De la música y del alma. Por el P. Dr. Christian Ferraro

        Según parece, el primero en crear un museo fue Tolomeo Filadelfo, en Alejandría, justamente para promover la cultura.

        Todos sabemos, más o menos, lo que es un museo. El hombre de la calle, cuando siente hablar de «museo», tiende espontáneamente a pensar en un edificio en el que hay una colección de obras de arte o de objetos de particular interés artístico, histórico, científico, todo ello, en general, con cierta aura de antigüedad. En el museo están esas cosas «para ver» y que ya no se usan más, objetos, prácticamente, de anticuariado. Y es justo que se piense así; sustancialmente, hoy es así. En el museo se «ven» cuadros, cosas… pero todo está quieto; entrar en el museo es como detener el tiempo o bien como transferir el pasado a nuestro presente para identificar nuestras propias raíces históricas, el humus del que histórica y culturalmente hemos surgido.

 

        Museo viene del griego. En la antigüedad griega se daba el nombre de μουσεῖον al lugar sacro en el que vivían las musas. Las musas eran las nueve hijas de Zeus y de Mnemosine, patronas de todas las artes. Por eso, cuando un griego quería referirse a cualquier cosa como a algo grande y excelente, no tenía a disposición palabra mejor que μουσικός, que originariamente quiere decir «musal», o sea, «algo-propio-de-las-musas».

        La expresión griega «algo propio de las musas» se ha transliterado en las lenguas latinas como «músico».  Música viene del griego μουσικός. Con el añadido del término τέχνη, cuya transliteración da «técnica» pero cuyo significado es «arte», la μουσική griega se convierte en el arte de las musas. La música significa el producto propio y más egregio de las musas, lo que hacen las musas cuando se ponen a soñar y a dibujar: ideal supremo de perfección.

 

        Esta breve introducción y disquisición etimológica nos deja entrever en cuán alta estima tuviera la antigüedad clásica a la música, en el sentido de que la consideraba como expresión de lo más perfecto y mejor que hay en el hombre, y abre de ese modo ante nuestros ojos la esencia secreta de la música como algo especialmente cercano a la esfera de lo divino, como algo que permite vislumbrar el destino trascendente del hombre.

        Porque tres dominios –como es sabido y se ha convertido ya en lugar común y referencia habitual– se pueden señalar, tres dimensiones diversas de nuestro mundo, esto es, el mar, la tierra y el cielo: la profundidad del mar está caracterizada por el silencio, en la mediedad de la tierra habitan los variados sonidos de distintos animales, pero las alturas del cielo están reservadas para el canto de los pájaros. La música se muestra, así, como otro aspecto que expresa la emergencia del hombre con respecto al animal y su cercanía con las cosas celestes.

 

        Porque, como decía Fabro, el arte, y en especial la música, configura una «valencia o posibilidad originaria del espíritu». El hombre emerge, ciertamente, sobre la naturaleza. Emerger designa en este contexto ese surgir que se eleva y domina. El arte y, dentro del arte, la música constituyen una expresión cualificada de esta emergencia. Pero si el hombre dispone de intuición artística, si llega a plasmarla haciendo arte, ello es solo posible porque el hombre tiene espíritu. Pero «la música –sigue diciendo Fabro– es bajo muchos aspectos la más fundamental y la más espiritual de las artes, y por eso permanece como la más enigmática y misteriosa». ¿Cuál es este misterio? ¿Cuál este enigma?

        La intuición artística tiene algo en común con la contemplación mística: el dejarse aferrar. En la contemplación el alma se deja aferrar, es atraída, más aún, arrastrada por la fuerza de los misterios de Dios; en la intuición artística, por el esplendor sensible de la forma –que es siempre algo misteriosamente divino[1]–. En este dejarse aferrar y ser arrastrado la música tiene algo particular:

La intuición tiene en la música una característica del todo propia con respecto a las artes figurativas: en éstas la forma se expresa con una «fijación» prácticamente instantánea e inmóvil, y no puede ser de otro modo. La fuga más precipitada o la más encarnecida batalla queda «fraguada» sobre la tela, el bronce, el mármol de modo inmóvil: el Cristo juez, en el Juicio universal de Miguel Ángel, tiene su brazo levantado en gesto de condena de los réprobos al infierno, signo terrible; pero ese brazo no baja jamás.

Para la música, en cambio, la situación es al mismo tiempo mucho más simple y también mucho más compleja: ella, y sólo ella, puede expresar el movimiento mediante la sucesión de los sonidos que se intensifican en el ritmo y en la melodía como cualidad del «tiempo vivido»[2].

        La música tiene, pues, la capacidad de expresar la forma sensible en su irrefrenable devenir ligado a la materia, en su permanente huir, en la fugacidad de su transcurrir temporal. Y, así, llamativamente, la música se muestra como la más espiritual de las artes, en cuanto que manifiesta en cierto sentido el deseo del hombre de trascender la temporalidad y de anclarse en la eternidad, pero sin fijar la vitalidad, sin perder nada de la riqueza de su fluir. Puede resultar paradojal, pero es exactamente así: el hombre no podría modular el sonido en el tiempo expresando belleza, no podría hacer música si en él no hubiera algo que trasciende y supera lo temporal[3]. La música transparenta y muestra la realidad del espíritu y expresa su trascendencia.

 

        Hay un texto de Platón muy iluminante al respecto. En el contexto de la búsqueda del origen de los nombres, el sabio filósofo griego dice: «… a las “Musas” como, en general, a la música, según parece, les fue impuesto este nombre a partir de μῶσθαι». Ahora bien, μῶσθαι quiere decir propiamente investigar, es decir buscar con ardor, anhelar, desear vivamente, aspiración a la unidad, a la semejanza… y por eso se emparenta con la filosofía, en cuanto amor, deseo y búsqueda de la sabiduría y en cuanto, de las ciencias, la más divina[4]. La música expresa, pues, que el hombre busca desde lo más íntimo de su ser algo más elevado, que el hombre, infatigable investigador de estrellas, tenaz e insaciable desentrañador de enigmas, trasciende por encima de lo terreno y que en nada de lo terreno puede hallar reposo. Como en la filosofía, que es la búsqueda de las causas últimas, así también en la música el hombre se manifiesta como aquel que mira hacia la eternidad. La música, pues, es la más divina de las artes, la que más eleva al hombre.

 

*    *    *

 

        En el canto, la voz misma humana se hace música.

        Pero el hombre será más hombre, sólo y solamente si se convierte de verdad en músico. Mas no en el sentido de componer melodías, ni de cantar baladas o modular sonidos; sino en el sentido profundo de hacer de su vida algo divino, en el sentido profundo de vivir su vida «en clave de Dios».

 

        Que nuestra vida no sea una nota falsa.

        Que no traicione jamás la divina partitura.

        Que no le falte el respeto al pentagrama.

        Que no transgreda jamás las normas elementales de la divina armonía.

 

        Al contrario, que aprendamos a hacer música con la vida.

 

        Nos lo conceda el Dios eterno, sin el cual, por cierto, no llegaremos jamás a dar lo mejor de nuestras voces, es decir a ser músicos; nos lo conceda el buen Jesús, Dios entrado en el tiempo, música viviente del Padre; nos lo conceda el más creativo de los compositores, el Espíritu Santo, gran artesano de almas; nos lo obtenga la intercesión de María Inmaculada, reina de los coros celestes y de santa Cecilia patrona de la música y de toda alma musical.

 

[1] «… la forma es algo divino […] porque toda forma es cierta participación de la semejanza del ser divino» (… forma est […] quia omnis forma est quaedam participatio similitudinis divini esse – S. Tomás, In I Phys., lect. 2; Marietti 135).

[2] Sigo C. Fabro, Momenti dello Spirito, vol. II, Assisi-San Damiano 1983, 225-226.

[3] Cfr. el principio anaxago-aristotélico del intelecto como separado y «no mesclado»… ἵνα κρατεῖ (… para dominar), y la consiguiente aplicación tomasiana del mismo en la versión del intus apparens (S. Th. I, q. 75, a. 2).

[4] «Y a las “Musas” como, en general, a la música, según parece, les impuso [el legislador] este nombre a partir de μῶσθαι de la búsqueda y de la filosofía» (τὰς δὲ “Μούσας” τε καὶ ὅλως τὴν μουσικὴν ἀπὸ τοῦ μῶσθαι, ὡς ἔοικεν, καὶ τῆς ζητήσεώς τε καὶ φιλοσοφίας τὸ ὄνομα τοῦτο ἐπωνόμασεν – Platón, Cratilo, 406A, 4-6; Duke et alii, I 223).


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