoridad ininteligible y estruendosa del otro, y así fue usada por Homero, sin  la carga de agravios o desconfianzas que adquiriera luego en especial a causa justamente de las invasiones. Claro que también adquirió matices positivos de orgullo y desafío como se ve en la cita de Taciano más abajo y en nuestro propio uso lingüístico. De todos modos la solemos usar con otro matiz peyorativo muy conocido para referirnos a pueblos ajenos a la cultura grecolatina, en lo inmediato ajenos al orden imperial romano y específicamente al orden imperial romano-cristiano de la época abordada por nuestro autor. Este uso ha sido criticado por implicar  una superioridad cultural, lo que atentaría contra la igualdad e indiferenciación  de pueblos supuestamente todos iguales hasta que alguno cae en el eje del mal. No participamos de esa artificialidad, pero advertimos que suele reemplazarse la expresión invasiones bárbaras por “transmigraciones”, en apariencia más inocua, o “ingeniería social espontánea” para diferenciarla de la soviética, etc.

A fines del s. II y hasta 50 años después, el Imperio Romano parecía eterno e indestructible, al extremo que el orador Aelio Arístides expresó los sentimientos generales al exclamar, como si estuviera  hablando en la legislatura porteña, o explicando el sermón de la montaña a parroquianos desprevenidos después de la guerra de Malvinas: “Ya no se cree en guerras, aún cuando hayan existido en siglos pasados, y la masa se entera de ellas como de otros mitos”, pues al ocurrir tan lejos de  Roma, “se convierten sencillamente en mitos”; “…como si se dispusiera a celebrar una fiesta, el Universo se ha despojado del hierro, su antigua indumentaria, encaminándose libremente hacia la alegría y la belleza”, etc., etc.  Pero, como en el siglo XX, todos estaban sentados en un volcán. Baste esto para ubicarnos un poco en la realidad y la ideología de la época.

Entrando en el tema el P. Sáenz nos advierte que hay bárbaros y bárbaros, a saber los bárbaros del Asia que se mantuvieron recalcitrantes aniquiladores del mundo invadido, de modo que, muchas veces primó la ferocidad. San Jerónimo  lamenta los asesinatos, las violaciones  “los sacerdotes y clérigos son pasados a cuchillo. Las Iglesias son profanadas y desvalijadas.  Los altares de Cristo son convertidos en establos; los restos de los mártires son arrojados de sus tumbas”. Todo esto como en la revolución francesa, Napoleón o la república española. En cambio los bárbaros de la Europa nórdica y sus vecindades se mostraron asimilables, más aún colaboraron muchas veces activamente con el imperio frente a los asiáticos, intentaron asimilar su  cultura, especialmente su organización política, y se nutrieron con algunos aspectos del cristianismo. 

En esta actitud debe haber influido la vecindad, pues aun los bárbaros más lejanos conocían de mentas  algunas ventajas del orden imperial, su inmenso prestigio, más o menos como los argentinos que se van a  Miami. Más bien menos, pues Alarico estaba tan impresionado por Atenas que luego de conquistarla exigió como único derecho  pasear por la ciudad, conocer el Partenón, hacerse leer el Timeo y asistir a la representación de Los Persas. Muy temprano los bárbaros ingresaron en el ejército; así los casos emblemáticos de Estilicón o Aecio, más aún, terminaron copándolo, porque  esa alianza era indispensable para frenar a sus congéneres más intemperantes. Recuérdese que en la famosa batalla del puente Milvio la parte más importante del ejército de Constantino era  galo-germana. En fin terminaron  emperadores incluso beduinos, galos, españoles, etc., como Filipo y Trajano. El imperialismo se sostenía por necesidad en el mayor pluralismo cultural, religioso y racial.       

Observadores muy agudos desde Tácito en adelante, cayeron en la tentación de idealizar al salvaje para contraponerlo con la civilización decadente romana, como si los invasores hubieran sido puritanos.  Hay de todo y entre ello vale la pena leer la autocrítica de  Salviano de Marsella, un padre de la Iglesia cuyos sabrosos párrafos pueden consultarse en extenso; no tenía pelos en la lengua “somos impúdicos entre bárbaros impúdicos; diré más aún ¡los mismos bárbaros se escandalizan de nuestras costumbres! Mientras afuera algunos eran degollados, los otros fornicaban dentro de Cartago”. 

Salviano, a diferencia de San Agustín, declara: “Es que los que conocen la  Ley divina y la dejan de lado son mucho más culpables que los que, ignorándola, no la cumplen”. La iglesia queda desierta y el circo lleno…, etc.

También para Gibbon el imperio fue vencido y esclavizado cuando y porque era cristiano. Con su pluma notable terminó por convencer a los nobles ingleses de que era necesario  desembarazarse de la Fe católica para conseguir un poder perdurable. Así pues la historia de Roma es maestra para todos y a la medida del  colegial.

El P. Sáenz no pierde las mañas. Se detuvo en Salviano “porque nos pareció muy adecuado a lo que pasa entre nosotros”. A la similitud apuntada hay que agregarle muchos  ingredientes específicos, pues ahora hasta ciertos intelectuales a veces se dan cuenta de que las ilusiones del progreso moral y político  resultan algo infundadas cuando caen  las murallas interiores. Además la técnica y la ciencia, al servicio de la decisión militar, hacen más evidente la carencia de  perspectivas, de “futuro” en la jerga actual, no tanto económicas sino espirituales y políticas; esta desilusión es participada por muchos pueblos  sodomizados,  al decir del gran poeta Pierre Pascal, por los bárbaros  actuales de caviar y guante blanco.  

Estrategia de los  invasores

Primera solución: No contaminarse. La más extrema hubiera sido destruir todo, salvo la organización administrativa. Sólo los vándalos lo intentaron con el arriano Genserico  con su intento de transformar  sus 100.000 vándalos en una casta aparte, una tribu explotadora, incontaminada con el pueblo vencido, “para lo cual prohibió bajo pena de muerte  los matrimonios entre vándalos y gente del lugar. En el plano religioso, lanzó una verdadera persecución, la más grande de la historia” ,  pero fueron vencidos, pues “en una generación se dejaron ganar por todos los vicios de las ciudades en que vivían”, dice el P. Sáenz. Les faltaba además la convicción teológica de ser “el” pueblo elegido por Dios, a lo que me referiré luego.

Segunda solución: fusión de grandes valores, pero no de estirpes. Varios germanos lo hicieron, por ej. Ataúlfo, cuñado de Alarico, quien contrajo matrimonio con su prisionera, Gala Placidia.  Convencido de que “los godos no eran capaces de obedecer las leyes” trató, en consecuencia, de sostener al Emperador con el título de restaurador, idea que retomó Teodorico, rey de los ostrogodos; casó a sus hijas con reyes  bárbaros y no buscó fusionar las etnias del estado ostrogodo, pero sometió a godos y romanos a las mismas leyes.“A los romanos las obras de paz, a los godos el cuidado de protegerlos con las armas”. La mezcla fue prohibida porque “traería consigo un debilitamiento del carácter”. Teodorico procuró pues, la separación de razas y la fusión por medio de un proyecto político centrado en su persona, esfuerzo único para  sostener el edificio imperial. Tuvo excelentes consejeros que no terminaron bien, según suele ocurrir en estos casos; así Boecio, llamado el último de los antiguos, y Casiodoro, ambos católicos, pero el caudillo no comprendió   que la fusión era imposible sin la unidad de la Fe ; mejor dicho, no tuvo  la confianza en el poder de la  Fe  a diferencia de los  españoles en América; éstos cerraron los ojos ante los más obvios pecados de carnes tan diversas y promovieron el mestizaje, actitud que nuestros intelectuales les  reprochan como causa  del fracaso político posterior a las “revoluciones libertadoras” que terminaron por disolver  el imperio hispano indígena.  A favor de Teodorico y muchos otros,  ha de decirse que estaban apenas en los preámbulos de la Fe, carecían pues de madurez, de experiencia, y no podían apoyarse en la tradición cultural de la Iglesia.

Tercera solución: conversión. Clodoveo que no era arriano sino pagano “era posible de ser convertido con mayor facilidad. Mucho más difícil es convertir a un hereje que a un pagano. Por eso la Iglesia se volverá a los francos”. Aquí tanto  en la decisión de Clodoveo y sus francos  como en la de Constantino, muchos de nuestros correligionarios y  otros que no lo son tanto, suelen escandalizarse, porque la conversión sería impura, interesada, política, tribal, y adjetivos similares.

El tema vale la pena y para seguir con Altheim, veamos este párrafo. Tanto los germanos como los turcos y árabes andaban con sus dioses: “A los árabes preislámicos se les conoce un sinnúmero de  deidades locales, uno de los cuales, el dios del sol de Emesa, por un tiempo había hecho las veces del dios del Imperio Romano, hasta ser desplazado por una iglesia imperial. Al adoptar una religión nueva o, como lo hicieron los árabes, crear una religión propia de nueva índole, se le dio a todo eso un matiz guerrero. El mensaje de Mahoma se nutre de la guerra contra cuantos profesen otra religión, y más que cualquier otra, la religión islámica estaba basada en la espada. En los germanos también se manifiesta una actitud similar”. 

“No fue la persona de Jesús ni la doctrina de San Pablo la que les produjo impresión sino la magna figura de Constantino. Era el gran señor y emperador, por ese hecho también profeta. En lugar de la fe en la redención y en la resurrección habían adoptado e imitado las  armas portadoras de gloria y victoria, protegidas por los dioses, tales como el lábaro, casco y escudo”. En la misma página se contradice  abiertamente, lo que es  perdonable  en acontecimientos tan  complejos analizados desde la perspectiva de la nueva derecha y con una exégesis  claramente historicista de obediencia protestante: “Además de lo que acabamos de exponer, no fue tanto el dogma o el anhelo de salvación, sino más bien el mito de Cristo, lo que atraía a los nuevos pueblos. Lo relatado en los evangelios como hecho histórico, se convirtió de mero acontecimiento, en una serie de configuraciones que contenían aserciones fundamentales y perdurables acerca de Dios y el hombre, además de pautas y modelos. Lo que  por su origen quedara arraigado en su época, vino a convertirse así en algo eterno independiente de la época en que sucedió. El paso de Jesucristo por esta tierra, vivencia irrepetible de una figura irrepetible, se convirtió entonces en mito inalienable que ha ido acompañando la Edad Media y Moderna a través de los siglos[2]”. 

Imposible comentar todos los equívocos de este párrafo, pero apuntemos al principal.  La conversión de un pueblo puede comenzar por donde sea, por recaudadores de impuestos, miembros del sanedrín o pescadores, así también entre los gentiles por los esclavos o por los nobles, pero la adhesión masiva de un pueblo suele plasmarse o formalizarse por una decisión de la cabeza política, en particular, empleando una expresión desprestigiada, por la decisión de un caudillo iluminado. También en las  desconversiones como en la de Cromwell o Enrique VIII y en los fracasos como en el de San Francisco ante el  sultán o los jesuitas, que estuvieron a punto de convertir la China en el más alto nivel del imperio, cuando, según estudiosos actuales, sufrieron la derrota política ante todo en Europa.

En consecuencia, es infantil pretender desvalorizar la conversión de estos bárbaros  germanos o del Imperio más o menos romano, porque sus cabezas no hayan tenido la profundidad de  Santo Tomás, o porque el pueblo haya seguido simplemente a su caudillo  y sólo posteriormente recibido alguna dosis de doctrina cristiana en la medida de sus posibilidades. Aun con las técnicas modernas tipo 1984 de Orwell y otras superiores,  por más pietismo individualista que se utilice, nadie pensará  convertir a los chinos, uno por uno  o mediante prédicas televisivas o de Internet, sin la convicción  y la decisión del Mao de turno. Nada sé de la conversión de China, pues no soy  futurólogo ni conozco los planes de la Providencia, pero es razonable imaginar, de acuerdo a lo que nos enseña la historia de la primitiva cristiandad, que no será obra del partido  cristodemócrata chino sino de  un jefe prestigioso, con  carisma o a lo menos con atributos, que cambie la imagen del catolicismo en el lejano oriente.

 Es en ese  genio político donde debe darse el asentimiento decisivo y voluntario de la inteligencia al contenido de la verdad religiosa. La mezcla de materia, o sea de sentimientos, intereses, ambiciones, cálculos demasiado humanos, etc, no es una objeción  contra esa conversión que será todo lo imperfecta que lo permita el compuesto humano, pero que no puede darse de otro modo a menos que seamos ángeles.

El P. Sáenz ha elegido como referencia a Gonzague de Reynold,   que tiene  la cabeza tan bien puesta como él. En cambio en el caso específico del párrafo transcripto y de los miles semejantes con que Uds. se toparán al leer los mejores eruditos sobre el tema,  ocurre que  F. Altheim es evidentemente un historicista escéptico y voluntarista, absolutamente decidido -decisionismo que le dicen- a no humillar su inteligencia, concretamente su ideología, y  a rechazar el contenido intelectual de la Fe donde Cristo no es  un “mero acontecimiento”. Por eso Constantino y los bárbaros tan bien descriptos en sus libros, lo superaron comparativamente, secundum quid, y  con ellos pudieron los Reyes y la  Iglesia  construir la cristiandad.

Otros vínculos

Pues bien,  para comprender una de las mayores dificultades de esta relación entre invasores e invadidos, hay que seguir el consejo francés: chercher la femme, buscar a la mujer que sirvió de amalgama y de atractivo  a estos guerreros, y su mezcla de culturas, pues la cultura se lleva en la estirpe, se bebe en la familia y en todo el mundo de relaciones sociales y políticas. Por eso es tan difícil armonizar “culturas” -uso este término multívoco de manera indefinida y genérica-, aun culturas  afines, con una religión o base lingüística común.  Sto. Tomás  desde la perspectiva lingüística, en su comentario al libro de Aristóteles Sobre la Interpretación, I, 2, hablando del origen o naturaleza política del lenguaje, y de su vinculación con el alma y la inteligencia,  nos dice: “y así fue necesario que hubiesen voces significativas para que los hombres convivieran entre sí. Y por eso  los que tienen lenguas distintas, no pueden convivir bien entre sí”, aunque haya uniones personales exitosas. Y eso vale también para la polis eclesiástica que ve debilitada o destruida su unidad al perder la lengua  propia, el latín, que es como perder la identidad inmediata.

El Imperio y los bárbaros vieron muy claro el asunto y bajo pena de muerte prohibieron por decreto de necesidad y urgencia la procreación mutua; como era previsible perdieron como en la guerra, porque la guerra y la paz de los sexos  son de un orden más elemental que las leyes humanas.  Hasta la hermosa  princesa Honoria, hija de la emperatriz Gala Placidia se ofreció en matrimonio a Atila, que lo tomó con calma.

Ya dijimos que los francos se catolizaron gracias a la conversión personal de Clodoveo, que incluso discutió antes de su bautismo la superioridad o inferioridad de Cristo crucificado en relación a sus dioses. La Iglesia le presentó una prueba  irrefutable: el triunfo teológico-militar, como muchas veces ocurre en el Antiguo Testamento y lo podemos leer detalladamente en las transcripciones de San Gregorio de Tours. El P. Sáenz se cura en salud, porque van a decirle de  todo, y acota que “puede parecer un argumento demasiado trivial” el de Clodoveo, aunque en la Biblia se encuentran casos similares.

Es cierto, puede parecer, porque los criterios populistas democráticos o materialistas hacen de la población ignorante,  la fuente del poder no sólo político sino espiritual; así los sacerdotes emanan por arte de magia del pueblo de Dios y con el mismo criterio las almitas de los bárbaros deberían convertirse al cristianismo sin la intromisión de  Dios y menos del Poder Ejecutivo, cuya esposa, la de Clodoveo claro, juega un papel decisivo como una especie de superpoder apostólico; tanto que el matrimonio con Clotilde lo arregló el obispo San Remigio, sin dejar de ser santo o mejor dicho, éste debe continuar siendo uno de sus méritos principales.

De modo  similar intervinieron otras colegas que “se convirtieron en los primeros apóstoles de sus maridos” a pesar de la imagen machista que acostumbramos a  consumir. Lo cierto es que Clodoveo tuvo éxito en Francogermania: el catolicismo dejó de ser la  religión de los romanos, de la curia romana, dirían  las izquierdas, para convertirse en la  religión de todos.

En España, que había sido católica, y luego los visigodos y los vándalos la  convirtieron al arrianismo, se necesitó un nuevo Clodoveo, San Hermenegildo, con guerras de religión, siempre previas, y por lo general indispensables a toda civilización del amor, y  también siempre con las patronas en funciones, para el caso la arriana Gosvinta tras Leovigildo e Ingunda tras San Hermenegildo. Al fin lograron los españoles cobijados en Toledo, una amalgama de sangre política y religión, unidad que el Papa Gregorio Magno recibió con expresiones nada  ecuménicas: “Nuevo milagro ha acontecido en nuestros días, todo el pueblo de los  godos ha pasado de la herejía arriana a la verdad de la Fe”. 

 Irlanda no necesitó de  guerras porque  esos celtas eran “naturalmente cristianos”  y nunca fueron conquistados por Roma ni por bárbaros bíblicos. Eso sí San Patricio se valió de las hijas del rey Olegario, y no era precisamente indigenista en sus criterios pastorales, de modo que aprovechó lo bueno de la organización céltica y la espiritualidad druida para injertarlos, o sea inculturizarlos, en  la cultura romano-católica. Parece que por ese entonces los ingleses  todavía eran naturaliter cristianos, lo cierto es que  San Agustín de Canterbury logró pacíficamente la conversión del rey Etelberto, eso sí  otra vez marcado de cerca por su esposa Berta, una  parisina, bisnieta de Clodoveo.

Los alemanes necesitaron del inglés  San Bonifacio y éste necesitó de  los francos: “Sin el patronazgo del príncipe de los francos no puedo dominar a los fieles de la Iglesia ni defender a los sacerdotes; ni siquiera puedo impedir las prácticas paganas y la idolatría alemana, sin el orden y sin el temor que él inspira”.  Lea los diarios e imagínese como  podría actuar un nuevo Bonifacio sin dar al César lo que es del César. El intento actual de ese sector protagónico de la Iglesia para la reconversión de Europa se inspira en el ralliement de León XIII a fines del s XIX, con algunos paréntesis; traduzca ralliement por ‘acuerdo’, ‘acomodo’ o ‘alineamiento’ con los estados y políticas revolucionarios  provenientes de la subversión europea anticristiana que culminan en la guillotina francesa.

Últimamente este intento de católicos donde prevalece la buena voluntad, está tratando de convertir y bautizar a los bárbaros semibíblicos de los poderes actuales amontonados formalmente en la UN y organizados en realidad por un gobierno mundial logístico. Por ahora resulta una tarea de Sísifo llegar a la inteligencia de estos jefes bárbaros que dominan el mundo a partir de las revoluciones modernas, y sólo un desastre  terrorífico, los únicos en  que confiaba San Agustín para enderezar pueblos degradados, parece ofrecer alguna perspectiva, claro que habrá que contar con la bomba neutrónica y todos las  beneficios y conquistas del progreso, porque la historia no vuelve atrás. Aún así, luego de este arreglo de cuentas algo drástico entre bárbaros científicos, donde la Iglesia no podrá meter mucho la cuchara, siempre habrá que recurrir al orden natural como San Bonifacio y compañía: comenzando por convertir al César misilístico y tecnotrónico.   

Dejemos el Brave New World y volvamos a aquellos buenos tiempos. A consecuencia de esas conversiones jerarquizadas, impuras, interesadas, forzadas, ‘fascistas’ en fin -si Ud. emplea el lenguaje de la vanguardia del proletariado o de las finanzas-, “se produjo, recuerda el P. Sáenz, una prometedora fusión de razas, de la que saldría una  población más sana y vigorosa que la de la decadencia imperial, más rural que urbana, en fin, la población del mundo medieval. Y también la fusión en el campo cultural, mediante la inserción de aportes bárbaros en el viejo tronco romano, con lo que quedaron cimentadas las bases de la civilización de la Edad Media”.   

 Arrianos viejos y nuevos

Ya nos adelantó nuestro autor  respecto de  Clodoveo que “Mucho más difícil es convertir a un hereje que a un pagano. Por eso la Iglesia se volverá a los francos”.  Sin duda es así, y el P. Sáenz sigue a ilustres predecesores. Este es el drama eclesial del arrianismo antiguo y contemporáneo.

La conversión de las  tribus insurgentes a la herejía arriana, en el siglo V, reducía el cristianismo a una moral enérgica y heroica apropiada para esas almas elementales,  moral decapitada, pues ni Cristo tenía naturaleza divina ni existía desarrollo dogmático alguno, aunque esos aventureros  ecumenistas supieron dotarla de una liturgia  sugestiva muy apta para dichas gentes. Este cristianismo herético, en lugar de convertirse en un factor de unidad, en lugar de resultar un vínculo aunque precario con la  Fe católica y la organización cívica romana,  constituyó un obstáculo no sólo por las controversias  religiosas sino por la  particular ignorancia y rusticidad de su clero. Muchos estudiosos han notado que la descristianización de Asia menor, Egipto, Siria, etc. y su reemplazo por la religión musulmana tiene relación con la afinidad entre aquellos cristianos más o menos monofisitas, nestorianos, etc. y la doctrina del Islam: esta “geografía monofisita” continúa  hoy y  tiene un antiguo común denominador, a saber que cristianos y  no cristianos coincidían en un principio  absoluto, o sea en más de la mitad del todo; coincidían en el  monoteísmo al estilo del Jehová que sostienen el Islam y la religión judaica,  monoteísmo ajeno en absoluto a la mediación. Por eso Mahoma predicó con tanta vehemencia y elocuencia contra los cristianos que pretendemos, formalmente desde  el Concilio de Nicea en 551, darle un “compañero” a Dios, como si estuviéramos en la CGT. Es interesante  observar, muy de pasada por cierto, que esta situación está cambiando en la opinión o “la conciencia” del catolicismo itinerante, pues ahora las definiciones, los dogmas, sobre  la  persona,  naturalezas de Cristo están en  pública discusión, negación o revisión. Algunos prelados  se dieron cuenta y se asustaron ante esta situación de asamblea  dogmática, por ej.  el Obispo de Como, Mons. Maggiolini, quien observa “el fin de nuestra cristiandad”, la de  Europa, y muy específicamente la de Italia, donde  hasta en Roma la polis eclesial se  sostiene gracias al clero del tercer mundo. Se puede consultar algunas de sus tesis  en Gladius nº 55 (p. 225-7).

  En parte, a consecuencia de ello, algunos europeos más o menos del palo están alarmados porque la Iglesia se vuelve hacia América y Asia.  Los paganos con el IVA bíblico resultan más peligrosos, pues luego de ser destruida la religión natural y sus derivadas, el conflicto se agrava con el veneno  teológico, es decir, con la pretensión de interpretar la Biblia sin la autoridad de la Iglesia, hoy denominado biblismo, que es  muy fecundo para los profesores, teólogos y congresos, pero  fatal para la Iglesia y la armonía entre los pueblos o etnias o culturas, a pesar de la  desesperada propaganda lanzada  para basar la unidad política del género humano en la supuesta moral del Antiguo Testamento.  El instrumento exotérico de este  proyecto  son la Naciones Unidas y la  voluntad imperial  norteamericana, algunas veces en  conflicto  aparente o real. Pero como en los buenos tiempos de los bárbaros, la Biblia es más bien la fuente de todos los desacuerdos,  según tan bien  nos los advirtió Voltaire al reírse de la pretensión protestante que hace de cada hombre un papa. Por esa sola  verdad no asimilada por los cristianos, Voltaire ha hecho méritos como para lograr la salvación y el perdón de cualquier blasfemia. Se trata por cierto de la Biblia considerada sólo como texto literario, pues en la práctica estos modernistas o pos-, pre- y futu- modernistas nada quieren saber con trascendencia alguna, incluida la del  antaño intocable Yahvé: en síntesis los bárbaros-bárbaros como Clodoveo, son más convertibles que los bárbaros bíblicos. Los bárbaros-bárbaros son los gentiles en estado puro, por así decirlo, hacia los cuales al fin y al cabo envió Cristo sus misioneros, pues en ese entonces  no se habían inventado los bárbaros bíblicos, uno de cuyos prototipos fueron los arrianos.

San Juan Evangelista, que por algo  tenía mirada de águila según la simbología iconográfica, se adelantó a los  hechos, a la Historia con mayúscula, como acostumbran a asustarnos los hegelianos, en la epístola I, 2, 22-24: “¿Quién es el embustero sino el que niega que Jesús es Cristo? Ese es el  anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. Lo que desde el principio habéis oído, procurad que permanezca en vosotros”, definición un poco drástica de todos los arrianismos. Siguiendo  semejante consejo o mandato,  conviene que también nosotros mantengamos estos criterios, no sólo en la vida  de piedad y en las definiciones dogmáticas, hoy venidas a menos, sino en la lectura de la historia de  Europa, la Cristiandad y sus bárbaros. Eso sí, quedémonos en el molde y no hagamos de San Juan una lectura fundamentalista, porque caerían un tercio de las estrellas al decir  algo optimista del Apocalipsis y Uds. saben que, según Castellani, las estrellas son las jerarquías eclesiales.

Es de recordar que los bárbaros bíblicos, es decir los musulmanes, arrasaron  el cercano oriente y el norte de África, amputando así de modo perdurable la cristiandad naciente. Ni siquiera la piedad de un soldado y militante de las Cruzadas, como San Francisco de Asís, logró transubstanciar al César biblizado del mundo musulmán; quizá le ablandó el corazón, pero San Francisco no llegó a su inteligencia y voluntad. Desde entonces la cristiandad y el Islam están frente a frente en equilibrio inestable.  Muchos cristianos y liberales recitaban hasta hace poco el verso iluminista: la desacralización científico democrática, tan eficaz en el corazón de la Iglesia, disolvería también al Islam. Hoy parece que hay algunas dudas y recurrieron a las bombas.

Zeus

Los pueblos bárbaros dispuestos a la conversión no solamente aportaron “sangre nueva”, o sea una renovación racial que el Imperio no necesitaba, porque estaba constituido precisamente desde antes de su comienzo formal por una formidable mezcolanza de sangres y un desangramiento cotidiano que pronto debilitó la propia estirpe. Consecuentemente fue desapareciendo una cultura a salvar por la Iglesia en sus  aspectos sustanciales. Por eso, son ingenuas y falsas las explicaciones basadas en  la fuerza, debilidad, juventud, vejez o cansancio de las sangres o pueblos, todas reflejos más o menos conscientes del racismo strictu sensu  con gran  impulso desde el positivismo iluminista,  al equiparar hombres y animales, como tan bien ha explicado  Gueydan de Roussel[3] en un hermoso libro dedicado específicamente al tema. Además,  la sangre, por nueva que sea, poco tenía que ver con la Revelación. Ciertamente no era “nueva” respecto de la Fe, pues el centurión romano, era precisamente romano, y de acuerdo a esta teoría hematológica no debería haberse  convertido.

La Nueva Alianza nada tenía que ver con la sangre veterotestamentaria o las sangres supuestamente nuevas de los bárbaros, sino con la sangre teándrica de Cristo, para emplear una expresión muy tradicional, y también la de la Santísima Virgen, si creemos en  la Inmaculada Concepción, inmaculada precisamente de la contaminación de cualquier otra sangre. No se trata de una cuestión de estirpes puramente humanas, ni de tribus, ni de  doce  o trece tribus, como lo vio muy bien San Pablo, prolongando las palabras específicas de Cristo en la última cena. 

Pero la Iglesia tomó lo mejor de los pueblos invasores  y grecorromanos que no era la raza y los flujos  orgánicos, sino la religión natural, sus  residuos y sus consecuencias  intelectuales y morales. Una de sus secuelas era la inexistencia de pueblos elegidos, conclusión obvia del mero pensar en Dios, pues sólo por motivos inalcanzables a la inteligencia  humana puede alguien imaginar que a Dios se  le pase por la cabeza elegir una tribu qualumque para instrumentarla  en pro de la Redención. Hasta aquí el tema ha sido minuciosamente desarrollado por la Tradición Católica.

Pues bien, si la elección de las tribus judías  hubiera continuado luego de la  Última Cena, ningún gentil y en particular ningún bárbaro se hubiera convertido, porque eran bárbaros, pero no estúpidos. Con el pueblo judío Dios había cumplido el contrato con creces y la Biblia lo recalca de modo a veces tan cáustico, que en USA  algunas  entidades  hebreas  solicitaron judicialmente la  censura de muchos pasajes veterotestamentarios por antisemitas. Desde la desaparición de  la antigua alianza el pueblo elegido y la totalidad de sus tribus volvían a la humanidad gentil, sin privilegios electorales. Los apóstoles de las gentes, para decirlo en la lengua eclesial, resaltaron el corte  por lo sano, o sea por el orden natural,  corte en fin absoluto con la  Antigua Alianza a nivel tribal y popular. Digo a nivel tribal y popular, porque, siguiendo la interpretación de San Agustín, el pueblo espiritualmente hebreo y talmúdico, o sea contradictor del Evangelio, seguirá siendo teológicamente elegido como “pueblo testigo” de las promesas judaicas ya cumplidas. No me  refiero al componente específicamente racial, en el sentido positivista  de la sangre pura, tema estrictamente moderno, sólo remito al gran escritor judío Arthur Koestler, The Thirteenth Tribe, quien se queja  con amargura de  quienes definen al pueblo judío por el patrimonio o contenido hematológico racial con sus trágicas consecuencias. En este sentido me parece muy acertada la definición de  Teodoro Herzl, el gran prohombre sionista, realizada en 1902 en la Cámara de los Lores: “Una nación es, en mi opinión, un grupo histórico de hombres con lazos reconocidos, unidos por un enemigo común. Y si a eso se le agrega la palabra judío, Ud. tiene ahí lo que yo entiendo por Nación Judía”. Por supuesto Herzl no tiene la perspectiva católica, pero es  notable  su coincidencia con Koestler en rechazar la noción racista del Pueblo de Israel, rechazo no siempre participado por los católicos. 

No entraremos en detalles, pero el ejemplo clásico es el de San Pablo que usando toda la retórica  antigua a su disposición se largó a hablar, un poco forzado, en el Areópago ateniense, nada menos que sobre Zeus, citando un pasaje del poema de Arato, Fenómenos, que dice así “Comencemos por Zeus, a quien jamás los humanos dejen de nombrar. Llenos están de Zeus todos los caminos, todas las asambleas de los hombres, lleno está el mar y los puertos. En todas las circunstancias, en efecto, estamos necesitados de  Zeus. Pues también somos descendencia suya[4]. Precisamente las últimas palabras son las reproducidas por San Pablo a un auditorio más que informado, y para el cual no podía caber duda alguna de que estaba relacionando el “dios desconocido” venerado en sus altares con  el Zeus de Arato.

Obviamente este Zeus no es el Dios de la Nueva Alianza, pero hace de nexo, de  referencia, como el dios pagano más cercano al Dios del N.T. Además San Pablo se encarga de especificar que este Dios era el que hizo el mundo, no habita templos hechos por manos del hombre, nos dio la vida e “hizo de uno (ex henós) todo el linaje humano, para poblar toda la faz de la tierra. Él fijó las estaciones y todos los confines de los  pueblos para que busquen a Dios y siquiera a tientas lo hallen, dado que no está lejos de nosotros. Porque en Él vivimos, nos movemos y existimos, como algunos de vuestros poetas han dicho pues somos descendencia suya” (Hechos 17, 16-34, específicamente,  26-28). 

Es de notar que San Pablo glosa a Arato y sólo cita textualmente  el verso que  se refiere a  Zeus como padre de todos los hombres y  además explícitamente también a otros poetas griegos de la misma línea sin olvidar las ceremonias religiosas realizadas en los altares paganos. Ni hace falta recordar las especulaciones de Dante inspiradas en este texto.

Pero  nos interesa destacar  que San Pablo se cuida mucho de mencionar razas, pueblos o tribus elegidas, no sólo porque el silencio es salud, sino porque está hablando desde la Nueva Alianza y a posibles nuevos aliados donde no había privilegios divinos.  Sin duda Zeus no era el dios de todos los paganos, entre ellos cada tribu tenía los suyos y su jerarquía, donde los mejores se  asemejaban más al Zeus aludido por San Pablo  como representante por excelencia de la gentilidad  o el paganismo. Como siempre la Iglesia se dirige, “dialoga” diríamos a la moda de los tiempos, con sus expresiones más excelsas y por ello más cercanas a la Buena Nueva, y repudia o desecha las expresiones degradadas como tantas del mismo Zeus, criticadas ya por Jenófanes, los sofistas o Platón.

¿Quién era ese Zeus? Por lo pronto el Dios pagano al que los eruditos modernos le han dedicado, entre otros muchos, el estudio más extenso centrado en un dios griego, el Zeus de A. B. Cook[5], cinco tomos, 3.600 páginas y abundantes figuritas para no aburrirse.  

Originariamente, dice Cook, Zeus era una actitud “religiosa”, “actitud de temor reverencial con la cual, según mi opinión, el primitivo se aproximaba al cielo amado…” No voy a hacer teología ante Uds. recordando que el temor y el amor de  Dios y el cielo están aquí en la mejor simbiosis. Después Cook entra a  averiguar si esta actitud  primordial era o no “antropomórfica”, este epíteto que significa algo así como infradotado o atrasado mental en el lenguaje del positivismo: “esta concepción pre-antropomórfica era en ciertos aspectos más alta, puesto que más verdadera que el antropomorfismo posterior”… Este criterio está difundido. Así un erudito  afirma que “Zeus ‘el luminoso’ no fue originariamente sino el Cielo, la luz del día, y la concepción animista de ese cielo claro había ya dejado paso, mucho antes de Homero, a una divinidad personal, a un Dios que produce, como se dice, “la lluvia y el buen tiempo, y que mora en las alturas del glorioso éter[6]. Desenmascaremos la ideología de estos  notables estudiosos: nada sabemos  de cómo se manifestó Zeus a los primeros griegos o a  los homínidos  que fueran, ni menos si a algún antropoide;  la luz del sol o las estrellas lo  encandiló y luego, pasado el  pánico originario, se le ocurrió ponerle patas, manos, barba y cabeza convirtiéndolo en una divinidad  semejante a sí mismo. El invento de que al principio no era un Dios personal es pura imaginación y proyección de   una  filosofía según la cual lo impersonal es superior a lo personal, y el dios de los filósofos superior al Dios Padre. Lo cierto es que documentalmente a Zeus lo conocemos como el Padre Nuestro que está en los cielos con toda la barba, y otro tanto ocurre con el Júpiter romano.

Pues bien, ni a San Pablo ni a ningún apóstol inspirado se le podía escapar que el enganche religioso con el paganismo, la religión natural, como dicen los teólogos, la propuesta tentativa para la mesa de diálogo ecuménico con los bárbaros,  jamás podía ser Yahvé sino Zeus u otro dios que  se llame distinto, pero que sea  parecido. Y el  primer motivo, me refiero al motivo más elemental, no consiste en que Zeus sea la luz, – recordemos de paso a San Juan -, ni el Padre celeste capaz de bajar a  la tierra, kataibátees le llama Esquilo a su  imagen: el rayo; el primer motivo es como siempre de orden político, de  pastoral religiosa  global, a saber que  este Zeus de  la revelación natural  se presenta sin  preferencias para ningún grupo de hombres, sean bárbaros, judíos o grecorromanos. Todos éstos provistos con buena voluntad y enseñanza así lo entendieron y comenzó la evangelización de las gentes.  

Cultura greco latina 

Los bárbaros degollaban, destruían y mutilaban, más aún tomaban muchas veces, como Atila, sus decisiones según las reacciones de los animales, lo que hacía más imprevisible el momento y dirección del ataque, pero “a pesar de todo vislumbraban que fuera de aquel mundo al que se incorporaban, no había para ellos civilización posible” .

Sáenz señala como  contrapeso a esa amputación que en Europa surgieron   como hongos los monasterios, que no solamente conservarían la cultura romana en general  sino profundizarían la fusión cultural grecolatina y bárbara presidida por la Iglesia. Allí el helenismo, el imperio y la barbarie dejaron de ser tales. Podrán  seguramente la Iglesia y las iglesias agregar accidentes y profundizaciones, pero jamás podrán encontrar otros principios espirituales para la cristiandad mundial del futuro. No hay retornos salvíficos a  las fuentes evangélicas o judaicas  con el utópico, o sea perverso, objetivo de iniciar  de nuevo un cristianismo domesticado  y obediente  a la nueva ortodoxia de  un  política religiosamente correcta.

Los monasterios actuaban sobre una base natural sana: “Esta correspondencia entre  las tendencias de la cultura pagana y la monástica, dice Juan Schuck y no sólo él, hizo que los hombres pasaran de una a otra con un cambio profundo en sus creencias y en sus sistemas de valores morales sin perder contacto vital con su antigua tradición social que fue sublimada y transformada, pero no destruida o perdida”. La cita  de nuestro amigo continúa, pero nos interesa recalcar la imposibilidad de repetir  esa experiencia monástica con los bárbaros modernos, porque aquí la tendencia predominante es el resentimiento y la apostasía, lo que impide o limita en extremo las relaciones entre  la Iglesia y los residuos de la cristiandad  neopagana, sea de la izquierda, del centro o de la “nueva derecha”. De allí también el acierto de  Gramsci al plantear la lucha en un terreno tan favorable a su postura.

No hay monasterio que  en la actualidad pueda tener el mismo éxito con los neobárbaros actuales, sea de dentro o de fuera de la Iglesia. Son tareas muy diferentes convertir a los francos y convertir a los franceses, a estos últimos será muy difícil no ya convertirlos sino mantenerlos en la Iglesia como Gad Lerner, intelectual hebreo de tendencia liberal, nos advierte en la primera página del Corriere della Sera el 7 de marzo del 2001: “¿Cómo olvidar la  sombría previsión del  cardenal Biffi: la ‘cultura de la nada’ de nuestra casa no podrá aguantar el asalto ideológico del Islam? Mientras el filósofo católico  Alain Besançon teme directamente la conversión repentina de la Iglesia francesa”. Conversión por cierto no al catolicismo sino al Islam. A los monjes actuales les espera pues una tarea, un esfuerzo y una clientela muy diferente a la de aquellos buenos paganos, de modo que sus métodos y preparación deberán ser también  muy diferentes, aunque el contenido resulte abstractamente el mismo. Más aún  han de empezar la caridad por casa, para no ser diezmados de antemano, como ya ha ocurrido.

La  cultura grecolatina, fue  constante tema de las polémicas dentro y fuera de la Iglesia. Ésta se decidió por aceptar selectivamente sus mejores frutos ya en los primeros tiempos, a partir de los inspirados párrafos de San Pablo no sólo en el  Areópago; muy pronto, Padres como San Justino separaron la paja del trigo y con él  comenzaron a  producir el alimento intelectual de la cristiandad plasmado en los dogmas, incluso a partir de la misma lingüística neotestamentaria donde encontramos, entre otras, una palabra extraordinaria cargada de sentido metafísico y de toda la cultura griega como epioúsion, ‘supersubstancial’, que se aplica al pan eucarístico de los cristianos: “El pan nuestro  epioúsion dánosle hoy”, solíamos decir, cuando no deseábamos reducir  el pedido a  la canasta familiar.

Dejando a un lado las cumbres de la filosofía griega,  y el orden jurídico romano, repetidamente valorados y recomendados por las enseñanzas de la Iglesia, quiero referirme a la actitud primigenia y fundadora de la cultura grecorromana en relación con los bárbaros.

Desde hace tiempo, siguiendo el proyecto de  un noble  europeo, el barón Hardt[7] que para ello les dejó un castillo en Suiza, los más renombrados eruditos en  cultura clásica de todo el mundo se reúnen año tras año a discutir un tema predeterminado. En esta ocasión el  estudioso alemán  Hans Schwabl[8] analizó la relación Griegos – Bárbaros, y “La imagen del mundo en los primitivos griegos” sosteniendo que ya en Herodoto  se comienza con el prejuicio o la incuestionada suposición de la unidad entre todas las partes  de la tierra; sólo la invasión de los Persas llevó a los griegos a destacar la oposición  política y humana con los “bárbaros” en cuanto totalidad. Ciertamente los griegos han percibido también, como no  podía ser de otro modo, los límites que traza el lenguaje y  la vida social o sea, ante todo las guerras y los intereses comerciales, “pero, y de paso esto no debería olvidarse, han conocido de una manera muy intensa la comunidad de todos los hombres.  Esta sabiduría está unida del modo más  íntimo y no en último término, con sus intuiciones religiosas más universales. Zeus, para decir sólo esto, no se une a una ciudad o a un pueblo” (p. 6). Dios anda entre los pucheros decía Santa Teresa, Zeus hasta en la cultura, pues como Ud. habrá observado este alemán coincide con el inglés Cook.

Un poco más debajo de Zeus -reconocía Platón- está Homero, el educador de Grecia: “Desaparecen en la epopeya los límites entre los pueblos que el mismo poeta nos ha señalado desde el instante en que  nos encontramos con los  luchadores y sus propios destinos. La saga ha transferido al griego los acontecimientos del pasado y estaba en su derecho. Pero también con eso se expresa una mentalidad”, que continuó y permitió luego al genio fabuloso de  Esquilo poner en escena sus Persas sin  odio ni hostilidad: “En el rostro de Jerjes no se  esboza ningún  rastro de caricatura”[9].  El bárbaro Alarico, como vimos, al igual que Ulfilas, el decisivo caudillo que convirtió a los germanos,  apreciaron esa obra y toda la cultura antigua infinitamente mejor que  tantos teólogos e intelectuales cristianos  de la actualidad. Es que  la cultura no está por inventarse, como dijo un Papa. Específicamente la grecorromana es irremplazable en sus fundamentos, muy en especial  respecto de los pueblos gentiles de todos los tiempos y milenios. Sus cumbres iniciales como Homero y Esquilo desarrollan el tema de los bárbaros, con una simpatía y delicadeza absolutamente ajenas a  la actitud contemporánea, contaminada por el progresismo y la ideología. Imagínese un  premio Nobel poniendo en escena a los derrotados  en las últimas guerras y en  las  gloriosas revoluciones, o entre nosotros a Sarmiento  injuriando a sus bárbaros, equiparados con los animales.  Esos bárbaros  son todos Uds. e incluso yo, no se equivoque con la terminología y el enemigo.  

La experiencia de Taciano

Ya en el mismo texto neotestamentario se encendió una polémica  que continúa en el alma de católicos, apóstatas, herejes, cismáticos, judaizantes y neopaganos contemporáneos. En la segunda mitad del siglo II, un Padre al que he dedicado un pequeño trabajo, Taciano,  rechaza frontalmente  la cultura  grecolatina. Escuchémosle: “Para Uds., helenos, redacté esto filosofando al modo bárbaro, yo, Taciano, nacido en tierra de los Asirios, pero educado primero según vuestra cultura, mas luego según las doctrinas que ahora anuncio como predicador[10]. Obsérvese el lenguaje de este Padre: Bárbaro significa la revelación de ambos testamentos, Asiria es la Siria cercana al Eúfrates y filosofía no es metafísica, sino actividad intelectual genérica. Lo importante para nuestra exposición es que usa orgullosamente la palabra bárbaro contraponiéndola a la cultura griega, y muy particularmente a la filosofía stricto sensu. Hace “teología bíblica”, diríamos ahora,  rehecha la  “inculturización” helena recibida, y así le fue. 

Así presenta Taciano su biografía espiritual, en las últimas líneas de su Discurso contra los Griegos, agregando que viajó y se documentó mucho, llegando a enseñar el paganismo, del que se retiró escandalizado por motivos varios, entre otros las prácticas sexuales contra natura  a las que atribuye  el origen de las religiones paganas y que decide su conversión.

Nació aproximadamente entre los años 120 y 125; se diplomó, por así decir , como sofista, una especie de maestro y actor itinerante.  Lo tentó la herejía, cayó en ella entre los años 172 y 173, cuando Marco Aurelio cumplía doce años de gobierno, y debió abandonar Roma “porque sus principios y sus doctrinas habían disgustado a los dirigentes de la Iglesia “, dice el estudioso G. Bareille en el  DTC. Parece haber sido pues, uno de los primeros Padres reprimidos por la Inquisición informal de  ese tiempo, la que por lo demás actuó con toda razón, como en sus mejores épocas, pues Taciano no abandonó sus errores, se volvió al Asia y se convirtió en el jefe de los encratitas (“princeps encratitarum”) según San Jerónimo (Epist., XLVIII, 2), y si bien no se hizo pagano o hebreo sistemático cayó en un puritanismo sectario.

Mientras vivió San Justino, su admirado maestro, Taciano se mantuvo en la Iglesia y en Roma, pero poco después del martirio del santo, se alejó de ambas. Es que San Justino era el evidente contrapeso espiritual que necesitaba, y privado de este apoyo Taciano se descompensó. San Justino no sólo era cristiano, sino que encarnaba además la veta griega, filosófica y cultural del cristianismo temprano. Desaparecido ese caldo de cultivo para la Fe y las virtudes intelectuales, su perspectiva se contrajo al moralismo evangélico y veterotestamentario; la Fe más elevada perdió su sustento intelectual, su base cultural, entendida ésta como el cultivo de un ideal humano basado en la armonía del orden natural. En su espíritu, la muerte de San Justino fue también la muerte de Grecia, de la filosofía y de la Iglesia.

La “sola scriptura”, en especial el Antiguo Testamento, cuando es reducido a una “moral de la globalización”, o del Imperio Británico en otros épocas, suele concluir, más allá de las buenas intenciones, en el puritanismo del tipo ‘encratita’, y el nacionalismo cultural o racista, todo muy semejante a Taciano y tan repetido en la historia judeocristiana.

Antes de morir en 1936 Chesterton nos dejó algunos impagables ensayos sobre la situación alemana que utilizo para ilustrar lo dicho[11]: “El Hitlerismo es de origen casi totalmente judío”… “Cuando la reforma hubo quitado a la clase más nórdica de los alemanes la vieja idea de confraternidad en la fe abierta a todos, precisaron evidentemente de cualquier otra idea que por lo menos pareciese tan amplia, dominadora y trascendental como ella. Empezaron a conseguirlo gracias a la apasionada devoción que por el Antiguo Testamento sentían algunos protestantes históricos… Concentrándose en la antigua historia de la Alianza con Israel, y desprendiéndose del contrapeso de la idea de la Iglesia universal del cristianismo, adquirieron una propensión cada vez mayor a considerar su religión como una religión mística de la raza”. Taciano iba por el mismo camino con su  sola scriptura sine Graecia, aun antes de su separación de la Iglesia, pero las circunstancias históricas no daban para tanto; hoy los nuevos modelos pueden tener mayor éxito.  

  Si la inteligencia práctica permite aprender con la experiencia ajena y no reiterar los mismos errores, la tragedia de Taciano es de gran actualidad, pues tiende a predominar en la Iglesia un biblismo casi idéntico al suyo en cuanto a sus principios intelectuales y parecer peor aún en sus consecuencias. San Pablo y con él la Iglesia, comprendieron desde el principio que las ‘gentes’, o sea nosotros, seríamos rebeldes incorregibles ante la judaización y se dio cuenta que nuestros ancestros tenían sus buenas razones. Si algo faltaba, la llegada de los germanos dio el golpe de gracia al rechazo de la cultura humana superior: los bárbaros jamás se hubieran convertido al judaísmo ortodoxo -en ese tiempo no existían los sionistas- no solamente por las restricciones para entrar en un pueblo elegido de naturaleza tribal, racista en la terminología actual, evidentemente inexacta, sino también por  el rigorismo del rito y la moral.

 La tortilla

Así pues el primitivo entendimiento y la posterior conversión de los jefes bárbaros y  sus súbditos, amén de los factores ya mencionados,  se resolvió con la notable amalgama de las tradiciones, judías, greco-romanas y bárbaras, eso sí a partir de un principio autónomo,  inalcanzable, original y vertebrador: la Revelación y su asentimiento intelectual  a la Fe objetiva enseñada por la Iglesia mediante sus documentos, su Tradición y sus dogmas. Para hacer la tortilla se necesitan los ingredientes y los instrumentos; sin los grecorromanos aquí aludidos no hay tortilla ni Fe. La herencia bíblica, su revelación y sus profecías  sobre  el Mesías no se asimilaron y no podían asimilarse por los  gentiles, entre ellos los  bárbaros, sino apoyándose en el orden natural de la antigüedad, por eso tan repetido de que la gracia no suprime la naturaleza sino la corona.

En  aquellos tiempos los monjes, los caudillos militares, políticos o religiosos  y también los Papas y los santos percibieron claramente el fondo del problema. En cambio   ahora la mente cristiana se ha oscurecido de modo que muchos pretenden una nueva tortilla sin gentiles, sin tradición clásica, sin Fe, sin huevos y hasta sin Biblia en cuanto texto revelado. Por eso leeremos con especial atención las páginas de este libro del P. Sáenz dedicadas a aquellos bárbaros con ocasión de los actuales, es decir de la barbarie presente, sea católica, cristiana o laica en general, para no olvidarnos de nuestros hermanos separados, anónimos, ignotos, logistas, eventuales o esotéricos. Muchos de ellos integran, al parecer, la Iglesia en cuanto Pueblo de Dios, como  prefiere llamarla el último Concilio, la Iglesia  atenta a  este perro mundo; dentro de  ella hay algunos importantes  pueblos bárbaros en acción  que van invadiendo la Iglesia Itinerante, no la Iglesia como Cuerpo Místico, enseñada en tiempos de Pio XII, que apunta a otra realidad aún no excomulgada.

Si participamos del optimismo intelectual de Franz Altheim, citado al comienzo,  la serena consideración de aquellos  bárbaros nos permitirá hacer frente a  la nueva invasión, incluso previendo sus leyes. El párrafo anterior está dedicado al problema espiritual o intelectual, Ahora bien Europa, y también América  seguramente, enfrentan o enfrentarán migraciones o invasiones pacíficas, sin descartar las otras, que han transformado la sociedad europea y norteamericana. Altheim pensaba en su Alemania de post guerra, cuya situación se ha extendido en muchos aspectos hasta nuestro suelo,  por lo que “debemos admitir que en gran medida nos está vedada una decisión política libre. Nos queda la libertad espiritual, que se mantiene por doquier, pues ella difiere de la política  al no estar restringida por compromisos ni implicar exigencias sino servicio”; luego, cuando los hunos casi aniquilaron al pueblo burgundio, agrega que esta catástrofe “estimuló su (de los burgundios) sentido de grandeza trágica y heroica. Una conciencia histórica desconocida hasta entonces y la voluntad de darle forma poética se despertaron gracias al contacto con ese pueblo extraño (los hunos). La forma espiritual no ha sido entregada a ningún pueblo desde la cuna como presente acabado. Debe ser conquistada. Sólo en la lucha con pueblos extraños y a través de los contactos con culturas ajenas se descubre el potencial propio[12].

Es de esperar que la meditación de estas páginas  fomente en  nosotros una voluntad similar sin  recurrir a  tanto aniquilamiento.

En la catolización de Europa influyó también la añoranza del Imperio, el ideal imperial e imperialista de la unidad de las gentes y sus sangres bajo una ley, un  Dios y  un Jefe, pero manteniendo lo que denominamos culturas o identidades populares. De allí ese compleja armonía de personalidades  nacionales que constituyeron Europa y cuyos residuos recibimos a través de España. En este sentido y a este nivel es indudablemente cierta la  expresión de Belloc “La Fe es Europa y Europa es la Fe”, criticada por Christopher Dawson en la interna, y por todos los gentiles o apóstatas o  que buscan la unidad europea fuera de la Fe  en el sufragio cada vez menos universal, el pensamiento único y el gobierno real de los grupos permanentes de poder.  Nuestro querido Padre  se refiere también a la veta sagrada del poder real que se remonta al rey David, del cual, de paso sea dicho,  alegan descender aún hoy los nobles tradicionalistas de  Francia, Inglaterra y Rusia, pero no podemos referirnos a ello.

Entre los muchos elementos germanos que la Iglesia bautizó, está el respeto a la mujer  reflejado en  la Santísima Virgen, la cultura campesina, la caballería, tema  expuesto por el P. Sáenz  en un trabajo  especial, y el deber heroico del  hombre superior ante  la caída de los dioses, la Götterdämmerung, perfectamente armonizable con al Apocalipsis y el sentido trágico  del Nuevo Testamento, que entre nosotros han sabido  actualizar, con genio que bien vale su precio, en odio  teológico y laico, Castellani y Martínez Zuviría,  otorgándole al catolicismo argentino una característica distintiva. En compensación, a diferencia de cualquier otro pueblo, nuestra constitución histórica y los  dirigentes liberales argentinos, encarnan el fundamentalismo del antihéroe, según tan francamente lo  propusiera Juan Bautista Alberdi, por lo menos en sus libros más promocionados. El rechazo del héroe, nos asegura, es una garantía de civilización y bienestar, el héroe es la barbarie.  Buen ejercicio espiritual para todos rumiar el análisis del P. Sáenz aplicado a  la cristiandad a la vez que las páginas de Julio Irazusta y su hermano sobre nuestra oligarquía o aristocracia, pues no se trata de elegir palabras con matices agraviantes sino de entender y entendernos; en ellos este tema es recurrente, pero basta repasar la Historia de la Oligarquía Argentina y sus balances históricos, para darnos cuenta cuánto nos hemos alejado de la cristiandad.

Muy oportuna esta hojeada a la historia de la Iglesia desde la perspectiva de las crisis que comienzan con la presencia del mismo Cristo, por lo que lejos de toda idealización sentimental y por lo general malintencionada, del “primitivo cristianismo”, conviene comenzar leyendo con atención el tomo I de La Nave y las  Tempestades  donde relata cuán difícil resultó el corte con el judaísmo y el reconocimiento de que la Iglesia es la religión de todos los hombres de buena voluntad sin discriminaciones raciales. Esa verdad fundamental se pagó en parte al contado con sangre de la primera persecución, modelo de todas las demás, donde el hermano entrega al hermano según le ocurriera, para empezar, a San Pablo. Sin duda faltan varias cuotas pues las “verdades vivas” de la Iglesia deben defenderse a diario. 

 Para finalizar volvamos al ámbito literario aludido al comienzo. Siempre las crisis exteriores se originan en la vida interior de la Iglesia, dicho de otro modo el peligro de naufragio empieza por el amotinamiento espiritual de la tripulación. San Marcos, el poeta de la Nave, es también el  poeta y el historiador del primero  entre los tantos motines que hoy estallan por todas partes. El Evangelio de San Marcos fue escrito cuando en Roma el  Gran Capitán de la escuadra ya había sido colgado en su propio bajel de modo que las últimas palabras reconocidas (Marcos  16, 9-19) como canónicas por la Iglesia conservan la inquietud de la época: la tripulación, la masculina por lo menos, se negó obstinadamente a creer en la resurrección de Cristo.  Un exegeta clásico, el P. M. J. Lagrange[13], dice que a los once, pues la marinería casi completa estaba en estado de asamblea, nunca se los había tratado tan mal. Discusiones estilísticas aparte, Lagrange nos hace la diferencia: no se trata de una  incredulidad cualquiera, de esas que Cristo acostumbraba a reprocharles por mera insuficiencia de Fe, ahora se trata de una “incredulidad positiva”, eufemismo algo empalagoso que indica la  voluntad, la decisión de rebelarse. Este aspecto, siempre actual de la tormenta tal vez merezca una colección especial.   

De todos modos, entre las tantas críticas que ha de recibir, nadie, espero, podrá achacarle triunfalismo a nuestro autor. Su esfuerzo abarcará varios tomos de extensión accesible y redactados con la inteligencia esclarecida, el estilo sencillo y la voluntad divulgadora que es una voluntad cordial al servicio sobre todo del prójimo juvenil televidente y telepastoreado, completamente ajeno por lo general a este enfoque realista y católico. Quizá no haga falta extender esas pinceladas  a las tormentas actuales de la Iglesia porque el alma adiestrada en la historia adquiere el hábito de salir de su corralito  moral y aplicarse a las cosas que tiene ante las narices. La mirada universal en la historia es, dicen, una gracia que no puede adquirirse, sino que es otorgada, como todas las gracias. Algo de eso se percibe en nuestro amigo, pues, como hubiera dicho Lugones y los hubiera necesitado para gambetear el suicidio, hay pocos entre nosotros con ‘ojos mejores’ para ver la Iglesia que los del P. Sáenz, dispuesto a ubicarnos  con toda paciencia en este tema infinito.

                                                                             Octavio A. Sequeiros


[1] El Imperio hacia la Medianoche. El camino de Asia hacia Europa.  Eudeba, B. Aires, 1971,  p. 13. (1ª ed. alemana, 1955).

[2] Altheim, Franz, Visión de la Tarde y de la MañanaDe la Antigüedad a la Edad Media, B. Aires, Eudeba,  1965, p. 42.

[3] Gueydan de Roussel, W. A  l’aube du Racisme. L’homme, spectateur de l’homme. Préface de Bernard Faÿ, professeur du Collège de France, Paris, E. de Boccard éditeur, 1 Rue de Médicis, 1940.

[4] Arato.  Fenómenos, trad. de  Esteban Calderón Dorda, Madrid, Gredos, 1993, p. 63.

[5] Cook, Arthur Bernard. A Study in Ancient Religion, Cambridge, 1940 y New York, Biblo y Tanne, 1964.

Cf. sobre todo las 900 p. del  volumen II parte  I, Zeus God of the Bright Sky, p. 13. Los tomos II y III están dedicados al Zeus of the  Dark Sky.

[6] A. Dies, que el mismo Cook cita en op. cit., T II, p. 273, et alia.

[7] Grecs et Barbares – six exposés et discussions par  Hans Schwabl, Hans Diller, Olivier Reverdin, Willy Peremans, H. C. Baldry, Albrecht Dihle. Entretiens sur  L’Antiquité Classique. Tomo VIII. Fondation Hardt, Vandoeuvres-Genève, 1962.

[8] Cf. Schwabl, H. Das Bild der Fremden Welt bei den Frühen Griechen en op. cit., pp. 1-36.

[9] Schwabl, H. Op. cit., p. 6.

[10] Sequeiros, O.A. Taciano; La tragedia del biblismo. La Plata, Fundación Santa Ana, 2003, serie Evocaciones Patrísticas, nº 58, p. 7.

[11] Chesterton, G.K. El fin del armisticio. Barcelona, Janés, 1945, II parte, cap. XIII, pp. 90-91.

[12] Altheim, F. Op. cit., pp. 9 y 47.

[13] Lagrange,  M. J. Evangile selon Saint Marc. Paris, Gabalda, 1920, p. 423.

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