La peregrina Egeria: testigo del monacato primitivo

(381-384)

Por Pablo Sepúlveda López

El relato de la peregrinación de Egeria[1] es una rara joya de la literatura cristiana de la antigüedad tardía. Por afortunada serendipia Gian Battista Gamurrini halló el manuscrito en un códice latino del siglo XI mientras trajinaba los archivos de una biblioteca de Arezzo, Italia, en 1884. El texto, escrito en latín vulgar, era el epistolario de una mujer desconocida que describía locaciones y relataba acontecimientos de su viaje a Jerusalén y a otros santos lugares a unas también desconocidas destinatarias a quienes llamaba “señoras y hermanas”. Sobre la fecha del viaje y su conclusión nada se sabía, entre otras cosas, debido a que faltan algunas partes del principio y de la mitad de lo que debió haber sido el texto íntegro. Actualmente, gracias a la investigación histórica y filológica, existe el consenso de que la autora se llamaba Egeria, que era una aristócrata hispana, específicamente de la región de Galicia, y que el viaje debió ocurrir entre los años 381 y 384.

En el viaje de Egeria podemos ver cómo esta dama hispano-romana peregrina hacia Jerusalén y desde ahí a otros santos lugares, siempre acompañada de “santos varones” -así denomina al clero y a los monjes- y a veces de soldados romanos que la escoltan entre las guarniciones militares apostadas en territorios conflictivos. Su objetivo era visitar todos aquellos lugares “apetecibles de ver para los cristianos”, a saber: 1) parajes del Antiguo Testamento, 2) eremitorios y monasterios y 3) los martyria; es decir, los sepulcros de los mártires y de algunos santos monjes. En cada visita Egeria y su comitiva realizaban cierto orden litúrgico de lecturas, salmos y oraciones apropiadas según el lugar sagrado en que se hallaran. Una vez descritas todas estas cosas, Egeria cambia un poco el tono de su relato para dar paso a vívidas descripciones de las liturgias jerosolimitanas en las celebraciones de Semana Santa, Pascua, Pentecostés, Navidad, Epifanía y otras. También en esta sección hace referencia a las prácticas piadosas de los cristianos, como el ayuno de Cuaresma y la adoración de la Santa Cruz que halló santa Elena, la madre del emperador Constantino.

A lo largo de todo el relato Egeria hace referencias a los monjes que vivían en los santuarios y sus alrededores. Son alusiones sucintas, pero de las que pueden inferirse con cierta seguridad, siempre contrastando con otras fuentes del período, muchos aspectos de la vida monástica de su época y de los lugares que visitó en peregrinación.

Egeria en su época

            Nos ubicamos a fines del siglo IV, época axial en la historia de la Iglesia. Dentro de esta sola centuria ocurrieron hechos relevantes en la consolidación del cristianismo como religión de masas e inserta en su sociedad contemporánea. El Edicto de Milán (313) permitió la libertad de cultos, lo que favoreció especialmente a la Iglesia, que dejó de ser perseguida. Tras el concilio de Nicea (325), la madre del emperador Constantino peregrinó a Jerusalén y halló la Vera Cruz (326), hito masificador de las peregrinaciones a los Santos Lugares. El año 380 el cristianismo fue declarado religión oficial del Imperio por el Edicto de Tesalónica, y en 381, año en que Egeria comienza el viaje, se celebró el concilio de Constantinopla.

            Mientras eso ocurría entre aulas palaciegas y basílicas, muchos cristianos llevaban tiempo dedicándose de modo especial al ascetismo en sus diferentes manifestaciones; su epítome lo representan las santas vidas de los Padres del Desierto y su fundador honorífico san Antonio de Egipto, cuya Vita, escrita por san Atanasio de Alejandría, tuvo gran responsabilidad en la popularización de esta forma de vida entre los cristianos, tanto los que se hicieron monjes como aquellos que, manteniéndose como laicos, los visitaban en busca de consejo y dirección espiritual.

El descubrimiento de la Vera Cruz y la popularidad de los monjes, principalmente de Egipto, y también de otros lugares de oriente como Palestina y Mesopotamia, abrió el camino de las peregrinaciones en el cual se destacaron algunas damas cristianas de la aristocracia imperial que practicaban el ascetismo. “El cristianismo estaba ampliamente extendido entre las mujeres de la aristocracia hispana y sudgálica en la segunda mitad del siglo IV y es bien sabido que en esta época, y especialmente en los ambientes aristocráticos, el cristianismo iba estrechamente unido al ascetismo”[2]. La Historia Lausíaca de Paladio menciona a Silvia o Silvania de Aquitania y Melania la Vieja. El viaje de Silvia a Jerusalén debió ocurrir cerca del año 399, mientras que el de Melania aproximadamente una década antes de la peregrinación de Egeria. Melania, quien nació hacia el 340, se casó y fue madre muy joven, enviudó a los 22 años y en el 371-2 inició un viaje a Egipto para visitar a los Padres del desierto, tras lo cual se estableció en Palestina durante veintisiete años; como Egeria, era hispana.

Así, pues, dentro de lo que podemos considerar como alusiones al monacato en el relato de viaje de Egeria, están en primer lugar algunas cuestiones en torno a ella misma. Desde que el texto se publicó llamaron la atención las “señoras y amigas [dominae et sorores]” a quienes se dirige, por eso algunos han creído descubrir “la existencia de un monasterio femenino, sin duda de tipo urbano, al que Egeria misma pertenecía, en su país de origen, muy probablemente Galicia”[3]. Ya en el siglo VII san Valerio del Bierzo (Galicia, España), escribió una carta en honor a la “virgen Egeria”, y en el siglo XVI se hace alusión a un texto de la “abattissa” en un inventario de la biblioteca del monasterio de Montecasino, que corresponde al códice hallado por Gamurrini. Si consideramos, además, las muchas alusiones a las “vírgenes” consagradas en cánones de sínodos provinciales y primeros concilios ecuménicos, es absolutamente razonable, por no decir seguro, que Egeria fuese monja en el sentido amplio de la palabra, es decir, viviendo el ascetismo en su propia casa en medio de la urbe y conservando la administración de sus bienes, todo lo cual no era impedimento para la santidad. Quienes se oponen a eso insisten en que el monasticismo de aquel entonces era muy distinto al que conocemos hoy -en efecto, como acabamos de comentar-, y por eso dicen que referirse a Egeria como monja -lo cual implica, creen ellos, que existan grandes monasterios, reglas escritas, clausura total, etc.-, es extemporáneo. Por nuestra parte, y basándonos en la evidencia, entendemos que el fenómeno ascético y monástico fue y es multiforme.

El investigador García Colombás O.S.B., al cerrar el primer capítulo de su obra El monacato primitivo, alude a esta multiformidad de las tendencias ascéticas del siglo IV y cómo éstas, variadísimas por fuera, respondían a un solo ideal religioso:

Tal fue la vida monástica que brotó espontáneamente en el seno de las diversas Iglesias cristianas como fruto de su propio fervor religioso. Hijo del ascetismo primitivo, estaba inspirado por las mismas tendencias que en Egipto condujo a los solitarios a internarse en el omnipresente desierto. Su organización embrionaria, la falta de equilibrio en sus concepciones ascéticas, su número y pujanza en todas partes donde no habían penetrado las costumbres del cenobitismo copto, nos inducen a situar sus orígenes en una fecha «al menos tan lejana como aquella en que San Antonio congregaba a sus primeros discípulos»[4].

            A lo largo del relato, tanto Egeria como los monjes que ve son ejemplo de aquella vida monástica espontánea, “embrionaria” y, a veces, “falta de equilibrio”. La vida ascética como “huida del mundo”, popularizada desde el siglo IV, sólo fue posible por la preexistencia de experiencias ascéticas no anacoréticas que se remontaban hasta tiempos apostólicos.

Egeria y los monjes

La peregrina suele referir que los monjes la tratan con especial atención: “pues tras su saludo, nos permitieron pasar, y, una vez en el interior, hecha la oración comunitaria, nos obsequiaron con regalos [eulogias], según su costumbre de dar algo a quienes reciben con su proverbial hospitalidad [humane suscipiunt]”. Aquellas eulogias eran regalos que solían dar los monjes que visitó Egeria; cuando ella y su comitiva se disponían a bajar del Sinaí, cuenta que “los presbíteros nos obsequiaron con cosas de allí [loci ipsius eulogias], o sea, manzanas, que se crían en aquel monte [id est de pomis, quae in ipso monte nascuntur]”.

Aquella hospitalidad manifiesta en regalos es posible gracias al trabajo de los monjes, quienes además de rezar y hacer de guías de Egeria, labran en las faldas de aquel monte y “con diligencia siembran arbolitos o hacen huertos o campos de labor y cerca de su monasterio plantan en la tierra para producir algunos frutos, que, al parecer, elaboran con sus propias manos”. También, cuando Egeria visita Salem, la ciudad de Melquisedec, y el lugar donde bautizaba Juan, hace referencia a prácticas agrarias de los monjes cuando dice: “llegamos a un huerto de frutales muy hermoso, donde nos mostró en el medio una fuente de ricas y cristalinas aguas, que fluían formando a su vez un verdadero río, creando delante una especie de lago”. El lugar se conocía como “huerto de san Juan” y hasta allí acudían los monjes “desde diversos puntos para lavarse en aquel sitio”, y los catecúmenos en Pascua “acompañados por los clérigos y los monjes, diciendo salmos y antífonas; de este modo eran conducidos desde la fuente hasta la iglesia de san Melquisedec todos los que hubieran sido bautizados”.

Un famoso apotegma egipcio nos cuenta algo distinto de lo que le ocurrió a Egeria: una vez “una virgen de familia senatorial, muy rica y temerosa de Dios” viajó desde Roma a Alejandría para ver a abba Arsenio, eremita de gran santidad. Para él no fueron suficientes ni los ruegos de su jerarca Teófilo de Alejandría. Se negó a ver a la virgen, pero ella, insistente, igual llegó hasta su celda un buen día.

Le dijo el anciano: “¿No habías oído acerca de mi ocupación? Debías haberlo tenido en cuenta. ¿Cómo osaste emprender semejante travesía? ¿No sabes acaso que eres mujer, y que no conviene que vayas a cualquier sitio? ¿O es que, cuando vuelvas a Roma, dirás a las demás mujeres: ¿He visto a Arsenio, y se convertirá el mar en camino para las mujeres que vendrán hasta mí?”. Dijo ella: “Si el Señor lo quiere, no permitiré que venga nadie. Pero ruega por mí y recuérdame siempre”. Él le respondió: “Pido a Dios que borre tu recuerdo de mi corazón”[5].

La destemplada respuesta de Arsenio dejó muy abatida a la virgen, que incluso se enfermó hasta sentirse morir, pero el arzobispo la tranquilizó explicándole: “¿No sabes que eres mujer, y que por medio de las mujeres ataca el enemigo a los santos? Por eso el anciano habló de esa manera. Por tu alma, empero, rezará siempre”.

Egeria, aunque no menciona -a lo menos explícitamente- cuestiones relativas a la pudicia, entiende que su presencia entre los monjes debe estar justificada por una búsqueda espiritual y solamente centrada en sus materias propias. Por eso, al describir sus visitas lo hace siempre considerando que está ante varones de probada santidad, en cuyas bocas no hay frivolidades, sino sólo edificantes palabras; cuando está en Mesopotamia, la peregrina escribe sobre una de aquellas entrevistas:

Muchas cosas me refirió, así como lo hicieron los otros santos obispos o los santos monjes: todo relacionado con las Escrituras de Dios o las obras de aquellos varones santos, o sea, de los monjes; las maravillas que habían hecho los ya desaparecidos, y también las obras que a diario hacen los aún vivos, me refiero a los “ascetas”. No quiero que piense vuestra caridad que hay en todo esto alguna que otra conversación entre los monjes que no sea sobre las escrituras de Dios o los hechos de los monjes antiguos.

            Esto también debió ocurrirle en Egipto, de donde proviene un apotegma de abba Eudemon que contaba acerca de abba Pafnucio que “cuando era joven (…) no me permitió quedar diciendo: “No quiero que haya en Escete un rostro de mujer, por el combate del enemigo”[6], pues, a pesar de él, Egeria igualmente recorrió de una ribera a otra del Nilo varios de los monasterios que allí se asentaban.

Poco después de visitar Edesa, Egeria va hasta donde tuvo su morada el patriarca Abraham, población de la que comenta que: “apenas encontré cristianos, pues todos los habitantes son gentiles [penitus nullum christianum inveni, sed totum gentes sunt], aparte los pocos clérigos y los santos monjes, si acaso alguno mora en ella”. Es decir, que la poca y única presencia cristiana en este lugar de Mesopotamia era monástica. Sobre la misma ciudad, Egeria escribe: “pude ver en tal ciudad muchos sepulcros y santos monjes, unos que estaban junto a sepulcros [martyria], otros, lejos de la ciudad, vivían en lugares ocultos en que tenían sus conventos [monasteria]”. Con esto podemos ver cómo estos monjes vivían similar a algunos ascetas de otros lugares, como san Antonio de Egipto, que también habitó un sepulcro antes de internarse más y más en el desierto a lo largo de su vida. Aquellos “conventos”, que en latín es “monasteria”, debe entenderse más bien como ermita solitaria de un monje construida con pobres materiales o excavada en un peñasco; tal vez estaría cerca de otras y en torno a un templo o santuario, como hemos visto, pero en ningún caso formaban un cenobio al estilo de san Pacomio, en que había cohabitación y roles prestablecidos por regla escrita y bajo una autoridad y los delegados de ésta.

En el mismo lugar, Egeria asiste al martyria de san Helpidio, hasta donde llegan monjes de los alrededores y se quedan ahí los días que dura la celebración:

el día noveno de las calendas de mayo, fecha en que todos los monjes debían bajar a Carra desde todas partes y desde los diversos puntos de Mesopotamia, así como aquellos mayores que moraban en soledad, llamados “ascetas” (…) nos aconteció que viéramos en aquel sitio a aquellos santos y verdaderos hombres de Dios, los monjes de Mesopotamia, y aquellos cuya fama y vida se conocía de lejos, gente a la que yo pensaba no podría ver jamás (…) yo tenía entendido que, fuera del día de Pascua y de esta fecha, no solían bajar de sus residencias, siendo como son tan virtuosos (…) Ellos, tras el día del mártir, desaparecieron de aquel lugar y marcharon de noche al desierto, cada uno a su propio monasterio, donde cada cual lo tenía.

Cuando la peregrina va a Isauria, en el Asia Menor, visita el martyria de santa Tecla, discípula y compañera de misión de san Pablo. En aquel lugar, Egeria experimentó una gran alegría al acontecer el reencuentro con una persona muy querida para ella, gracias a quien conoció a los “apotactitas”:

Encontré allí a una muy amiga mía [amicissimam michi], a la que todos en oriente tienen como modelo de vida, una santa diaconisa de nombre Marthana, a la que yo había conocido en Jerusalén, una vez que ella subió a orar. Tenía bajo su gobierno monasterios de aputactitas, o sea, vírgenes [aputactitum seu uirginum regebat]. Allí pasé dos días visitando a los santos monjes o a los aputactitas [sanctis monachis uel aputactitis], tanto mujeres como hombres que allí había.

Junto a estos apotactitas, Egeria menciona a los “monazontes” que solían acudir en masa y desde otros parajes geográficos y culturales de la ecúmene cristiana de por entonces a las liturgias de las Grandes Fiestas en Jerusalén:

Al llegar este día de las encenias[7], se celebran durante ocho días. Ya desde muchos días antes comienzan a acudir de todas partes grandes multitudes no sólo de monjes y aputactitas [monachorum uel aputactitum] de las diversas provincias, sino también de Mesopotamia, de Siria, de Egipto o de la Tebaida, donde hay muchos monazontes, así como de otros varios lugares o provincias.

            En aquellas liturgias jerosolimitanas los monazontes cumplían un rol fundamental como coristas: “Los presbíteros, de dos en dos y de tres en tres, e igualmente los diáconos, se turnan a diario con los monazontes, que, a cada himno o antífona, recitan oraciones”. Se les menciona una vez junto a las “parthene” -“vírgenes” en griego-: “Cada mañana, antes del canto de los gallos, se van abriendo todas las puertas de la Anástasis y comienzan a bajar todos los monazontes y las parthene, como aquí los llaman (…) también laicos (…) que desean hacer vigilia matutina”.

Egeria vuelve a mencionar a los apotactitas cuando está en Jerusalén, a propósito de los ayunos:

Hay también una costumbre de que todos los que aquí se llaman aputactitas, hombres y mujeres, no sólo en tiempo de cuaresma, sino durante todo el año, cuando comen lo hacen una vez al día (…) A nadie se le exige lo que tiene que hacer, sino que cada cual hace lo que puede; ni se elogia al que hace más ni se vitupera al que hace menos. Esta es la costumbre. La comida de ellos durante los días de la cuaresma consiste en que no se puede comer pan ni aceite ni nada que proceda de los árboles, sino solamente agua y una sopa de harina.

Los apotactitas también aparecen entre la comunidad de fieles durante la Octava de Pascua cuando, llegada la hora, se dirige al Santo Sepulcro “todo el pueblo y los aputactitas van con el obispo cantando himnos a la Anástasis, a donde se llega a la hora de vísperas”. Lo que los distingue del resto de fieles laicos y monjes es su práctica del ayuno, por eso Egeria dice que durante todo el tiempo pascual hasta Pentecostés “casi nadie ayuna, ni siquiera los aputactitas”.

“Apotactita” proviene del griego y se traduce como “renunciante”. “La primera mención de los tales aparece en la Oratio VII, de Juliano el Apóstata, en el año 362; según el emperador, los cristianos daban ese nombre a los monjes itinerantes que vivían de limosna”[8]. En este sentido, la crítica eclesial era que no obedecían a superiores y se mantenían errantes, presa fácil de los antojos personales del orgullo y la autosuficiencia. El término también se utilizó en la época para referirse a monjes que seguían administrando sus bienes en el mundo y dando de sus rentas a los necesitados, situación que tenía su parte loable -la beneficencia-, pero contradecía directamente su propio nombre de “renunciante”. De esta manera, bajo este término se designó a ciertos monjes heterodoxos y heréticos. En occidente, la Regla de san Benito (s. V) hará referencia a individuos similares llamándoles “giróvagos” y “sarabaítas”, en oposición al monacato representado por los monjes cenobitas y los que llegan a ser ermitaños, pero siempre tras vivir en comunidad. Los apotactitas también representaron ciertas tendencias encratitas, es decir, que entendían el control de sí y la continencia –ἐγκράτεια– inmoderadamente, llegando a prohibir el consumo de ciertos alimentos y negando la bondad y sacralidad del matrimonio cristiano, acercándose así a doctrinas gnósticas. Entre sus detractores hubo santos tales como, Basilio de Cesarea, Epifanio de Salamina, Agustín de Hipona y Juan Damasceno -s. VII-.

Egeria no hace ninguna referencia a esas polémicas, de las cuales, como la asceta cristiana que debió ser, pudo haber sabido; sólo destaca piadosamente lo que ella misma ve en los apotactitas: sus ayunos, sin comentarios ni especulaciones. Nos parece ver en esto un proceso de ajuste en el ideal ascético: una espiritualidad con dogmas comunes, pero multiforme, que se armoniza en sus principios y modera sus formas exteriores, alineándose con la ortodoxia jerárquica del episcopado católico sucesor de los Apóstoles.

Otro tema interesante que se muestra en la peregrinación de Egeria es la presencia de ciertos textos apócrifos en uso en las comunidades cristiano-monásticas de Mesopotamia e Isauria. Un apotegma de los Padres dice: “No entre mujer en tu celda y no leas a los apócrifos”[9]. Sin embargo, son los propios monjes de Edesa quienes le muestran a Egeria textos apócrifos e incluso los utilizan en sus oficios, por eso escribe:

en el nombre de Cristo, Dios nuestro, y llegué a Edessa, donde (…) nos dirigimos a la iglesia y al martirio de santo Tomás, donde hicimos oración y todo lo demás, según lo acostumbrado en los lugares santos, y también leímos algún pasaje sobre santo Tomás [aliquanta ipsius sancti Thomae ibi legimus]”.

Bien pudiera pensarse que la lectura sobre el propio Tomás era algún pasaje de los evangelios canónicos en que se le menciona, pero no creemos que se refiera a éstos, sino a un verdadero escrito del género de “hechos” que contuviera tradiciones devotas sobre el devenir de los apóstoles en la evangelización fuera de Palestina.

Otra cita sustenta nuestra afirmación, pues también en Edesa Egeria tiene acceso a las cartas entre Jesús y el rey Abgar, registradas por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica.

Lo que más me agradó fue recibir de las manos de aquel santo en mis propias manos tanto las propias cartas de Abgar al Señor, como las cartas del Señor a Abgar, las mismas que nos había leído allí el santo obispo. Aunque tenía en mi patria copia de las mismas, me fue agradable recibirlas de él, porque de otro modo no hubieran llegado hasta aquí. Lo que ahora he recibido, si así lo quiere Dios, Jesús nuestro, tan pronto como vuelva a mi patria, podréis leerlo vosotras, señoras de mi alma.

Cuando visita el martyria de santa Tecla en Isauria, Egeria vuelve a mencionar un apócrifo, esta vez, referido a la patrona del santuario: “hice oración junto al sepulcro, sin dejar de leer algún episodio de las actas de santa Tecla [et lecto omni actu[s] sanctae Teclae], di infinitas gracias a Cristo Dios nuestro, que se dignó colmar sin merecerlo todos los deseos de esta indigna”.

El que Egeria haya tenido copia de las cartas aludidas, muestra que apócrifos como esos tenían amplia difusión entre las Iglesias de la época. Por su parte, los escritos hagiográficos del género de “hechos” sobre santo Tomás y santa Tecla, nos lleva a pensar que existía gran cantidad de literatura similar asociada a santos y santuarios que, ya en esa época, eran muy concurridos. Hoy en día, en que comúnmente asociamos “apócrifo” a textos espurios de los primeros herejes, es bueno recordar que la Iglesia celebra desde tiempos inmemoriales fiestas tradicionales como la entrada de la Virgen María al Templo cuando era una niña y su Asunción a los cielos luego de su muerte corporal, cuyos primeros testimonios textuales se hallan también en apócrifos, pero cristianos, fruto de la tradición oral y la piedad del pueblo fiel y ortodoxo.

Palabras finales

            A lo largo de este texto, hemos podido ver cómo en su peregrinar Egeria fue testigo del monacato de su época. Ella misma, con casi total seguridad, representa un modo de vida ascética de los confines del mundo -Hispania-, a la vez que presencia y registra a los ascetas locales de los lugares a que acude. Egeria es testigo de sus oficios litúrgicos, caracterizados, sobre todo, por la salmodia. Casi siempre los menciona relacionados con los obispos locales, es decir, en comunión con la Iglesia, algunos de los cuales también son monjes, en incluso confesores.

            Los monjes que recibieron a la peregrina lo hicieron con mucha humanidad, con obsequios y, sobre todo, consejos espirituales. Egeria también comenta algo sobre aspectos más externos: tenían siembras, ejercían algunos trabajos, algunos vivían en el desierto, otros en la ciudad, otros en sepulcros; y en algunos lugares eran los únicos cristianos que había.

            Egeria también es testigo y partícipe del uso que, en ciertos lugares y a propósito de ciertos santos, se hacía de textos apócrifos cristianos.

            Por último, le debemos a Egeria valiosa información sobre el monacato de su época porque, además de todo lo antedicho, su registro de las palabras griegas con que se designaba en los lugares a los que peregrinó a los cristianos que llevaban cierta forma de vida –ascetas, monachos, monazontes, parthene, aputactitasda cuenta de la multiformidad de las corrientes ascéticas del siglo IV, ejemplificada especialmente con el caso de los apotactitas.

            Egeria, la monja peregrina, es, por todo esto, fuente obligatoria a la hora de estudiar el monacato primitivo, de la cual, ojalá, todo católico pudiera noticiarse.

Por Pablo Sepúlveda López

 


[1] Todas las citas dentro de los párrafos, aquellas en bloque que no están referenciadas y las oraciones latinas entre corchetes, corresponden al texto “Itinerario o Peregrinación de Egeria”, traducido por Manuel Domínguez Merino; se puede encontrar en internet. Para ampliar la comprensión del texto y tener más información sobre la historia del mismo, también usé la traducción de Carlos Pascual, Viaje de Egeria. El primer relato de una viajera hispana (La Línea del Horizonte Editorial, España, 2017). Me parece una mejor traducción, pero no la cité pues sólo tradujo la primera parte del relato. Recomiendo a quienes quieran leer el texto de Egeria, acudir a la edición de la BAC de Agustín Arce. Lamentablemente no pude conseguirla en esta ocasión.

[2] Ramón Teja, “Mujeres hispanas en oriente de época teodosiana”, en Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Protagonistas del cristianismo antiguo. Trotta, 1999. España. p. 204.

[3] García Colombás O.S.B., El monacato primitivo, Biblioteca de Autores Cristianos, 2004. España. p. 293.

[4] García Colombás… p, 44.

[5] Apotegmas (orden alfabético). Arsenio, 28.

[6] Apotegmas… Eudemon, 1.

[7] “Viene del latín encaeniae, arum, y del griego εγκαινια, inaugurar o consagrar que eran las fiestas de la dedicación del templo de Jerusalén, del Martyrium y de la Anástasis”. (Nota del traductor). El Martyrium y la Anástasis (resurrección en griego) son lugares dentro del Santo Sepulcro. (N. del A.)

[8] García Colombás… p, 43.

[9] Apotegmas… Sopatro, 1.

 


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