Panoplia Monástica III. La Oración según los monjes primitivos. De pluma ajena

Por Pablo Sepúlveda

En julio y agosto de 2021, ofrecí a los lectores de QNTLC las primeras partes de la trilogía Panoplia Monástica (AQUÍ y AQUÍ), destinada a honrar el monacato tratando temas de interés histórico y espiritual. Primero me referí a la nepsis, la vigilancia del monje sobre su corazón ante los asaltos de los logismoi —vicios, demonios, tentaciones—. Luego traté el ayuno con que los ascetas constriñeron su carne para hacer prevalecer el espíritu. Así, pues, pidiendo disculpas por la tardanza, entrego la tercera y última parte de la Panoplia Monástica.

“Levántense, saluden a los monjes, para que los bendigan,
porque ellos hablan constantemente con Dios, y sus bocas son santas”

Apotegmas. Abba Pambo, 7.

 

Según leemos en el Tratado Práctico de Evagrio Póntico, uno de los grandes maestros espirituales de la Iglesia, la doctrina cristiana se compone de la práctica, la física y la teología[1]; es decir: vida ascética, contemplación de la naturaleza creada y contemplación de Dios, respectivamente. Este esquema tripartito se conoce en occidente como las Tres Vías: purgativa, iluminativa y unitiva. En todas ellas, la oración juega un rol principal, siendo ésta “la más divina de todas las virtudes”[2], de manera que “si eres teólogo, orarás verdaderamente; y si oras verdaderamente, eres teólogo”[3]; entendiendo “teología” como conocimiento sobrenatural e infuso de Dios. La oración, entonces, se presenta como el medio por excelencia de la comunión con Dios. Entre los primitivos monjes, se refirieron a tal comunión como parrhesía, “o libertad de lenguaje ante Dios de que gozó Adán en el paraíso”[4] cuando hablaba con su Creador cara a cara y dio nombre a todos los animales bajo el sol. He aquí la definición esencial de la oración.

Pero en tanto seres humanos, hemos de considerar los aspectos externos de esta comunicación con Dios. El término “oración”, en seguida se vuelve polisémico. Sus equivalentes en lengua griega, copta, siríaca y latina pueden significar tanto la oración comunitaria como la privada, la oración vocal y la oración mental, “la forma más elemental de plegaria y el más alto grado de contemplación”[5]. Para ilustrarlo, tomemos como ejemplo de la primera el clamor del buen ladrón del Evangelio: “acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”[6]. Para el segundo caso, consideremos las palabras de san Isaac el Sirio: “Entonces el pensamiento no gobierna a la oración ni tampoco tiene ningún movimiento libre sino que, en lugar de instruir, es instruido por un poder que lo mantiene cautivo. Habita en cosas inefables y no sabe dónde está”[7]. De esta descripción, un monje ruso del siglo XV, Nilo de Sora, comentaba crípticamente: “A esto, los Padres llaman oración, porque este gran don tiene su fuente en la oración, y se concede a los santos durante la oración, pero nadie sabe su verdadero nombre”[8].

Pero no olvidemos, tras las insondables alturas de la caridad divina que es posible experimentar cuando a Dios le place otorgarla, un principio fundamental: las lágrimas[9]. Evagrio enseñaba que primero hay que pedir “el don de lágrimas, a fin de ablandar, por medio de la compunción, la dureza que hay en tu alma; y confesando contra ti tus iniquidades ante el Señor, te llegue el perdón”[10]. Luego de aclarar esto, podemos emprender una caracterización de la oración según la practicaban los padres del desierto.

Los monjes comprendieron “la necesidad de orar siempre, y no desmayar”[11], e interpretaron la exhortación paulina “orad sin cesar”[12] en su literalidad. En consecuencia, se esforzaron por estar en todo momento en la presencia divina. Pero ¿cómo orar siempre y sin cesar? Los monjes tuvieron diversos métodos para lograrlo; el jesuita I. Hausherr contó tres. El primero, que llamó “colaboración sucesiva”, consistía en grupos de monjes que se alternaban para orar de día y de noche, se les conoció como acemetas —los que no duermen—. El segundo método, denominado “colaboración simultánea”, lo practicaron los discípulos de san Julián de Saba, que por la mañana iban al desierto en parejas: uno oraba arrodillado, mientras el otro, de pie, recitaba quince salmos, alternándose así hasta el anochecer. Estos métodos, no buscaban “fijarse un mínimum de oraciones, sino de determinar el máximum de tiempo que se concederá a las obras exteriores, para volver en seguida a la oración”[13]. Así, pues, el tercer método es el más representativo de la práctica monástica; Hausherr lo llama “oración implícita”, el cual buscaba transformar la vida entera en una oración ininterrumpida, incluso en medio del trabajo diario, mediante el mneme Theoú —memoria o recuerdo de Dios—, “consistente en un hábito durable de la memoria, sostenido por numerosos actos intermitentes”[14].

La posibilidad de realizar aquella oración omniabarcante no fue cosa fácil entre los primitivos padres del yermo. Hubo monjes heterodoxos que desviaron la enseñanza y se negaron a trabajar so pretexto de oración continua. Estos eran los llamados mesalianos o euquitas —según las lenguas siríaca y griega, respectivamente—, que significa “orantes”. Algunos de ellos, se presentaron ante abba Lucio, quien les mostró con su ejemplo cómo orar siempre:

              Estoy sentado con Dios, tejiendo mis pequeños ramos y haciendo esteras con ellos, y mientras tanto digo: Perdóname, oh Dios, por tu gran misericordia, y por tu gran piedad borra mi pecado. Les dijo: “¿No es oración esto?”. Le respondieron: “Sí”. Cuando he pasado todo el día trabajando manualmente y orando, reúno unas dieciséis monedas. Doy dos de ellas en la portería y con las restantes como; quien toma las dos monedas ora por mí mientras como o duermo. De este modo, por la gracia de Dios, se realiza en mí aquello de orar incesantemente[15].

Esta sentencia ilustra la importancia que los monjes otorgaron al trabajo dentro de la vida religiosa. El apóstol Pablo había dicho que “si alguno no quiere trabajar, tampoco coma”[16]. El trabajo era su forma de sustento material, la que adquiría una dimensión ascética en tanto hábito de concentración, vigilancia —nepsis— y dominio de sí, ayudando a combatir la acedia, que provoca desprecio por las cosas de Dios y busca retrasar, cuando no extinguir del todo, la oración. En medio del trabajo los monjes pudieron remontar las cimas espirituales: cuando abba Juan Colobos tejía una cuerda para hacer dos esteras, “la empleó toda en una sola y no se dio cuenta hasta que llegó a la pared. Estaba en su pensamiento entregado a la contemplación”[17].

Paralelamente, el apotegma de abba Lucio testimonia la utilización del Salterio en la práctica de la oración monástica. Las palabras que dice son del salmo 50. Esto venía desde Nuestro Señor y sus apóstoles, que en la Última Cena cantaron los salmos tradicionales con ocasión de la Pascua. La Iglesia continuó usándolos para el rezo comunitario e individual, y los monjes concluyeron de ellos hasta cuántas veces orar cada jornada: “siete veces al día te alabo” y “a medianoche me levanto para alabarte”[18]. Este fue el germen de la Liturgia de las Horas en sus diversas concreciones históricas y geográficas[19].

El mismo apotegma de abba Lucio evidencia otra característica fundamental de la oración monástica: la repetición. Del Salterio y los demás libros del canon de las Escrituras, los monjes extrajeron textos y versículos para llevar a cabo la melete —meditación—  o “rumia” de la palabra sagrada, y así estar siempre en el temor de Dios y resistir los ardides diabólicos. Entonces la oración adquiere un carácter agonístico, es decir, de lucha. Por eso Evagrio advirtió: “Toda guerra que se libra entre nosotros y los demonios impuros, no tiene otro motivo que la oración espiritual; pues ésta es muy hostil y odiosa para ellos, mas para nosotros es causa de salvación y muy agradable”[20]. De aquí que recomiende: ante “tales tentaciones entrégate a una oración breve e intensa”[21]. Y a fin de municionar al monje con las palabras divinas que lo libraran del Maligno, Evagrio escribió su obra Antirrhéticos[22], que presenta un pormenorizado “catálogo” de tentaciones, según los ocho logismoi[23], a cada una de las cuales se opone un versículo de la Escritura, imitando el modo como el Señor Jesucristo venció al Tentador en el desierto[24].

Palabras finales

La oración de los primeros monjes del yermo, representa para nosotros, gentes del siglo XXI, un conocimiento invaluable en muchos aspectos. Sin ánimo de secularizar estos descubrimientos, que los ascetas cristianos lograron a fuerza de constreñir sus pasiones por amor a Dios, no podemos negar la “utilidad” que pueden reportarnos estas técnicas para la vida diaria, sobre todo en nuestra época caracterizada por una apabullante entropía: primeramente, de la propia persona respecto a sí misma; luego, de las demás y de Dios que nos creó. No es casualidad, por ejemplo, que hace unos pocos años se pusieran de moda conceptos como “procastinación” y, en menor medida —y  mundanizado— “acedia”; éste último, sobre todo después de los confinamientos impuestos con motivo del coronavirus. Asimismo, la creciente puesta en valor de ideas del estoicismo y métodos de “atención”, “control” o “expansión” mental —como el mindfulness de cuño búdico—, es un síntoma de la imperiosa búsqueda de sentido y paz interior, inherente a la persona humana en razón de su origen y su fin: Dios, manifestado en Cristo que nos reveló al Padre y nos dio a conocer nuestra propia naturaleza restaurada por medio de la inhabitación del Espíritu Santo en nuestros corazones, por lo cual podemos, junto a nuestros hermanos monjes del desierto, exultar confiadamente: “¡Abba, Padre!”.

Si todavía no has recibido el don de la oración o de la salmodia, insiste y lo recibirás

Si deseas orar, no hagas nada que se oponga a la oración,
para que Dios, acercándose a ti, camine a tu lado

Evagrio Póntico

 

Pablo Sepúlveda


[1] Evagrio Póntico, Tratado Práctico, 1.

[2] Evagrio Póntico, Tratado de la Oración, 150.

[3] Tratado de la Oración, 60.

[4] García Colombás. El monacato primitivo. B.A.C. p. 681.

[5] Idem. p. 695.

[6] Lc. 23:42.

[7] Regla de san Nilo de Sora. Revista Cuadernos Monásticos 53 (1980) 227-259, p. 234.

[8] Idem. 234.

[9] Debemos aclarar esto, a fin de no idealizar la oración figurándonosla como una cuasi técnica de relajación o “atención plena” de las que tanto abundan hogaño y que amenazan con graves desvíos, incluso a muchos cristianos mal formados.

[10] Tratado de la Oración, 5.

[11] Lc. 18:1

[12] 1 Tes. 5:17

[13] García Colombás, Op. cit., p. 686.

[14] Idem.

[15] Abba Lucio, 1. (Apotegmas, orden alfabético)

[16] 2 Tes. 3:10

[17] Abba Juan Colobos, 11.

[18] Sal 119: 64,164.

[19] Breviario latino, Horologion griego, Agpeya copto y Shehimo siríaco. Así la Iglesia, con sus monjes como vanguardia, santifica las jornadas en que esperamos confiados el Advenimiento de Cristo, a la vez que recordamos por cada una de las horas los hechos de Su salvífica y vivificadora Pasión.

[20] Tratado de la Oración, 50.

[21] Idem, 98.

[22] La versión castellana del texto fue publicada en 2021 bajo el nombre de Tratado de las réplicas por ediciones RIALP.

[23] Éstos fueron tratados en la primera Panoplia Monástica: gula, lujuria o fornicación, avaricia, tristeza, cólera o ira, acedia, vanagloria y orgullo.

[24] Cfr. Mt. 4: 1-11; Lc. 4: 1-13.

 


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Un comentario sobre “Panoplia Monástica III. La Oración según los monjes primitivos. De pluma ajena

  • el febrero 7, 2024 a las 9:15 am
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    Gracias Padre por este bello texto. Fue muy oportuno, sigo buscando a Dios en medio de los quehaceres diarios, entre las ollas «según invita la Gran Sta Teresa «, sólo que muchas veces me distraigo.
    Dios le bendiga abundantemente por cuidar este rebaño.

Comentarios cerrados.

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