San Martín en su conflicto con los liberales. Por Octavio Sequeiros

Soler, Carlos Steffens. San Martín en su conflicto con los liberales. Librería Huemul, 1983, Argentina, 312 pp.

Por Octavio A. Sequeiros

Este libro se hizo esperar mucho tiempo, tal vez demasiado y explota nuevas vetas para la perspectiva revisionista tanto por el tema como por los aspectos formales.

Su redacción es agresivamente planfletaria en el mejor sen­tido del término, es decir plena de sorpresa y polémica directa con la “ínteílighenzia” paisana oficial, incluido el oficialismo católico -vg. Furlong-, que a falta de santos auténticos intentó apropiarse de San Martín, y también con sus congéneres revi­sionistas.

El mejor acierto «estructural» consiste en mechar el relato histórico con excursus a veces extensos sobre el presente o, mejor dicho, sobre las consecuencias actuales de los hechos anti­guos o conclusiones generales relacionadas con nuestra historia política. Todo ello unido a un humor corrosivo -«el bien llamado Delano Roosevelt«-, le otorga una vivacidad que deseamos perdurable pues la forma compromete al fondo, y esta forma parece implicar una superior decisión de vincular los estudios históricos a la actual peripecia del país, voluntad que sin duda le estaba haciendo falta al revisionismo.

No es un libro de imaginación en el sentido de aportes documentales desconocidos; es un libro de meditación sobre aspectos claves de nuestra historia, lo que por sí constituye un aporte bastante desconocido pues los documentos y las histo­rias sin la iluminación de la inteligencia política sólo sirven para confundir al ciudadano, como la insoportable bibliografía sanmartiniana.

Sintetizo la tesis: San Martín no era Dios ni ese santón algo imbécil para uso de la colonia creado por Mitre y R. Rojas, sino un masón que se alzó contra las logias, o mejor dicho contra los logistas agentes de la política y el comercio inglés, como Rivadavia y Rodríguez Peña. Su audacia lo llevó a unirse con los caudillos del interior -Bustos, Güemes, López, etc.-, y pro­puso, en la insólita reunión de Punchauta con los jefes españo­les (junio de 1821), un plan de pacificación hispanoamericano en defensa de los intereses mutuos que contó con el apoyo del Virrey La Serna y la oficialidad, pero que fue vetado por los logistas españoles cuya cabeza era el general Valdez. En Gua­yaquil, Bolívar, que también era masón pero que actuaba por ambiciones personales, lo dejó en la estacada. Se produce entonces la gran falla moral de San Martín quien no se animó a fusilar e imponerse por la fuerza -la tenía de sobra, amén de la opinión-, se achica y apura su «camino sin salida» (Mitre) pues los ingleses utilizan las logias para obligarlo a exiliarse con el consiguiente desprestigio.

Agreguemos que San Martín tampoco se animó a romper la censura masónica aunque alguna vez le prometió a Guido revelarle «secretos que sólo Ud. sabrá» (21-VI-27), pero no cumplió seguramente para no «faltar por mi parte a los más sagrados compromisos» (Carta a Miller, 29-VI-2T). Guido, indignado por la gran borrada del Libertador, se quedó con la promesa de que «cuando deje de existir» (18-XII-26) encontraría entre sus papeles póstumos la clave del secreto… sin embargo la tontería de Mariano y la «tara hereditaria» de Josefa Balcarce pusieron esos papeles -de cuya existencia Steffens Soler no tiene dudas (p. 171), pero yo sí-, en manos de Mitre que se hizo el gran negocio (p. 240): 1) escribió una historia sagrada donde el santo, que luego será el de la espada, resulta un canalla para quien lee con atención; 2) la convirtió -aquí está su genio polí­tico- en el principal instrumento del coloniaje y el racismo anglosajón. Por eso su historia será inmortal mientras dure, hay para rato, la pequeña argentina. Sintetizo la síntesis: San Martín fue un libertador made in England asombrosamente bien adaptado a la mecánica nacional, aunque no pudieron solucionarse al­gunos defectos de fábrica.

Esta es la tesis fundamental que en lo relacionado con la masonería hará perder los últimos pelos de nuestro estimado Patricio Maguirre durante la polémica que todos esperamos, y de la cual obviamente me borro aunque recuerdo que según la «Humanis generis» de León XIII, que también están equiparadas a la masonería, las agrupaciones «unidas entre sí por cierta co­munión de propósitos y afinidad entre sus opiniones capitales, concordando de hecho con la secta masónica; especie de centro de donde todas ellas salen y a donde todas vuelven«. Será difícil desvincularlo a San Martín de semejantes ataduras.

No me borraré en cambio de otras observaciones. Ante todo urge cambiar el título pues concentra la atención del lector en un problema ideológico y de nuestra política exterior, a saber el liberalismo y los liberales argentinos. Este planteo que ya necesitaba matizarse hace mucho debido a los grandes sátrapas católicos -ni liberales ni liberadores-, de este siglo, acentuó su anacronismo luego de la derrota en las Malvinas. Además el título no responde al contenido pues en realidad San Martín: 1) no estaba en conflicto con los liberales -al fin y al cabo confiesa en 1827: «por inclinación y principios amo el gobierno republicano y nadie lo es más que yo» (pág. 55), afirmación que Soler no destaca; San Martín sólo es monárquico, católico o extremista de ocasión por ese sentido pragmático que Mitre ha visto bien, pero no por una oposición intelectual a «los liberales»; 2) tampoco cortó definitivamente con las logias, como veremos. Por estos motivos y otros más importantes, comerciales, propagandísticos y de oportunidad política, debe titularse en la próxima edición “San Martin contra Inglaterra”.

No vemos por qué el autor está tan seguro de que San Martín se deschavó justo antes de morir, cuando el resentimiento prudentemente reprimido parece constituir la clave de su itinerario personal después de Guayaquil. Por otra parte en materia religiosa no saltó el cerco y se instaló en algún lugar del Paraíso sin ayuda sacramental, de modo que su conversión no pudo ser la causa eficiente de las supuestas revelaciones pós­tumas. En materia de autocensura había llegado a engañarlo a Guido, según vimos, y por algo Rivadavia le dijo a Parish que San Martín se exilió «bajo la solemne promesa de no dar nin­gún paso que pudiera en forma alguna tender a cualquier cam­bio en la constitución actual de estos Gobiernos, en contra de la opinión o sentimientos (sic!) del Gobierno Británico, o más aún sin someterle previamente para su conformidad cualquier plan que quisiera presentar» (Cita de Webste, p. 183). Esto le parece a Steffens Soler “una mentira pueril” (p. 184) y según se «inclina a creer» Rivadavia «miente con la verdad posible«, pero lo cierto es que San Martín parece haberse ajustado a pautas semejantes salvo en gestos superiores como el del sable.

El 1-11-34 San Martín se le queja a Guido de haber sido expatriado «quizá por una mera diferencia de opinión» (p. 216), y en fin, si hubiera querido dar el gran portazo antes de morir se hubiera asegurado un escándalo que llegaría al otro mundo, o por lo menos a este otro de América, Guido o Rosas que estaba tan a mano. Quizá parezca demasiado humano o desmitologizante, pero creo que no deben cargarse las tintas con Mitre en base a meras presunciones, pues San Martín, convencido del desastre hispanoamericano quizá pensó en su descendencia y se dejó morir con la boca cerrada.

A nuestro juicio S. M. aunque debe haber mantenido su corazoncito y su cerebro inmerso en el caos propio de su época y de su estado, demostró en cambio un enorme sentido común y político que le permitió romper con sus amigos logistas, unirse a los caudillos, convencerse de que debía exterminarse uno de los partidos, alzarse con el ejército en Perú utilizando la bandera chilena, proponer una alianza con España que se caía de madura, etc., y hasta convertirse en defensor de la fe aunque «quizá» no fue católico «en su fuero interno» (p. 189) como dice Steffens Soler que también recurre a los eufemismos «in articulo mortis». En realidad San Martín debe haber pensado con muy buen sen­tido que si París bien valía una misa, la Argentina de ese entonces valía toda la liturgia y los mandamientos.

Según Mitre, en Perú San Martín «se achica y se muestra inferior a su misióncon todas sus deficiencias intelectuales y sus errores políticos, con su genio limitado y meramente concreto, con su escuela militar más metódica que inspirada«. Hay que recalcar el «meramente concreto» porque condensa el desprecio del ideólogo por el político práctico; pero también Steffens Soler en su esfuerzo por integrar a San Martin en el otro bando de la lucha intelectual de aquella -y de ésta- época pasa por alto este aspecto, uno de los más valiosos del Libertador.

Entre los grandes méritos de la obra vale la pena mencionar la crítica a la mistificación de Ricardo Rojas y sobre todo el desenmascaramiento del doble juego de Mitre, así como el reconocimiento de su genio político y su clara inteligencia para utilizar la «ciencia» de la historia para sus objetivos partidistas.

Todo el libro está también impregnado de un provincianismo -en el buen sentido del término- crítico que parece habérsele acentuado desde su alejamiento de la Capital: «Aplastada la rebeldía de las provincias, ya n0 hubo política en la Argentina» (p. 230) y esta expresión que sólo pudo ocurrírsele a un provinciano sin domesticar: «La Argentina Gardeliana«. Extraña que este arraigo no lo haya llevado a plantearse el profundo desarraigo de San Martín que mucho debe haber influido en la aflojada de Guayaquil. Si a un porteño le es difícil aceptar ahora incluso racialmente el país al norte de Córdoba -y nada digamos de ubicar la capital en el Cuzco, como en 1816, lo que en nuestro oído inglés suena a disparate-, ¿de dónde sacaría fuerzas San Martín para jugar su vida por una población semi-indígena y un mundo al que recién se asomaba con criterios iluministas? Debemos reconocer que la situación humana de Bolívar era muy superior, pues más allá de las ideologías Bolívar peleaba por los suyos. De todos modos San Martín hizo mucho más de lo que podía exigirse y por eso lo reconocemos como un héroe verdadero.

En fin, son múltiples las observaciones impagables de Steffens Soler, como ejemplo vaya la relativa a la guerra de religión y exterminio que sufrió el país en el siglo XIX (p. 247, etc.); el congreso de Tucumán; la valoración de Ferns en nuestra his­toriografía; y esa nota final que por sí sola alega en pro del sugerido cambio de título: «Uno de los motivos por el que no se ha estudiado la época de Rosas, es porque ella demuestra que el ahorro argentino garantizaba perfectamente bien nuestro desarrollo y nuestra independencia económica, que los liberales perdieron cuando entregaron la explotación a Gran Bretaña (la fórmula: Argentina rural e Inglaterra industrial). San Martín, admirador incondicional de la política de Rosas, era también enemigo de complicarse económicamente con el extranjero; después de Maipo -cuando era una realidad en el país la influencia inglesa- dijo significativamente -y lo repito- en su proclama del 27 de julio de 1829: ‘…La guerra se la tenemos que hacer del modo que podamos: si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos tiene que faltar: cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajen nues­tras mujeres…’«

Notamos por último que pesa por demás en el libro la fundada aversión del autor al sistema de partidos políticos en cuanto causa eficiente de la disgregación nacional, hasta aventu­rar la tesis -por demás aventurada- de que con el sistema mo­nárquico del Inca hubiéramos tenido mejor suerte (p. 257). La debilidad y desesperación de esta tesis resultaría evidente si Steffens Soler prolongara estos razonamientos a la actualidad, procedimiento que utiliza en otros casos con gran eficacia y es uno de sus ganchos.

Estas acotaciones no pretenden desmerecer este trabajo magnífico y bienvenido renovador del revisionismo; las hago con la intención de encender la discusión y el interés de su contenido, pues es muy probable que nuestro autor reciba más silencios o adulaciones que opiniones francas, donde la disidencia -muy ocasional-, supone el afecto y la admiración por la obra como empresa total.

Hay pues que comprarlo y leerlo más de una vez, tanto por la riqueza y sugestividad de los planteos como por su estilo travieso y su método expositivo que lo convierte no tanto en un libro de «historia» sino de política contemporánea, máximo logro de todo verdadero historiador.

 Octavio A. Sequeiros

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