Vida de Santa María Egipcíaca: una hagiografía cuaresmal

Por Pablo Ignacio Sepúlveda López

El quinto domingo de Cuaresma, según la tradición litúrgica bizantina, se conmemora a Santa María de Egipto, una mujer de vida disoluta que se convirtió milagrosamente ante la vista de un icono de la Madre de Dios, en el Santo Sepulcro, acabando sus días como anacoreta en el desierto. Su historia[1] fue inmortalizada por el hagiógrafo y patriarca san Sofronio de Jerusalén (s. VII), tras noticiarse de ella por el testimonio de los monjes de un monasterio a las orillas del río Jordán, donde había vivido abba Zósimo, quien descubrió a la ermitaña en uno de sus retiros de Cuaresma.

            A continuación, pues, nos referiremos a la hagiografía de esta santa mujer, epítome de la penitencia y la conversión, imperativos básicos de la vida cristiana, mediante los cuales, y por la Gracia divina, podremos asistir bien dispuestos a la celebración de los Misterios de la Cruz y la Resurrección durante el próximo Triduo Pascual.

Abba Zósimo tentado y penitente

La hagiografía comienza haciendo una semblanza de abba Zósimo. Este monje sacerdote fue recibido en el monasterio siendo apenas un niño destetado, fue criado en la fe y la virtud por los monjes y llegó a ser padre espiritual de muchos religiosos que acudían a su consejo. Pero todo hombre peca y no hay nadie bueno sino sólo Dios[2]. Zósimo “comenzó a ser atormentado por el pensamiento de que era perfecto en todo y que no necesitaba instrucción de nadie”. Es decir, cayó en la vanagloria, el sutil demonio que “se disimula fácilmente en aquellos que practican una vida recta”, haciendo “visible al monje la grandeza de sus virtudes”[3]. Entonces lo visitó un ángel del Señor que le dijo: “Para que conozcas cuántos rumbos llevan a la salvación, deja tu tierra natal como el renombrado Abraham y ve al monasterio en el río Jordán”.

            Zósimo obedeció e ingresó en dicho monasterio, faltando poco para “cuando todos los cristianos ayunan y se preparan a sí mismos para adorar la Divina Pasión y Resurrección de Cristo”. El día en que comenzaba la Cuaresma, “luego de orar encarecidamente con postraciones, los ancianos se besaron mutuamente y se pidieron perdón”[4]. Entonces salieron para el desierto, lugar de lucha espiritual, para hacer allí solitaria penitencia, según las capacidades de cada uno. Tenían prohibido reunirse entre sí, atentos de no “agradar a los hombres y ayunar a los ojos de todos”. Estarían en el yermo hasta el Domingo de Ramos.

            Zósimo tentado por la vanagloria, sin dejar de ser él mismo, deviene en espejo de los creyentes. ¡Cuántas veces cedemos ante aquellas y demás tentaciones, sin oponer resistencia, incluso tratando de justificar una supuesta nimiedad de nuestras faltas! ¡Cuántas veces no hemos escuchado, o dicho nosotros mismos, «no he matado, no he robado, ¿de qué debería arrepentirme?»! Zósimo, en cambio, ante la sugestión demoníaca de ser perfecto, viéndose en peligro de perder todas las virtudes por el orgullo, se pone en manos de Dios, que, por la humildad, se las aumentará y perfeccionará.

El anciano también es una especie de —permítasenos la expresión— psicopompo, es decir, un guía del alma. Junto a él —o en él—, somos introducidos a los parajes que habita María, quien nos ayudará a llegar arrepentidos y purificados por las lágrimas a la Santa Resurrección del Señor. Así, pues, es este un texto que no sólo se lee, sino del que también podemos participar en cada Cuaresma.

Zósimo conoce a María

El vigésimo día de retiro, Zósimo se detuvo a orar. De súbito, vio una figura humana que “estaba desnuda, la piel oscura como si estuviese quemada por el sol, el cabello de su cabeza blanco como un vellón”. El monje fue tras ella clamando: “¿Por qué escapas de un hombre viejo y pecador?”, a lo que la figura respondió: “Perdóname en el nombre de Dios, abba Zósimo, porque soy una mujer y estoy desnuda”. Lleno de temor al escuchar su nombre de labios de aquella desconocida, le arrojó su capa para que se cubriera; sólo entonces pudieron mirarse. Ambos se postraron, pidiéndose mutuas bendiciones. Ella le dijo: “eres tú quien debe dar bendiciones y orar. Has sido dignificado por el orden del sacerdocio”. Abba Zósimo se atemorizó de nuevo, ¿cómo sabía ella que era sacerdote? En vista del don de clarividencia que mostraba, él le respondió: “La Gracia no es reconocida por las órdenes propias, sino por los dones del Espíritu, así que dame tus bendiciones en el nombre de Dios, ya que necesito tus oraciones”. ¡Zósimo había encontrado una asceta superior!

            Cuando estuvieron de pie, él seguía rogándole a la mujer su intercesión. Ella accedió por obediencia y se puso a orar vuelta al oriente, elevando sus ojos y sus brazos al cielo, susurrando. Abba Zósimo la acompañaba en silencio, mirando el suelo. Cuando sintió que la oración se alargaba, levantó sus ojos y vio que la mujer levitaba. Ante este prodigio, “más terror se apoderó de él y cayó al suelo llorando y repitiendo muchas veces «Señor, ten piedad»”. Pero aun viendo el milagro, el anciano caviló para sus adentros: “¿Acaso no es un espíritu, y tal vez su oración es hipocresía?”. Entonces, la clarividente mujer lo tranquilizó diciendo:

“¿Por qué te confunden pensamientos, abba, y te tientas acerca de mí? (…) yo soy sólo una mujer pecadora, aunque protegida por el Santo Bautismo. Y no soy sino tierra y cenizas, y carne solamente”. Y con estas palabras ella se protegía a sí misma con la señal de la Cruz en su frente, ojos, boca y pecho, diciendo: “Que Dios nos defienda del maligno y sus designios, porque fiera es la lucha contra nosotros”.

            A esas alturas, Zósimo no hacía más que llorar, y yacía en el suelo abrazando los pies de la mujer, rogándole como su “esclavo” que le contara quién era, cómo y cuándo llegó al desierto. Ella, advirtiéndole que su vida rebosaba obscenidad y vergüenza, accedió a relatársela, implorándole sus oraciones para “encontrar misericordia en el día del Juicio”.

La ascesis superior que Dios le concedió conocer a Zósimo no era como esas hazañas descritas por Teodoreto de Ciro en su famosa obra[5]: ascetas que caminaban con manos y pies, que vivían sobre columnas, que habitaban los árboles, que se enclaustraban en celdas sin techo, y otras hazañas rayanas con la “locura”. No. Zósimo se encontró con una mujer ignota, perdida en el yermo, que insistía en someterse a su bendición sacerdotal. Ante él tomaba más altura mientras más se inclinaba[6] aquella que, por su proverbial penitencia, curaría con la humildad su vanidad… la de él, cuya virtud casi se desvíó cuando creyó tenerla en grado sumo.

Santa María Egipcíaca cuenta su vida

María nació en Egipto. A los doce años dejó el hogar familiar y se fue a Alejandría.   

“Allí el principio arruiné mi virginidad y luego desenfrenada e insaciablemente me entregué a la sensualidad (…) era como un fuego de perversión pública (…) tenía un insaciable deseo y una irreprimible pasión por yacer en la inmundicia. Esto era la vida para mí. Cada tipo de abuso de la naturaleza lo veía como vida”.

María no era prostituta, como simplistamente repitieron los hagiógrafos tardíos, sino que vivía de la mendicidad y el hilado. Ella misma recordaba: “cuando deseaban pagarme, yo rechazaba el dinero”. No era la avaricia lo que la movía a pecado, sino el “hacer que tantos hombres como fuese posible tratasen de obtenerme, haciendo gratis lo que me daba placer”. Así malgastó su vida durante unos diecisiete años y con esa misma disposición se embarcó hacia Jerusalén, a instancias de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. En el viaje esperaba “tener más amantes que pudiesen satisfacer mi pasión”. Al ver a los hombres que esperaban abordar, María pensaba: “ellos servirían para mi propósito”. Todos notaron su “disposición a ser desvergonzada”, produciendo “la risa general” por su palabrería sensual. Durante la travesía solía “forzar a aquellos miserables jóvenes incluso contra su propia voluntad”, y no había depravación de la cual “no fuera su maestra”. Llegada a Jerusalén, mantuvo “el mismo tipo de vida, tal vez peor”.

El día de la Exaltación de la Cruz, mientras “aún vagaba cazando jóvenes”, María se fue al Santo Sepulcro, pero había “una fuerza que no me dejaba entrar (…) sólo yo parecía ser rechazada por la iglesia”. Tras varios intentos infructuosos, se sentó en el vestíbulo, exhausta. Entonces de pronto comprendió por qué no era admitida para ver la Cruz.

“La palabra de la salvación suavemente tocó los ojos de mi corazón y me reveló que era mi vida sucia lo que impedía mi entrada. Comencé a llorar, lamentarme y golpearme el pecho, y a suspirar desde las profundidades de mi corazón”.

En ese instante de contrición, a la vista de un ícono de la Madre de Dios, oró así:

Oh Señora, Madre de Dios, que diste a luz en la carne a Dios el Verbo, yo sé, oh qué bien sé, que no es honor o alabanza para ti cuando alguien tan impuro y depravado como yo mira tu icono, oh siempre Virgen, que mantuviste el cuerpo y el espíritu en pureza. Con razón inspiro odio y desagrado ante tu virginal pureza. Pero he escuchado que Dios, Quien ha nacido de ti, se hizo hombre con el propósito de llamar a los pecadores al arrepentimiento. Por lo tanto, ayúdame, ya que no tengo otro auxilio. Ordena que la entrada de la Iglesia me sea abierta. Permíteme ver el venerable Madero sobre el cual Él, Quien fue nacido de ti, sufrió en la carne y sobre el cual Él derramó Su santa Sangre para la remisión de pecadores y por mí, indigna como soy. Sé mi fiel testigo ante tu Hijo de que yo nunca contaminaré mi cuerpo con la impureza de la fornicación, sino que tan pronto como haya visto el Madero de la Cruz renunciaré al mundo y a sus tentaciones y me iré a donde tú quieras llevarme.

Tras hacer la oración, María “estaba llena de temor, y casi delirante (…) entré ahora sin dificultad (…) y así es como vi la Vivificadora Cruz. Vi también los Misterios de Dios y cómo el Señor acepta el arrepentimiento”. Cuando volvió a salir, se dirigió nuevamente al vestíbulo donde había hechos sus votos y rezó otra vez:

Oh amorosa Señora, tú me has mostrado tu gran amor por todos los hombres. Gloria a Dios Quien recibe el arrepentimiento de los pecadores a través de ti. ¿Qué más puedo reunir o decir, yo que soy tan pecadora? Ha llegado el tiempo para mí, oh Señora, de realizar mi voto, de acuerdo a tu testimonio. ¡Ahora llévame de la mano al sendero del arrepentimiento!

Entonces una voz del cielo le dijo: “Si cruzas el Jordán hallarás reposo”. Inmediatamente, aún con lágrimas en sus ojos, fue a la orilla del Jordán y participó de los Misterios en la Iglesia de San Juan Bautista. A la mañana siguiente cruzó el río y se internó en el desierto. No volvería a ver a nadie durante los próximos cuarenta y siete años.

Durante los primeros diecisiete años de su retiro, María luchó contra las tentaciones: deseaba comer carne y pescado, extrañaba el vino, las canciones libertinas y tenía pensamientos de lujuria y “sed de abrazos”. Para resistirlas, se golpeaba el pecho, lloraba y recordaba el ícono de la Madre de Dios y las promesas que le había hecho a la Virgen; sólo entonces “una calmada y dulce luz descendía y me iluminaba y espantaba a los pensamientos que me poseían”.

María era presa del demonio de la fornicación. Pervertida a tierna edad, no sabía vivir de otra forma. Sólo la movía la lujuria per se. En ese trance de pasión esclavizante, su valor personal cedía ante su peso en carne, por la cual esclavizaba a otros, orgullosa de “cazar” hombres y amaestrarlos en venéreos agasajos. El exceso de vino y la música obscena que recordó con nostalgia en sus primeros años de anacoreta, hablan de una vida frívola, sin rumbo, de una animalidad aberrante que empapaba todo su quehacer. Debió haber sido una mujer rota y completamente desolada.

Querido lector: el relato de María sobre su vida extraviada nos deja sin palabras. Es un registro único entre las tantas historias de anacoretas y monjes. No hemos encontrado historias similares entre las ammas y vírgenes, siempre más susceptibles a la avaricia y la vanidad, mientras que es común la fornicación en los apotegmas de los padres. A María de Egipto, tal vez, habría que ubicarla entre estos últimos… aun así, seguramente superaría a muchos de los más disolutos ermitaños convertidos de Satanás a Cristo.

¡Pero no vayamos a olvidar nuestras propias transgresiones! ¡Veamos, pues, cómo sobreabunda la gracia donde abundó el pecado[7]!

Último encuentro de los siervos de Dios

Luego de contarle sobre su vida pecaminosa, su conversión y penitencia, y las luchas espirituales de la que salió airosa, María rogó a Zósimo que la visitara el Jueves Santo del siguiente año, trayéndole la Santa Comunión. Aquel día, efectivamente Zósimo se presentó en la orilla del Jordán, hasta donde llegó María, quien atravesó desde la otra ribera caminando por encima de las aguas. Cuando estuvieron juntos ambos rezaron el Credo y el Padre nuestro, se dieron el ósculo santo y ella comulgó. “Habiendo participado de los Santos Misterios, ella alzó sus manos al cielo suspirando, con lágrimas en sus ojos, exclamando: «Ahora Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu palabra. Porque han visto mis ojos tu salvación»[8]”.

Antes de despedirse, María volvió a pedirle a Zósimo que la visitara al año siguiente durante la Cuaresma, en el mismo lugar de la vez primera. Llegado el tiempo, Zósimo acudió y encontró el cuerpo exánime de la santa, “sus manos estaban cruzadas de acuerdo a la costumbre y su cara estaba vuelta hacia el Este”; en el suelo estaba escrito:

“Abba Zósimo, entierra en este punto el cuerpo de la humilde María. Regresa al polvo lo que es del polvo y ora al Señor por mí, que partí en el mes de Fermoutin de Egipto, llamado Abril por los Romanos, en el primer día, en la misma noche de la Pasión del Señor, luego de haber participado de los Divinos Misterios”.

La sierva de Dios había muerto apenas unas horas después de comulgar el anterior Jueves Santo. Su cuerpo se había mantenido incorrupto esperando una cristiana inhumación. Zósimo trató de cavar una tumba, pero el suelo era durísimo. Entonces apareció un león que veneró las reliquias de María lamiéndole los pies. El anciano, al ver el comportamiento del felino le habló diciendo: “¿Podrías tú realizar el trabajo con tus garras? Luego podremos encomendar a la tierra el templo mortal de la santa”. Tras enterrarla, Zósimo, despidiendo al león con una bendición, tomó el camino de regreso al monasterio, donde les refirió a los hermanos todo lo vivido. Desde ese día conservaron la memoria de la santa mujer y luego se la hicieron saber a san Sofronio, quien la puso por escrito.

Palabras finales

La hagiografía de Santa María de Egipto, junto con ensalzar sus virtudes, convoca al creyente a examinar la consciencia y hacer penitencia, especialmente durante el tiempo de Cuaresma. No se trata sólo de un relato piadoso. Es también un tratado demonológico y ascético en la línea evagriana, que dando cuenta de los “pensamientos”[9] en Zósimo y María, muestra cómo ellos vencieron esas sugestiones interiores a la vanidad y la lujuria por el ayuno, la oración, las lágrimas, la humildad y los sacramentos, dándonos ejemplo para desarraigar de nosotros esos mismos pensamientos —logismoi— y los otros pecados capitales que los acompañan.

La falta de otros testimonios contemporáneos sobre María Egipcíaca hace pensar a algunos que se trata sólo de un relato edificante sin base histórica. Lo mismo sucede con la Vita Pauli de san Jerónimo. De hecho, hay interesantes semejanzas entre ambos textos: la desnudez de los protagonistas, el enterramiento con la ayuda de leones y la absoluta soledad que llevaron, al punto de no haber sido vistos por nadie, excepto por quienes dieron testimonio de ellos. Creemos que esto último, más que restarle credibilidad a la historia, quiere dar a entender que el santo en cuestión se presenta a cada lector de forma personalísima, maximizando sus posibilidades introspectivas mediante un encuentro íntimo, fruto de un descubrimiento original, iniciático, y no como gota de un mar de peregrinos sin identificar que van a la zaga del último santo “de moda” —perdónesenos la expresión—.

Finalmente, sólo nos queda animar a los lectores a sumergirse con fruición en esta gran catequesis cuaresmal que aquí reseñamos, y a imitar a tan desvergonzada mujer en su arrepentimiento, por el que hoy la amamos y veneramos como pura y santa esposa de Cristo.

remittentur ei peccata multa quoniam dilexit multum

(Lc. 7, 47)[10]

Por Pablo Sepúlveda


[1] Vida de Santa María de Egipto. Javier Rodríguez (trad.) Instituto de Teología San Ignacio de Antioquía, Chile. A este texto corresponden todas las citas sin referencias, tanto dentro de los párrafos como en bloque.

[2] Cfr. Mc. 10, 18.

[3] Evagrio Póntico. Tratado Práctico, 13 y 30, respectivamente.

[4] Se trata del “Domingo del Perdón” con que se inicia la Cuaresma según la tradición litúrgica bizantina. Es el equivalente al Miércoles de Ceniza del Rito Latino.

[5] Véase Teodoreto de Ciro, Historia de los monjes de Siria.

[6] “y así, para más altura, / yo siempre me inclinaré / sobre todo a un no sé qué / que se halla por ventura”. San Juan de la Cruz.

[7] Cfr. Rm. 5, 20

[8] Lc. 2, 29. Cántico de Simeón o Nunc Dimittis.

[9] Ya hemos tratado los logismoi evagrianos en varios textos de nuestra autoría, publicados en este mismo sitio.

[10] “Sus muchos pecados le son perdonados porque amó mucho”.

 


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