Martirio y uso de armas. Ante la canonización de José Sánchez del Río

Martirio y uso de armas

Ante la canonización de José Sánchez del Río

Por Andrea Greco de Álvarez

 

La próxima canonización el día 16 de octubre de José Sánchez del Río, muchacho cristero mejicano, martirizado con 14 años en defensa de la fe, abre, una vez más, la discusión acerca de si es lícito para el cristiano empuñar armas o si sólo puede ser mártir aquel que se encuentra inerme ante los enemigos de la fe católica. Otros han escrito acerca de la actual falsificación del concepto de martirio (aquí, aquí) y si sumamos esto al pacifismo imperante, podríamos concluir que es probable que toda esta confusión nos impida poder resolver este problema.

 

¿Quién fue José Sánchez del Río?

El P. Javier Olivera Ravasi en su reciente libro La contra-revolución cristera. Dos cosmovisiones en pugna, nos explica que los jóvenes y los niños no quedaron exentos de la lucha armada que tuvo lugar en México entre los años 1926-29, conocida como la Guerra Cristera. “Si bien no siempre luchaban con fusil en mano, eran una ayuda preciosa al momento de dar apoyo logístico a los insurrectos por Cristo Rey, lo que les valía la represión por parte del gobierno”.  Esos niños dieron también su precioso testimonio de valentía y decisión en la defensa de la fe atacada. Frases tales como: “me voy al cielo”; “aprovechemos ahora”; “vale la pena”, “Hay que ganar el cielo ahora que está barato”; “¡Qué fácil está el cielo ahorita, mamá!”[1]; eran frecuentemente pronunciadas y eran el acicate que insuflaba coraje a quienes las escuchaban.

Uno de esos niños fue José Sánchez del Río quien fue uno de los mártires que ocasionó la sed de venganza de las fuerzas del gobierno de Calles al verse derrotadas:

“Tal fue el caso, conocido en todo el mundo civilizado, del niño José Sánchez del Río, que perteneció a la vanguardia del Grupo Local de la ACJM de Sahuayo, Michoacán, quien, contando con sólo 13 años de edad, se unió a las fuerzas cristeras, en las que se le aceptó como ayudante y no como soldado a causa de su corta edad.

En un combate librado cerca de Cotija, Michoacán, el 5 de febrero de 1928, cuando a su jefe le fue muerto su caballo, le cedió el suyo diciéndole:

– Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted aunque a mí me maten. Yo no hago falta y usted sí.

Y uniendo la acción a la palabra, cogió un fusil y se puso a disparar contra el enemigo que tenía enfrente hasta que se le terminaron las balas; entonces pudo ser aprehendido y llevado al jefe de sus contrarios, a quien se encaró y dijo:

– Me han cogido porque se me acabó el parque (las municiones), pero no me he rendido.

Tanta audacia en un niño sorprendió al militar y quiso halagarlo para que se sumara a la Revolución, incluyéndolo en la lista de sus soldados, pero, al ser nombrado, José protestó:

– Yo no soy callista –dijo–, soy preso.

Desde Cotija escribió a su madre esta sencilla epístola: Mamita: Ya me apresaron y me van a matar, estoy contento. Lo único que siento es que tú te aflijas. No vayas a llorar, en el cielo nos veremos. José, muerto por Cristo Rey”[2].

De Jiquilpan, continúa narrando el P. Olivera, fue trasladado a su pueblo natal, Sahuayo, y su padre, al enterarse de lo que sucedía, regresó del destierro donde se encontraba y ofreció a cambio de la libertad de José todo el dinero que pudo reunir. José se encontraba preso en la iglesia parroquial que los federales usaban como cuartel. Allí el niño no desperdiciaba ocasión para increpar a sus carceleros por la irreverencia que cometían profanando el templo y, en una ocasión, ahorcó dos finos gallitos de pelea, propiedad del diputado local que usaba de corral la sacristía:

“A las 11 de la noche del 10 de febrero, es decir, cinco días después de su aprehensión, sin juicio que lo condenara, le cortaron las plantas de los pies y lo condujeron descalzo al cementerio del pueblo; en todo el trayecto, José, iba dando gritos y vivas a Cristo Rey y a la Virgen de Guadalupe. Uno de sus verdugos, Rafael Gil Martínez, le preguntó:

– ¿Qué quieres que le digamos a tus padres?

Y José, con gran esfuerzo llegó a decir una vez más:

– ¡Que Viva Cristo Rey y que en el cielo nos veremos!

Fueron sus últimas palabras; el puñal y un tiro en la sien hicieron el resto”[3].

Concluye el autor afirmando que: “La sangre de estos jóvenes mártires, sería semilla de nuevos cristianos para México”… Esto es así, aún hoy, 90 años después de aquél sacrificio y por eso nos alegramos de esta canonización que demuestra que la defensa viril de la fe no es algo que pueda pasar de moda o que sólo corresponda al ideal eclesial de tiempos perimidos.

Un dato que no es de menor importancia es que si los cristianos actuaban de tal modo se correspondía con pastores que los acompañaban con igual valentía. Tal el caso de Monseñor Manríquez y Zárate que el 12 de julio de 1927 en su “Mensaje al mundo civilizado”, horrorizado por la saña que el gobierno mostraría contra el pueblo llegaría a volcarse por las armas:

“Nuestros soldados perecen en los campos de batalla, acribillados por las balas de la tiranía, porque no hay quien les tienda la mano, porque no hay quien se preocupe por ellos, ni quien secunde sus heroicos esfuerzos enviándoles elementos de boca y guerra para salvar a la patria. Queremos armas y dinero para derrocar la oprobiosa tiranía que nos oprime y fundar en México un gobierno honrado”[4].

En otra declaración ante el gobierno que culpaba al clero del levantamiento armado el Obispo de Huejutla contesta en febrero de 1929:

La vida cristiana es esencialmente una milicia en la que todos nos damos de alta y juramos defender el tesoro de la fe en el día del bautismo. Todos los cristianos somos soldados, y debemos luchar contra nuestros enemigos, que lo son principalmente el demonio y nuestra propia carne, pero con frecuencia lo es también el mundo y todos aquellos que debieran conducirnos a la felicidad. Si estos tales -aunque sean nuestros mismos gobernantes- lejos de encauzarnos por la senda del bien, nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a oponerles resistencia, en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Jesucristo: ‹No he venido a traer la paz, sino la guerra›; y aquellas otras: ‹No queráis temer a aquellos que quitan la vida del cuerpo, sino temed a Aquél que puede arrojar alma y cuerpo a las llamas del Infierno›. Por eso los Apóstoles contestaron a los Príncipes, que les prohibían predicar: “Antes obedecer a Dios que a los hombres”. Ahora bien: esta resistencia puede ser activa o pasiva. El mártir que se deja descuartizar antes que renegar de su fe, resiste pasivamente. El soldado que defiende en el campo de batalla la libertad de adorar a su Dios, resiste activamente a sus perseguidores. (…) Cuando, pues, la sociedad es agredida por aquél que la gobierna, debe desde luego aprestarse a la defensa. Si se trata de agresiones del orden intelectual y moral, las armas que deben emplearse deben ser de éste mismo género; pero cuando la agresión es del orden material, entonces convendrá agotar primero todos los recursos legales y pacíficos. Si no dieren resultado, habrá que acudir a los medios del orden material. Sin embargo, creemos todavía necesario hacer otra distinción: si el tirano, aunque oprima al pueblo y lo prive de algunas de sus libertades, le deja empero, las esenciales, como es la de adorar a Dios, y no hace imposible la vida social, habrá que soportarlo en paciencia, sobre todo si son mayores los males que se sigan de la contienda armada. Pero si ataca las libertades esenciales de los ciudadanos; si traiciona a la Patria; si asesina, viola y atenta sistemáticamente contra la vida y la honra de las familias y de los individuos, entonces la defensa armada es un deber social que se impone a todos los miembros de la comunidad. Soportar a un tirano en estas condiciones sería un crimen de lesa Religión y de lesa Patria. Esta obligación subsiste, no solamente en el caso de que sea humanamente posible la derrota del tirano, sino también en la hipótesis de que ésta sea imposible, atendidas las leyes ordinarias de la guerra. La razón es porque la pérdida de la fe y de la independencia nacional y la ruina misma de la sociedad, son males todavía mayores que la muerte segura de un gran número de ciudadanos. Y esto es precisamente lo que sucede en el caso de México”[5].

 

Queda claro que este Obispo no sólo consideraba un derecho el levantamiento armado sino hasta una obligación consecuente con el celo cristiano de defender primero los derechos de Dios antes que los de los hombres[6].

 

¿Se puede considerar mártir a quien ha empuñado las armas?

 

Vicente Cárcel Ortí, considerado por muchos el mayor historiador de la Iglesia de la España contemporánea, en su obra Caídos, Víctimas y mártires[7]afirma acerca del martirio:

“Se trata, en primer lugar, de un padecimiento voluntario de la muerte o de un tormento mortal. Hay sufrimientos que duran años, incluso toda la vida, que podrían considerarse como un martirio moral. Sin embargo, es el padecimiento de la muerte o de un suplicio mortal lo que manifiesta la voluntad del mártir, que entrega su vida, el bien mayor según la apreciación humana. No es indispensable, por otro lado, la voluntad actual de entregar la vida; basta la voluntad habitual no retractada, es decir, la disposición consciente de martirio. Por ello, según la opinión común, podría uno ser mártir, aunque lo mataran durante el sueño o por sorpresa, supuesta su voluntad habitual de martirio, con tal que su muerte sea causada por odio a Dios, a la fe u otra virtud cristiana[8].

 

Igualmente, no es preciso que exprese y visiblemente manifieste con palabras o gestos la aceptación voluntaria de la muerte, con tal que no haya retractado la disposición o voluntad de martirio. Por lo mismo, si al sufrir las amenazas y tormentos mortales, la persona se resistiera con las armas o de otro modo violento, no podría ser considerado como mártir, aunque sí quizá como héroe. Los que mueren en una guerra, aunque sea justa, defendiéndose con las armas, podrán sin duda ser declarados héroes de la patria, pero no por ese hecho mártires de la fe. Lo más importante, en todo caso, para que se dé un martirio y la Iglesia lo declare como tal es el motivo por el que los agresores causan la muerte y, sobre todo, por el que el mártir ofrece su vida. ¿Cuándo se cumple esta condición? La respuesta no es difícil. Se cumple indudablemente cuando el agresor impone la muerte al mártir por odio contra la fe cristiana (o la ley de Dios), o contra alguna virtud cristiana, como la castidad. Agresor en nuestro caso puede ser el acusador que delata o el juez que condena o los verdugos que persiguen y ejecutan a la víctima por odio contra su fe”[9].

 

            Según este criterio no podría declararse mártir al cristiano que ha empuñado armas en defensa de la fe. La cuestión es compleja y presenta varias caras.

1-      Procurando seguir el método tomista, ante la objeción veamos en primer lugar qué dice al respecto la Sagrada Escritura: Los Macabeos fueron tenidos por mártires aunque empuñaron la espada contra los judíos paganizantes:

“Matatías respondió en alta voz: ‘Aunque todas las naciones que están bajo el dominio del rey obedezcan y abandonen el culto de sus antepasados para someterse a sus órdenes, yo, mis hijos y mis hermanos nos mantendremos fieles a la Alianza de nuestros padres. El Cielo nos libre de abandonar la Ley y los preceptos. Nosotros no acataremos las órdenes del rey desviándonos de nuestro culto, ni a la derecha ni a la izquierda’. Cuando acabó de pronunciar estas palabras, un judío se adelantó a la vista de todos para ofrecer un sacrificio sobre el altar de Modín, conforme al decreto del rey. Al ver esto, Matatías se enardeció de celo y se estremecieron sus entrañas; y dejándose llevar por una justa indignación, se abalanzó y lo degolló sobre el altar. Ahí mismo mató al delegado real que obligaba a ofrecer los sacrificios y destruyó el altar”. (I Mac., 2, 19-25) “El sucesor de Matatías fue su hijo Judas, llamado Macabeo. Todos sus hermanos y los que habían seguido a su padre le prestaron apoyo y combatieron con entusiasmo por Israel. Él extendió la gloria de su pueblo y se revistió de la coraza como un héroe; se ciñó sus armas de guerra y libró batallas, protegiendo al ejército con su espada. Fue como un león por sus hazañas, como un cachorro que ruge ante su presa. Persiguió implacablemente a los impíos y entregó a las llamas a los perturbadores de su pueblo”. (I Mac., 3, 1-5) “Luego avanzó con el ejército y acampó al sur de Emaús. Judas les dijo: ‘Cíñanse las armas, compórtense valerosamente y estén preparados mañana al amanecer para atacar a esos paganos que se han aliado contra nosotros a fin de destruirnos y destruir nuestro Santuario. Porque es preferible para nosotros morir en el combate que ver las desgracias de nuestra nación y del Santuario. ¡Se cumplirá lo que el Cielo disponga!» (I Mac., 3, 57-60)

2-      Como segundo documento para esclarecer el tema vamos el art. 2473 del Catecismo de la Iglesia. Allí pone como condición soportar la muerte mediante un acto de fortaleza:

“El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. “Dejadme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios” (San Ignacio de Antioquía, Epistola ad Romanos, 4, 1).

El martirio es un modo de vivir heroicamente la fortaleza y depende de esta virtud cardinal. Ahora bien, la virtud de la fortaleza tiene dos actos: el atacar y el resistir. Este último es el más importante. El mártir muere como última alternativa y ni siquiera quiere que sus enemigos lo maten (de lo contrario sería un suicidio indirecto y un acto contra la caridad por inducir a otros al homicidio). El uso de las armas o de la violencia para combatir (uno de los actos de la virtud de la fortaleza) no es en la historia de la teología católica una condición sine qua non que exima de ser “testigo” de Cristo (de lo contrario habría que eliminar del martirologio a varios cristianos que empuñaron las armas: la legión tebana, Beato José Sánchez del Río, Anacleto González Flores, etc.). Se podría responder que no murieron con las armas en la mano y por lo tanto no murieron peleando en ese momento pero esto fue algo sólo circunstancial.

3-      Tomaremos como tercer documento el art. 5 de la q. 124 (secunda secundae) del Doctor Angélico:

Santo Tomás se preguntó si sólo la defensa de la fe es causa de martirio y si los soldados que mueren en guerra justa pueden ser considerados mártires. En el sed contra explicita:

Dichosos los que padecen persecución por la justicia (Mt 5,10) lo cual se refiere al martirio, como dice la Glosa en el mismo lugar. Ahora bien: a la justicia pertenece no sólo la fe, sino también las demás virtudes. Por tanto, también ellas pueden ser causa del martirio.

Respondo: Como hemos visto (obj.2 a.4), «mártires» es lo mismo que «testigos», es decir, en cuanto con sus padecimientos corporales dan testimonio de la verdad hasta la muerte; no de cualquier verdad, sino de la verdad que se ajusta a la piedad (Tit 1,1), que se nos manifiesta por Cristo. De ahí que los mártires de Cristo son como testigos de su verdad. Pero se trata de la verdad de la fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio. Pero a la verdad de la fe pertenece no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa, la cual se manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe, conforme al texto de Sant 2,18: Yo, por mis obras, te mostraré la fe. En este sentido dice San Pablo (Tit 1,16) a propósito de algunos: Alardean de conocer a Dios, pero con sus obras lo niegan. Por tanto, las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios, son manifestaciones de la fe, por medio de la cual nos es manifiesto que Dios nos exige esas obras y nos recompensa por ellas. Y bajo este aspecto pueden ser causa del martirio. Por eso se celebra en la Iglesia el martirio de San Juan Bautista, que sufrió la muerte no por defender la fe, sino por reprender un adulterio”.

            En la respuesta a la tercera objeción por la que dice: parece que los soldados muertos en guerra justa no serían mártires; responde: “El bien de la república es el principal entre los bienes humanos. Pero el bien divino, que es la causa propia del martirio, está por encima del bien humano. Sin embargo, como el bien humano puede convertirse en divino si lo referimos a Dios, cualquier bien humano puede ser causa del martirio en cuanto referido a Dios”. De modo que, según el Aquinate, aun quien da la vida luchando por la Patria cuando une ese sacrificio al divino, puede ser considerado mártir. ¡Cuanto más quien es soldado defendiendo la fe y la patria!

4-      En cuatro lugar, San Agustín (doctor de la Iglesia) afirma:

 

“… siempre los malvados han perseguido a los buenos y los buenos han perseguido a los malvados…  El que asesina no considera lo que desgarra, el que cura considera lo que corta. Uno quiere quitar la vida, el otro la gangrena. Los impíos han matado los profetas. También los profetas mataron a los impíos. Los judíos azotaron a Cristo, Cristo también azotó a los judíos. Los Apóstoles fueron entregados por los hombres al poder de los malvados. Pero también los Apóstoles entregaron algunos hombres al poder de Satanás“[10].

 

La diferencia entre unos y otros está en el fin y no en los medios.

El mártir testimonio para nuestro tiempo

            Hoy el mártir molesta. Molesta nuestra flojera, nuestra comodidad, nuestras componendas eufemísticamente llamadas “diálogo”.  Más aún nos molesta si el mártir fue parte de la lucha activa contra los enemigos de la Iglesia. En el fondo lo que nos pasa es que vivimos un tiempo cobarde que se esconde tras el diálogo para ocultar su pasividad y sus temores. Un tiempo que pone en primer lugar los derechos del hombre antes que los de Dios. Por eso el mártir resulta una interpelación a estas ideas. Si el hombre es puesto en el centro el mártir no tiene sentido. No puede explicarse que alguien prefiera a Dios antes que a sí mismo.

            Por eso el P. Alberto Ezcurra decía:

“Nuestro tiempo es cobarde; nues­tro tiempo de compromiso, nuestro tiempo de diá­logo, nuestro tiempo de cobardía, nuestro tiem­po de ‘no te metás’; no quiere saber nada con los mártires. Le vuelve las espaldas, lo quiere olvidar. El cardenal de Polonia Wydzinky dijo alguna vez: ‘No existe la Igle­sia del silencio; existe la Iglesia de los sordos. Y esa es la Iglesia de Occidente’.

San Pablo decía que somos como miembros del Cuerpo de Cristo y dice: ‘¿Cómo puede ser que un miembro sufra, si yo no sufro con él?’. Y nosotros, cristianos de Occidente, de este Occidente cobarde, de este Occidente apósta­ta, volvemos las espaldas al martirio. Preferimos la vida cómoda, la vida fácil, el compromiso, la transacción, incluso el tender la mano de diálogo con aquellos que tienen la mano manchada con la sangre de nuestros hermanos en la fe”[11].

 

Prof. Dra. Andrea Greco de Álvarez

Dra. en Historia (UNCuyo)

 

 


[1] Jean Meyer, La Cristiada, México, Siglo veintiuno editores, 1974 t. 3, 298-299.

[2] Javier Olivera Ravasi, La contra-revolución cristera. Dos cosmovisiones en pugna, Buenos Aires, Buen Combate-Katejon, 2106.

[3] José Sánchez del Río fue beatificado junto con otros 11 mártires mexicanos en 2005. Javier Olivera Ravasi, La contra-revolución cristera…, Ibidem.

[4] Jean Meyer, La Cristiada, Op. Cit. t. 1, p. 19.

[5] José de Jesús Manríquez y Zárate, “Al margen de unas declaraciones” (contestación al Subsecretario de Gobernación, 25,-II-1929) en Aurelio Acevedo (ed.), “David I – VIII”, en: Estudios y Publicaciones Económicas y Sociales, México, 2000, (primera edición facsimilar), VI, p. 215-217. Cfr. Javier Olivera Ravasi, La contra-revolución cristera…, Op. Cit., capítulo VI.

[6] No fue esta la actitud de todos los prelados y hasta hubo quiénes eran partidarios del gobierno. El P. Olivera Ravasi lo estudia en los capítulos II: “La actitud de la jerarquía eclesiástica” y VI: “Desobedencia debida: justificación doctrinal del alzamiento cristero”.

[7] Vicente Cárcel Ortí, Caídos, víctimas y mártires. La Iglesia y la hecatombe de 1936, Madrid, Espasa-Calpe, 2008, 519 pp.

[8] El autor aclara en nota al pie: Este elemento es fundamental para reconocer la santidad por martirio de las víctimas. Cf. José Luis Gutiérrez, «Lacertezza morale nelle cause di canonizzazione, specialmente nella dichiarazione di martirio», en Ius Ecclesiae, 3 (1991), págs. 645-670.

[9] Vicente Cárcel Ortí, Caídos, víctimas y mártires, Op. Cit.

[10] Cit. En: Alberto Ignacio Ezcurra, Moral Cristiana y Guerra antisubversiva, Buenos Aires, Santiago apóstol, 2007, p. 65-66.

[11] Alberto Ignacio Ezcurra, Tú Reinarás. Espiritualidad del laico, San Rafael, Kyrios Ediciones, 1994, p. 37-38.

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